Louise Cooper - Infanta
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Macee, que también lo había escuchado, corrió a la barandilla. Las escaleras apoyadas al costado del barco se desprendían y se estrellaban contra el suelo, e incluso mientras la davakotiana miraba abajo, el suelo pareció alzarse como si se convirtiera de mármol en agua.
—¡LEVAD EL ANCLA!
Su estentóreo bramido se elevó por encima del creciente clamor e Índigo vio cómo empezaba a tirar de la cadena a la que estaba sujeta el Áncora. Corrió junto a Macee y añadió sus propias energías a sus esfuerzos; a los pocos instantes Luk se unió a ellas y sujetó también la cadena, y los tres tiraron a la vez, los pies bien apuntalados para contrarrestar el peso del Áncora que poco a poco, muy despacio, empezaba a subir. Macee, sudorosa, con los bíceps a punto de estallar por el esfuerzo, empezó a entonar una canción davakotiana; su mirada se encontró con la de Índigo y ésta hizo una mueca y se unió a la saloma, al tiempo que su cuerpo se adaptaba de forma inconsciente a su continuado e hipnótico ritmo mientras tiraba. Su mente se llenó de embriagadores recuerdos, de su época a bordo del Kara-Karai, con la cubierta cabeceando bajo sus pies y el mar y el viento y las olas zumbando en su sangre... Y entonces el Ancora apareció, se alzó sobre el costado del barco, y ya no era delgada y dorada sino un enorme peso de hierro, incrustado de bálanos y chorreando agua.
—¡TODOS A LAS MAROMAS! —rugió Macee al tiempo que un violento estremecimiento hizo que la nave se balanceara de proa a popa—. ¡SE MUEVE!
De repente la nave dio un tremendo bandazo, tirando al suelo a Luk y a Phereniq. Y de la proa surgió un nuevo sonido, tembloroso, estremeciéndose a través del tambaleante templo, Índigo miró al frente y agarró el brazo de Macee con una exclamación ahogada al ver que los brazos extendidos del enorme mascarón empezaban a alzarse, las manos a abrirse, los cabellos ya no estaban esculpidos e inmóviles sino que eran reales, ondeaban al viento en torno a aquel rostro sereno. El salvaje canto de sirena que surgía de la sonriente boca de la imagen aumentó de volumen, vibró con la corriente de energía que recorría el templo mientras las paredes parecían caer, disolverse, hundirse en la caótica oscuridad, y el barco empezaba a moverse. Delante de ellos las puertas se iban ensanchando cada vez más, y cuando el barco tomó impulso se hicieron añicos dando paso a la noche. El puerto había desaparecido, Simhara había desaparecido; en su lugar, a través del gran abismo en el que habían estado las puertas, el mar tronaba y hervía en dirección a ellos, y sobre el mar colgaba, tétrico y fantasmal, no el familiar disco blanco de la luna llena, sino un disco negro y maligno, rodeado por una aureola de espectral luz plateada, Índigo tuvo una última visión de la auténtica forma del templo desvaneciéndose en la distancia como un sueño roto, y entonces se abrieron paso a través de las dimensiones, a través de las barreras incognoscibles que existen entre los mundos, y el reluciente barco, un enorme y fantasmal avalar, zarpó con la marea que corría a su encuentro.
El viento se llevo el aullido de triunfo de Macee cuando la nave cortó la primera ola y un chorro de agua cayó sobre la cubierta. También Índigo gritaba llena de excitación mientras la espuma azotaba su piel y le empapaba los cabellos, y Luk y Phereniq se aferraban a la barandilla, acurrucados para protegerse del ataque de la espuma pero a la vez contagiándose de la excitación. Grimya, con las cuatro patas bien apuntaladas para no perder el equilibrio, permanecía en la cubierta de proa con el hocico levantado hacia la galerna, Índigo percibió sus pensamientos, llenos de recuerdos que habían vuelto a despertarse —el rugido del mar, el gemido del viento contra las velas, el crujido de los maderos y jarcias— mientras el barco se abría camino sin que se precisara de ninguna mano humana para guiarlo y el enorme mascarón de proa seguía entonando su desafío a la noche.
Y entonces, por encima de todo aquel ruido, se escuchó la voz de Macee.
