Louise Cooper - Infanta

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—¡Índigo, no!

Una figura se separó del palo mayor, las interceptó y aferró el brazo de Índigo. La muchacha se detuvo y clavó la mirada en el rostro convulso de Luk. Las lágrimas corrían a raudales por las mejillas del muchacho y sacudía la cabeza en frenética negativa.

—¡No, Índigo, no puedes hacerlo! ¡Todavía es Jessamin! ¡Por favor..., debe de haber otro modo!

—¡No hay otro modo! —le gritó Índigo por encima del rugido del mar y los agudos alaridos de la propia voz del barco—. ¡Ayúdanos, Luk, o mantente a un lado: no intentes interferir!

—¡Pero, es Jessamin!

Se arrojó contra ella, agitando los brazos, y un puño fue a estrellarse en el ojo izquierdo de la muchacha, Índigo retrocedió tambaleante; de pronto, otra figura apareció en la refriega, y Luk lanzó una airada protesta cuando los musculosos brazos de Macee lo separaron de su contrincante.

—¡Atrás, muchacho! —rugió la pequeña davakotiana—. ¿Es que estás loco? ¡Maldito sea tu testarudo pellejo, estamos intentando vengar a tu propio padre!

Los ojos de Luk se abrieron de par en par y su boca se abrió.

—¡No! Eso...

—¡Sí! —rugió Macee—. ¡Tu padre está muerto, y esa cosa lo asesinó, de la misma forma que asesinó a su tío y a su primo y a mi tripulación, que la Madre proteja sus almas! Ahora, ¿quieres apartarte?

Índigo no tuvo tiempo más que para dedicar una momentánea mirada de desesperación a Luk, con el ojo dolorido aún, se incorporó y siguió adelante seguida de Phereniq y Grimya. El demonio-serpiente se alzaba ahora ya sobre el barco, tapando la luna y arrojando su gigantesca sombra sobre las tensas velas. Era gigantesca hasta extremos imposibles, y un momento de desesperación se apoderó de ella. No podrían atraparla; incluso la Red en su nuevo estado no sería suficiente. El demonio era demasiado poderoso ahora, no había nada que pudieran hacer, estaban perdidos...

¡ÍNDIGO!

Era la voz de Macee; y de repente recordó sus primeros días a bordo del Kara-Karai, mientras la tripulación luchaba por avanzar en medio de una furiosa tormenta. Había cometido un error, un pequeño error, el resultado de la inexperiencia; y el furioso ataque de su capitán había sido peor que la furia de la tormenta, quitándole el pánico y devolviéndola a la ciega e incondicional obediencia que era su única esperanza de sobrevivir.

Aquella misma reacción instintiva la impulsó ahora, la sacó de la parálisis para llevarla a la acción. Estaban en la proa, el mar bullía vertiginoso bajo ellas, y la Jessamin-serpiente-demonio era una refulgente y palpitante pared delante de ellos, Índigo alzó la Red, sintió cómo Phereniq hacía lo mismo, y entonces Grimya salió a toda carrera en busca de lugar seguro; Macee ocupó su lugar, y juntas levantaron la enorme y brillante masa de malla. Sus brazos se alzaron hasta el límite, los músculos listos para lanzarla... y de repente aparecieron otras manos, enormes y poderosas, sujetando la Red de oro y elevándola, más y más, al tiempo que los brazos del gigantesco mascarón de proa se alzaban para unirse a los de ellas en un terrible torrente de pura y furiosa energía, Índigo sintió que una nueva fuerza fluía por sus músculos, sus arterias, sus huesos, oyó cómo sus compañeras gritaban al unísono y gritó con ellas... Entonces la Red voló sobre la proa y hacia el cielo, arriba y lejos como un reluciente pájaro; se extendió y giró y descendió de nuevo para engullir la convulsionada cabeza y el cuerpo de la serpiente.

