Louise Cooper - Infanta
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La cabeza del demonio golpeó el mástil que quedaba, lo hizo pedazos, atravesó los ondeantes jirones de las últimas velas y se lanzó en picado. El Tridente que Luk sujetaba brilló de repente como si se le hubiera prendido fuego. Una luz dorada centelleó por todo el mango, y las lengüetas acabadas en diamantes ardieron como salvajes llamaradas de magnesio. Luk echó el brazo hacia atrás, y mientras el monstruo plateado se lanzaba sobre él, arrojó el Tridente con todas sus fuerzas directamente al profundo abismo de sus fauces.
El Tridente se convirtió en una bola de fuego, un meteoro terrestre, dejando una potente llamarada tras de sí al estrellarse contra el interior de las fauces del demonio y estallar. Una explosión de luz recorrió la nave de parte a parte, y la serpiente lanzó un ensordecedor aullido. La monstruosa cabeza se irguió, volviéndose hacia un lado, y el mar se agitó embravecido mientras los anillos de la criatura se revolvían fuera del agua, la golpeaban, se retorcían. El aullido se transformó en un grito. Destacado contra el cielo negro, Índigo vio brotar fuego de la boca del demonio y llamaradas en las cuencas de sus ojos al tiempo que se retorcía por encima del barco. La cubierta cabeceaba, el navío se bamboleaba enloquecido; oyó chillar a Macee, aullar a Grimya, y se aferró con desesperación a la barandilla mientras una ola tras otra barría la cubierta. La serpiente se había convertido en un enorme fantasma, y mientras Índigo luchaba por no ser barrida por la borda, vio asomar unas líneas de fuego dorado por entre las escamas plateadas de la cabeza del monstruo, una delicada red de estrías. Se extendieron y ardieron por todo su cuerpo, como si una enorme fuerza lo resquebrajara; y el demonio aulló víctima de un terror mortal. Por última vez intentó erguirse y proyectarse fuera de las aguas, entonces la enorme forma reptiliana reventó, como una cáscara de huevo que se hiciera añicos, y un relámpago de cegadora luz blanquiazulada surgió de la convulsa figura y salió despedido hacia arriba con un sonido que hendió la noche. El barco se encabritó cómo si fuera un caballo salvaje; Índigo vio cómo Grimya salía despedida hacia ella, vio cómo Macee se estrellaba contra el roto tocón del palo mayor, vio cómo el rayo de energía atravesaba el firmamento y desafiaba a la misma luna mientras gotas de fuego azul, que eran todo lo que quedaba de los restos mortales del demonio, caían sobre el agua, sobre la cubierta, sobre los jirones de las destrozadas velas. Entonces el mar se alzó, como unas gigantescas espaldas, grandes como un continente, que se encogieran de hombros, y sintió cómo una ola enorme levantaba la nave y la enviaba hacia arriba siguiendo la luz, cada vez más alto, a través de brillantes colores y rugientes vórtices y rompiendo dimensiones y...
CAPÍTULO 26
La noche había implosionado. Esa fue la única forma en que Índigo pudo definir después, incluso para ella, lo que había sucedido, aunque eso estaba muy por debajo de lo que realmente había ocurrido. Era como si el mar y el cielo se hubieran estrellado, aplastando a la nave y a sus aterrorizados pasajeros entre dos inmensos muros de total oscuridad. El sonido y la visión desaparecieron... y luego se encontró boca abajo sobre la cubierta con charcos de agua a su alrededor, en un mundo inmóvil y silencioso por completo.
Durante algunos instantes no se atrevió a levantar la cabeza. Tenía demasiado miedo de lo que pudiera ver, de dónde pudiera encontrarse. ¿Qué le había sucedido al mar? ¿Y a los otros? ¿Seguían vivos? ¿Cuánto tiempo había transcurrido? Gimió sin querer: y entonces dio un respingo cuando algo respiró ruidosamente junto a su oreja izquierda, y una lengua áspera y caliente lamió sus cabellos mojados.
«¡Índigo!»
La ansiosa voz mental de Grimya reflejaba una mezcla de alivio y asombro.
«Índigo, todo está bien. Puedes mirar. Creo... ¡Creo que estamos de vuelta!»
