Louise Cooper - Infanta

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—Sí. Debe de haber necesitado más valor para ello que... —Se detuvo, sacudió la cabeza, y luego añadió en voz muy baja, casi para sí:

—Leando habría estado orgulloso de él.

Un poco más tarde, Índigo y Grimya descendieron las escaleras, recuperadas ahora y vueltas a colocar en su sitio al costado del barco. Phereniq atendía a Macee, haciendo que se sintiera lo más cómoda posible hasta que hicieran venir a hombres para ayudar a bajarla, y Luk, por el momento, estaba mejor a solas.

Índigo y Macee no habían intercambiado más que algunas palabras, pero fueron suficientes. La amplia sonrisa de la menuda davakotiana, acompañada por un juramento ahogado al intentar imprudentemente mover el brazo roto, había borrado pasadas enemistades, y ya no se iba a hablar más de remordimiento o de perdón. Macee había hecho tan sólo una petición que Índigo estaba ahora a punto de cumplir.

—Ve y dale las gracias de mi parte —había dicho, y sus ojos se arrugaron con una familiar mueca traviesa—. Tú sabes cuáles son las palabras adecuadas; yo no soy más que un marinero vulgar y no sé nada de rituales. Dale las gracias. ¡Y dile que Ella es el mejor miembro de mi tripulación que he tenido jamás!

El gigantesco mascarón del barco no era más que esto ahora: una talla de madera exquisita pero inmóvil y sin vida. Pero cuando se colocó a la sombra de la proa y levantó la mirada, Índigo lanzó una sorprendida exclamación. El hermoso rostro y la ondulante mata de cabello del mascarón continuaban igual, pero sólo a pocos centímetros de los hombros de la figura la madera estaba astillada y rota, nada excepto pedazos rotos, quedaban allí donde habían estado sus elegantes brazos y manos.

Dio un paso hacia adelante, todos sus instintos protestaban contra aquella profanación... Luego se detuvo al recordar. En su mente volvió a escuchar el extraño y escalofriante canto del mascarón, y recordó también a las enormes e inhumanas manos que habían recogido la Red de oro cuando ella y Phereniq y Macee luchaban con su pesada mole, y con un poder y una energía muchísimo mayores que su insignificante mortalidad la había levantado y lanzado para atrapar al demonio-serpiente.

Y entonces, por primera vez, vio el rostro del mascarón.

La Diosa del Mar ya no cantaba. Los gruesos y hermosos labios tallados con tanto amor por un artesano desaparecido hacía ya muchísimos años en una época anterior, no estaban fijados en su familiar forma de grito con la boca abierta, sino que por el contrario sonreían con una serena y sagaz sonrisa de beatitud. Durante un buen rato, Índigo contempló el semblante magnífico, y una inmensa sensación de paz se apoderó de ella. Inconscientemente, sus propios brazos se extendieron hacia donde debieran de haber estado los de la figura, y le pareció como si tocase una cálida corriente de agua, curativa, amorosa, que prometía un futuro sin dolor. Cerró los ojos y sintió cómo las lágrimas corrían por sus mejillas, un desordenado caos de emociones, pero a la vez una liberación, una seguridad, algo en lo que podía apoyarse, aferrarse y que nunca la negaría.

—Índigo...

La suave y tímida pronunciación de su nombre la devolvió a la realidad. Parpadeó, se dio la vuelta y vio a Luk. Había descendido del barco sin que lo vieran y estaba de pie frente a ella; con los hombros erguidos, el rostro inexpresivo, los ojos...

Todo estaba reflejado en sus ojos. Todo el dolor, toda la pena, toda la traición. Y sin embargo, bajo el peso de sus emociones se acurrucaba una chispa que encendió una llama parecida en Índigo. Había esperanza.

—¡Oh, Índigo!

Y de repente el muchacho adulto volvió a ser un chiquillo, al tiempo que se arrojaba en sus brazos y sollozaba su desolación y su alivio con el rostro hundido en la cabellera empapada y endurecida por la sal del mar de la muchacha.