Un alarido ensordecedor y sibilante llenó la noche, eliminando incluso a la rugiente canción del mascarón. La serpiente se revolvió cuando la malla cayó sobre ella y la enredó, y los enormes anillos gris plata se agitaron fuera del agua, se retorcieron, se revolvieron, golpearon las aguas y la lanzaron hacia el cielo. A través del revoltijo de malla dorada y escamas plateadas Índigo vio que la enorme boca de la serpiente se abría desmesuradamente como presa de furia, de dolor o de ambas cosas, y vio, también, que allí donde la Red la tocaba, la piel del demonio parecía arder. Al cabo de un instante la imagen quedó borrada junto con toda otra imagen cuando lo que parecía una sólida masa de agua cayó estrepitosamente sobre la nave, Índigo se vio derribada y echada hacia atrás cuando la enorme oleada provocada por los movimientos de la serpiente se estrelló sobre la cubierta; su mano se agitó frenética y consiguió agarrarse a un cabo, frenándolo con brusquedad, y se incorporó como pudo, empapada por completo y escupiendo agua; comprobó que los demás estaban bien, agarrados con manos y dientes a maromas, barandillas, mástiles, mientras la ola proseguía su curso y desaparecía por la popa. Pero su alivio duró tan sólo un instante. Macee, todavía en la proa, empezaba a ponerse en pie, pero de repente se quedó paralizada, mirando hacia arriba. Entonces lanzó un aullido de advertencia que pudo oírse incluso por encima de la cacofonía de sonidos.

—¡Cuidado arriba! —indicó desesperada—. ¡Cuidado!

Enloquecido por el dolor y la rabia, el demonio-serpiente se alzaba más y más hacia el negro cielo, mientras la monstruosa cabeza amenazaba con desgarrar la Red que la tenía atrapada y liberarse. Su cuerpo, ahora tan próximo al barco que Índigo tuvo la horrible sensación de que si estiraba la mano podría tocarlo, surgió de las aguas, una enorme mancha borrosa de macilenta fosforescencia que ocupó todo su campo visual mientras se elevaba hacia el cielo; y entonces, con una tremenda torsión que envió una nueva sarta de olas contra la nave, la gigantesca cabeza se dobló hacia delante y hacia ellos.

—¡Índigo! ¡Índigo! —Era la voz de Phereniq, aterrorizada y acompañada por un aullido de Grimya —. ¡El Tridente! ¿Dónde está el Tridente?

Las palabras fueron como una estocada en la mente de Índigo que rompieron la parálisis provocada por el horror que por un momento precioso y vital la había inmovilizado. Se volvió y corrió hacia la barandilla de babor, pero antes de poder llegar escuchó el estruendo de la madera al astillarse cuando la serpiente golpeó el barco. El palo mayor se rompió, y una avalancha de palos rotos se abalanzo sobre la cubierta. El barco se inclinó con un terrible gemido y arrojó a Índigo, patinando de costado, hasta su meta. La muchacha empezó a rebuscar con desesperación entre el revoltijo de maderos rotos y aparejos destrozados. No lo encontraba..., si el Tridente había desaparecido, si se había perdido...

—¡Aquí, Índigo!

El grito provenía de muy cerca de ella, y vio a alguien que intentaba acercarse a gatas por entre los restos de madera y velas. Se trataba de Luk, y su mano se aferraba al Tridente, Índigo tuvo tiempo de dar una mirada a su expresión macilenta, angustiada pero a la vez decidida antes de que otro atronador estrépito zarandeara la nave, y la vela mayor, sujeta todavía a su botavara, se desplomó sobre cubierta, Índigo le gritó a Luk para que retrocediera, y la enorme superficie de lona cayó entre ambos, separándolos.

Un grito agudo e insensato hendió el aire. La muchacha levantó la cabeza. Allí donde había estado la vela mayor no había más que un espacio negro, y recortada contra el cielo vio la cabeza de la serpiente echándose hacia atrás, echando a un lado los destrozados restos de las velas y los palos que sus mandíbulas habían desgarrado de sus amarras antes de que la enorme fauce se abriera de nuevo, una retumbante caverna negra con colmillos parecidos a mortíferas estalactitas, y se lanzara sobre el destrozado barco para asestarle el golpe de gracia.

—¡Luk! —aulló Índigo.

Lo veía pero no podía llegar hasta él; el muchacho tenía los ojos levantados, hipnotizado, y su rostro estaba contorsionado por terribles emociones, Índigo se lanzó contra la barrera que los separaba, arrancando los maderos que le interceptaban el paso, al tiempo que se daba cuenta de que no lo conseguiría...

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