Louise Cooper - Infanta

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Índigo desvió la mirada.

—Macee, yo...

—No. No hay tiempo para eso; y tal y como he dicho antes, tu remordimiento no me sirve de nada. Si el Ancora está aquí, lo mejor será que empecemos a buscarla. E Índigo: habla con Luk. No le digas lo de su padre; pero mira si puedes tranquilizarlo. Está terriblemente asustado, y una gran cantidad de cosas en las que creía le han sido arrebatadas de repente dejándolo sin nada. Pero todavía confía en ti, y si puedes darle algún punto de esperanza ahora, puede serle de ayuda.

Índigo asintió.

—Comprendo. Y... gracias.

Macee soltó un bufido de disgusto.

—Dame las gracias si soy yo la que encuentra el Áncora, Índigo. Sin eso, parece que vamos a estar perdidos.

Para cuando Phereniq llegó al templo, aún no tenían la menor pista de la localización del tercer regalo perdido, Índigo, que era la que estaba más cerca de la entrada, vio a la astróloga mientras ésta atravesaba con cuidado el estanque, y salió a su encuentro. Phereniq sudaba a causa del esfuerzo físico, y llevaba en los brazos un paquete cuidadosamente envuelto que le entregó agradecida.

—Perdona que tardara tanto —dijo sin aliento—. Es una caminata más larga de lo que recordaba, especialmente con este peso. Y la luz en el exterior empieza a resultar engañosa. —Se estremeció—. El eclipse ha empezado: nos queda muy poco tiempo. Tienes... —Se interrumpió al ver por vez primera a los compañeros de Índigo—. ¡Luk! —La sorpresa y el alivio se mezclaron—. Lo encontraste, ¡me alegro tanto! Pero ¿quién es la mujer?

Índigo le explicó rápidamente la presencia de Macee y su creencia en su causa, aunque sin contarle toda la historia. Macee y Luk la habían visto ya y se acercaban; Luk vaciló por un instante de pie ante Phereniq; luego, sin decir una palabra corrió hacia adelante y la abrazó, en un intento por expresar lo que le era imposible decir. Phereniq estaba visiblemente emocionada, igual que le había sucedido a Índigo cuando, siguiendo el consejo de Macee, había hablado al muchacho con calma y en privado antes de iniciar la búsqueda. Ahora que la conmoción inicial causada por el descubrimiento de lo que Jessamin era en realidad se había mitigado un poco, Luk luchaba con todas sus fuerzas para aceptar y enfrentarse a aquella cruel revelación. Aunque una parte de sí mismo protestaba llena de desesperación contra lo inevitable, se sentía impelido a ayudar en la desesperada misión de destruir al monstruo en que se había convertido su adorada Infanta.

Índigo presentó brevemente a Phereniq y Macee, y la davakotiana comunicó el resultado, hasta ahora infructuoso, de su búsqueda.

—No hay nada en el lado este que resulte ni meramente prometedor —explicó con tristeza—. Esculturas y decoraciones en cantidad, pero ni un áncora entre todo ello. De hecho empiezo a sospechar que la única áncora de todo el templo es esa de madera del altar, y eso es muy curioso de por sí.

Índigo miró de nuevo el áncora de madera tallada. Sostenida por una delgada cadena que colgaba del costado del enorme barco, sus uñas descansaban sobre el suelo debajo de la quilla, creando la ilusión de que ella sola anclaba la nave-altar dentro del templo. Era casi tan alta como ella, y a diferencia de la mayoría de los objetos del altar su superficie estaba sin adornar, aunque años de diligente limpieza habían dado a la vieja madera un cálido brillo que hacía que resplandeciera como el bronce. Despertada su curiosidad por el comentario de Macee, Índigo regresó junto al áncora, esquivando con cuidado la Red que había dejado doblada junto a ella, y posó una mano sobre la dura y brillante superficie.

En su garganta, la piedra-imán que colgaba de la correa palpitó como si una brasa ardiendo hubiera tocado por un instante su piel.

Los otros levantaron la cabeza asustados al escuchar el grito de sorpresa de Índigo, y Grimya se le acercó a toda prisa.