La atmósfera en la antecámara del palacio era tensa, pero sin aquel toque helado que tan a menudo acompañaba a las ocasiones formales. Macee, que odiaba las despedidas, se removía inquieta en su ornado sillón, consiguiendo capturar la atención de Índigo de vez en cuando y sonriendo tímidamente. Su brazo, aunque todavía en cabestrillo, curaba bien según el mago-doctor Thibavor, y no le causaría molestias en el viaje que la esperaba; la verdad es que se sentía ansiosa por sentir de nuevo el movimiento de una cubierta bajo sus pies, Índigo sabía que sus impacientes pensamientos se desviaban constantemente al recién puesto en servicio Orgullo de Simhara, que aguardaba en su punto de atraque con una tripulación completa. El barco era un regalo en señal de gratitud del nuevo Takhan de Khimiz, y durante la sencilla ceremonia de aceptación celebrada seis días atrás Índigo había visto cómo Macee, casi por primera vez en su vida, se quedaba sin palabras.

Para ella no había habido regalos. El Takhan había protestado, igual que lo había hecho Phereniq; pero Índigo había sido tajante. No quería nada: ni tierras, ni títulos, ni riquezas. ¿Qué haría un sencillo marinero, había preguntado con una dulce sonrisa, con tal botín? Y aunque la habían lisonjeado, rogado, suplicado, les había dicho que no podía permanecer en Simhara, que debía seguir su viaje.

Deseó haberles podido explicar el motivo. Deseó que las punzadas de dolor se hubieran visto mitigadas por la comprensión. Pero el secreto que compartía tan sólo con Grimya la llamaba; el diminuto y reluciente punto de luz de la piedra-imán mostraba ya la ruta hacia el oeste que debía tomar, al otro lado del mar, a una nueva tierra y a un nuevo peligro. Esta despedida, lo sabía muy bien, sería para siempre.

La voz de Macee interrumpió su triste ensoñación.

—¿Sabes, Índigo? Me satisface verte de nuevo dispuesta a volver al mar después de todos estos años. —La diminuta mujer sonreía de oreja a oreja—. Igual que en los viejos tiempos, ¿eh?

—Sí. —Índigo le devolvió la sonrisa—. Igual que en los viejos tiempos.

—Y un barco nuevo bajo nuestros pies, y un buen viento del nordeste para empujarnos en nuestro camino —añadió Macee—. ¡Habrá mucho que contar cuando lleguemos a Davakos! —Paseó la mirada por la habitación, y al jardín que desplegaba las mejores galas del verano al otro lado de los abiertos ventanales, y sus ojos adquirieron una expresión soñadora—. Voy a regresar el año próximo, para ver el Templo de nuevo cuando las restauraciones hayan finalizado. Se lo prometí a Ella. Y le traeré una ofrenda como jamás se habrá visto en Simhara, ten presente mis palabras, porque lo haré. Y veré a nuestros amigos de nuevo, y les diré que llegaste perfectamente: he prometido también eso. Y... —Se interrumpió, y se llevo una mano con gesto impaciente a las mejillas adornadas por sendos diamantes—. ¡Oh, maldición! —Sollozó.

Se vio salvada de una mayor turbación al abrirse las puertas damasquinadas situadas al otro extremo de la habitación y penetrar en la sala un pequeño grupo de personas. Todos llevaban ropas de ceremonia, y el Takhan, en el centro, resplandecía con sus vestiduras verdes, con una capa de ceremonias en hilo de oro bordeada de esmeraldas echada sobre un hombro. A su lado iba Phereniq, el torques de oro de la Regente de Khimiz destacando vivamente sobre el azul oscuro de su vestido, Índigo y Macee se pusieron de pie... y Luk Copperguild dejo a un lado su dignidad y echó a correr para abrazar a ambas en un abrazo que no le debía nada al protocolo pero sí todo al amor.

—¡No sé qué deciros! —confesó cuando por fin las soltó—. Había preparado un discurso, pero no puedo quedarme aquí y decir adiós de una manera tan formal; no me parece nada bien. ¡Lo que... lo que yo deseo es que no os tuvieseis que ir!

Macee retrocedió unos pasos, consciente de que las palabras del joven Takhan eran más para Índigo que para ella, e Índigo y Luk permanecieron con las manos cogidas, ambos intentando sonreír.

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