Mareada, se incorporó sobre los codos, parpadeando ante la desacostumbrada luminosidad que emanaba con suavidad de todas partes. Algo enorme y blanco se movió lentamente cerca de ella y la sobresaltó; pero no era ningún demonio, ninguna amenaza. Simplemente un enorme y destrozado montón de seda que se balanceaba lentamente movido por el viento. Seda... El corazón le dio un brinco y levantó la cabeza.
Sobre ella, los mástiles rotos se destacaban con claridad entre los pocos jirones de vela que aún permanecían sujetos a ellos. Y más arriba aún, más allá de los palos dentados, se apreciaba un resplandor suave y difuso que, descubrió con sorpresa, no era otra cosa que la cúpula del Templo de los Marineros.
Habían regresado. Alrededor, las paredes del templo brillaban con la suave luz de sus eternas lámparas. Delante de ellos, las puertas estaban abiertas mostrando una silenciosa oscuridad mitigada por un pequeño número de estrellas y el débil resplandor de las farolas del muelle. Oía el murmullo del mar, profundo y feroz pero sin embargo reconfortante a la vez. Y el barco...
Se volvió en redondo, muy despacio, mientras su aturdida mente asimilaba de forma paulatina lo que veían sus ojos. El barco había cambiado otra vez. Volvía a estar sobre sus pilastras de mármol, era una vez más el altar que había embellecido el Templo de los Marineros durante siglo. Incrustaciones de filigrana centelleaban sobre la cubierta. Una corteza de piedras preciosas brillaba en la barandilla. Una driza, que pendía suelta y golpeaba con suave ritmo contra los restos del palo mayor, estaba ensartada de brillantes cintas y adornada con tallas, chucherías, incontables ofrendas diminutas. Abollada, destrozada, sus velas desgarradas, sus mástiles rotos y su cubierta agujereada en varios sitios, la nave-altar descansaba en su antiguo lugar, su trabajo terminado y su promesa cumplida.
Y el demonio...
Índigo miró de nuevo en dirección a las puertas y al puerto que se veía desde ellas, y supo
la respuesta a su pregunta. El cielo empezaba a palidecer, las estrellas a desvanecerse mientras los primeros atisbos de los rayos del sol se abrían paso por el este. La conjunción había pasado, el eclipse había terminado, y el demonio no había regresado... porque estaba muerto. Los años de espera, de búsqueda, de prueba, habían terminado; y la cosa que había nacido de la oscuridad bajo una luna negra había sido por fin destruida.
Se volvió hacia Grimya, que permanecía sentada contemplándola con ojos que le comunicaban su comprensión sin necesidad de palabras. Sin decir nada abrazo a la loba, apretó su rostro contra el espeso y húmedo pelaje, presionó con tanta fuerza como sus agotadas energías le permitían. Aunque la llama del triunfo ardía ahora, había aún una sensación de vacío detrás de ella, el saber que, para ellas, éste sólo era un paso más de un largo, largo camino. Y se sintió tan cansada. Unas suaves pisadas le hicieron levantar la cabeza, y vio a Phereniq de pie a pocos pasos de distancia. Al igual que Índigo y Grimya, los cabellos y las ropas de la astróloga estaban empapados de agua de mar; pero su rostro estaba sereno y sus oscuros ojos tenían una expresión de afecto.
—Índigo... —Parecía incapaz de encontrar más palabras para expresar lo que sentía; entonces una leve y triste sonrisa apareció en sus labios—. Ha sido vengado —añadió en voz baja.
Índigo se puso en pie. Quería abrazar a Phereniq de la misma forma que había abrazado a Grimya, pero cuando dio un paso adelante Phereniq retrocedió un poco, y comprendió que éste no era el momento adecuado.
—Los otros están bien —dijo Phereniq. Su voz era trémula, pero entonces cambió a cuestiones más mundanas y su autocontrol regresó—. Macee se ha hecho daño; creo que se ha roto el brazo, pero he encontrado una tablilla provisional y de momento le servirá. Luk no ha sufrido el menor daño pero... sospecho que preferirá estar a solas durante un rato. — Su mirada se encontró de nuevo con la de Índigo—. ¿Sabes lo que hizo?
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