— ¡Ah-hey-ya! —Era el grito de advertencia de los marineros davakotianos, soltado con toda la potencia de sus pulmones—. ¡A estribor, quince grados al norte!
Índigo se volvió, apartándose los empapados cabellos que el viento había arrojado contra su rostro, y entrecerró los ojos para atisbar en la oscuridad más allá de la cabeceante barandilla. Agua blanca... estaba cerca, aunque era imposible saber cuánto; unas crestas de ola desiguales formando una larga hilera, que destacaban con fuerza del negro oleaje que los rodeaba por todas partes, y el instinto marinero de Índigo hizo que la adrenalina del miedo empezara a correrle por las venas. Rocas —un arrecife— empezó a volverse hacia Macee; entonces, de repente, lanzó un grito cuando la nave, sin previo aviso, se inclinó violentamente. Las maderas crujieron en señal de protesta, las velas se soltaron y chirriaron enfurecidas mientras luchaban contra el cambio de rumbo, y el golpeteo del mar bajo el casco se convirtió en un movimiento caótico al tiempo que la proa empezaba a virar, inexorable, a estribor.
—¡Vira hacia eso! —bramó Macee—. ¡Hazla girar! ¡Hacedla girar!
Índigo corrió por la cubierta, esquivando por poco una maroma que se había soltado y se bamboleaba violentamente y que pasó a pocos centímetros de su cabeza, y se lanzó hacia las dirías. Pero antes de que pudiera hacer nada, Phereniq gritó con todas sus fuerzas:
—¡En, mirad! ¡Mirad!
Índigo y Macee se detuvieron en seco cuando, también ellas, vieron lo que Phereniq había visto. Las blancas aguas se separaban, mientras algo que no era un arrecife ni una roca aislada salía a la superficie. Una enorme masa ondulante, viscosamente fosforescente, surgió de las aguas; dejó atrás las olas que batían incesantes, y la cabeza monstruosa de una gigantesca serpiente plateada emergió de las aguas levantando un chorro de espuma.
El remolino que provocó al salir golpeó al barco de costado con gran fuerza, haciéndolo cabecear y bambolearse, Índigo se vio lanzada al otro extremo de la cubierta y se estrelló contra Grimya, que también había perdido el equilibrio; una vez en pie, tambaleante, vio el rostro enloquecido de Macee en la fantasmal luz, vio cómo su boca se contorsionaba en un grito... pero al cabo de un instante todo ruido se vio eclipsado por un alarido ululante que helaba la sangre que brotaba de los labios del mascarón de proa viviente, un grito de odio y de salvaje desafío. La serpiente marina se elevó hacia el cielo, mientras el agua chorreaba de su cuerpo como ardiente nácar plateado; y de repente, superpuesto en su mente, Índigo vio de nuevo el naipe de la echadora de cartas que hacía encontrado en el templo y que había sido el burlón desafío de Némesis. Esa misma escena resucitaba ante ella, completa en cada uno de sus espantosos detalles, y mientras la serpiente se elevaba más y más, recortándose contra la siniestra forma de la luna en eclipse, la inspiración le llegó como un mazazo.
—¡Macee! —aulló el nombre de la menuda capitana—. ¡Phereniq, Luk..., la Red! ¡Ayudadme!
Phereniq comprendió antes que los demás lo que pensaba hacer, y se precipitó al lugar donde permanecían la Red y el Tridente, milagrosamente en su sitio a pesar del caos, junto a la barandilla de babor, Índigo y Grimya llegaron allí segundos más tarde, y entre las tres empezaron a tirar de la Red. La malla se extendía en más y más pliegues a medida que tiraban y, perpleja, Índigo percibió que la Red crecía, que se volvía más espesa y pesada; y los peces hechos de piedras preciosas también se transformaban, convirtiéndose en las esferas de cristal que servían de peso a la tradicional red de pescador. El olor acre y fuerte del alquitrán pasado les penetró en la nariz, e Índigo comprobó que había alquitrán en sus manos, que entre sus dedos pasaba el áspero contacto del mejor y más resistente cáñamo a pesar de que la Red aún despedía un brillo dorado. Se puso en pie de nuevo, arrastrando un extremo de la pesada masa con ella: Phereniq tomó el otro extremo con Grimya entre ambas en el centro, y empezaron a avanzar con dificultad hacia la proa.
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