«¡Indigo! ¿Qué sucede?»

La ansiosa pregunta de la loba fue repetida en voz alta por Phereniq.

—No... lo sé. —Índigo retrocedió, aferrando con fuerza la piedra-imán, que notaba caliente aunque la sensación ardiente había desaparecido—. He tocado el áncora, y... —

Extendió la mano de nuevo, vacilante, luego la retiró, temerosa de repetir el experimento; era como si la piedra-imán hubiera intentado decirle algo.

Luego bajó la mirada, y vio que los pliegues de la red de oro estaban revueltos. Debía de haberles dado un golpe con el pie al acercarse al áncora.

—¡Phereniq! —Su voz estaba ronca de excitación—. ¡Trae el Tridente aquí, rápido!

La astróloga se apresuró a acercarse, con Macee y Luk pisándole los talones. El Tridente estaba todavía envuelto; Índigo tomó el paquete y le quitó la tela que lo envolvía y alzó la reliquia; Macee dejo escapar un débil silbido de admiración.

—¡Qué hermosura! —Llena de respeto extendió una mano y lo tocó—. ¡Qué obra! ¿Es realmente tan antiguo como cuenta la leyenda?

—Nadie lo sabe seguro.

También Índigo contemplaba el Tridente, haciéndole girar despacio en su mano de modo que reflejara la pobre luz. Era, como había dicho Macee, muy hermoso. El elegante mango era de oro macizo, y se estrechaba hasta tomar la forma de un estilizado pez de oro de cuya boca surgían tres lengüetas terminadas por diamantes tallados en forma de punta de flecha. Joyas verdes y azules rodeaban el mango y la cola del pez, donde adoptaban la forma de una ola.

Pero había más que belleza en aquel antiguo objeto, Índigo lo sentía ahora, segura y claramente; el Tridente parecía vibrar en sus manos —o a lo mejor eran sus manos las que temblaban— y la piedra-imán palpitaba de nuevo, como un diminuto corazón vivo. Se volvió hacia el áncora de madera y extendió la mano para tocarla otra vez, con creciente excitación.

—Está aquí —anunció—. De alguna forma, esta áncora y la que buscamos están conectadas. Pero no sé... —Y lanzó una ahogada exclamación cuando, bajo la palma de su mano, sintió cómo el áncora se movía.

—¡Se ha movido! —siseó Macee—. Lo he visto; se ha movido.

Y ella sostenía el Tridente, igual que antes había estado tocando la Red...

—Phereniq... —Índigo gesticuló frenética en dirección a la astróloga—. La Red...

Un destello de esperanza y comprensión apareció en los ojos de Phereniq. Recogió entre los brazos una brazada de la reluciente malla, avanzó y tropezó casi al enredarse con la Red en su precipitación, Índigo tomó su mano, en un intento por evitar que perdiera el equilibrio.

Y el áncora de madera se balanceó como si algo la hubiera golpeado con terrible fuerza.

—¡Madre Todopoderosa! —Phereniq se quedó helada.

—¡Tócala! —gritó Índigo. De repente, llena de satisfacción, supo lo que iba a ocurrir—. ¡Toca el áncora..., completa la cadena!

Sujetando todavía la Red, Phereniq dio un paso hacia adelante. Sus dedos entraron en contacto con la pulida madera, y una luz resplandeció de súbito en el templo e hizo que Macee y Luk dieran un salto hacia atrás y que Grimya lanzara un ladrido de protesta. El resplandor duró tan sólo un instante antes de desaparecer, y mientras sus ojos luchaban por ajustarse de nuevo a la penumbra, Índigo sintió cómo la madera se partía bajo su mano, se desmenuzaba. Oyó la exclamación ahogada de Phereniq y supo que también ella experimentaba el mismo fenómeno. Entonces, con un ruido seco, toda la estructura del

áncora de madera tallada se agrietó y se desplomó en el suelo.

Brillante en la penumbra, el tercer Regalo de oro de Khimiz, guardado durante tanto tiempo en el interior de su estuche de madera, se balanceó ligeramente al extremo de la temblorosa cadena.

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