Louise Cooper - Avatar

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—Señora... —utilizó la fórmula ceremonial con que se había dirigido a la Dama Ancestral, al tiempo que realizaba el gesto ritual que era una señal de profundo respeto entre iguales, y vio cómo los ojos de Uluye se entrecerraban en cautelosa sorpresa—, no soy vuestro oráculo. Jamás lo he sido. La Dama Ancestral intentó hacerse con el control de mi mente y utilizarme tal y como os controla y utiliza a ti y a tus sacerdotisas, y a todos aquellos que le prestan fidelidad. No tuvo éxito, porque no consiguió obligarme a tenerle miedo. Lo intentó... —Sus ojos adquirieron de repente una expresión retraída, y los clavó en la arena bajo sus pies—. Querida Madre Tierra, lo intentó... pero fracasó, porque

descubrí que no tenía ningún motivo para temerla.

»Eso, Uluye —volvió a levantar la cabeza—, es tu mayor error, y tu mayor carga. Amas a tu diosa; lo sé, lo he visto. Pero tu amor ha quedado pervertido y deformado por el terror que le tienes..., terror que te impulsa a sacrificarle la vida de tu propia hija en un intento desesperado de probar tu fe. ¿Qué clase de perfidia debe infectar a una deidad capaz de exigir tal precio? La Dama Ancestral no es malvada... Tú eres su sacerdotisa y lo sabes mejor que yo. Así pues, ¿cómo puedes pensar, cómo puedes creer ni por un momento que la prueba de tu amor por ella exija que mates a Yima?

Sintió entonces una repentina y violenta agitación en lo más profundo de su mente. Algo se movía, algo que le era extraño, algo que emanaba de más allá de su conciencia..., y por encima de ello escuchó la suave y angustiada voz mental de Grimya:

«Índigo..., el sol empieza a ponerse...»

La muchacha volvió la cabeza. A su espalda, por encima del lago, por encima de los árboles que se apiñaban en la orilla, todo lo que quedaba del sol era un delgado arco de encendidas llamas. Todo el cielo empezaba a adquirir unos tonos dorados, anaranjados y escarlata; todo el firmamento se encontraba atravesado de rayos de luz, y, cuando volvió otra vez la cabeza, vio que la enorme y suave ala de la noche empezaba a penetrar por el este.

—Uluye —su voz era más apremiante ahora—, te lo vuelvo a preguntar, y te ruego que examines tu corazón antes de responder: ¿realmente crees que sólo la muerte de tu hija puede satisfacer ahora a tu diosa?

Uluye levantó los ojos al cielo. Luego miró en dirección a la orilla del lago y las dos estructuras de madera, y volvió a pasarse la lengua por los labios. Por último su mirada se dirigió al cuadrado iluminado por las antorchas y a los dos cuerpos solitarios que yacían juntos entre las hileras protectoras de amuletos y ofrendas. Se produjo un largo silencio. Detrás de ellas, las sacerdotisas continuaban con sus rítmicos cantos, pero las canciones y el golpear y repiquetear de sus instrumentos había adquirido una nota de hueca desesperación. Los cánticos habían perdido su significado y se habían convertido tan sólo en un mecanismo para aumentar la propia confianza y apaciguar a la congregación. Pero no se interrumpieron. Las mujeres no se atrevieron a hacerlo.

Bruscamente, de manera chocante, la voz de Uluye restalló entre los cantos, resonando por toda la plaza.

—¡No quiero seguir escuchando! —Realizó un salvaje gesto de negación—. ¡Sé cuál es la voluntad de nuestra señora! Yo soy su Suma Sacerdotisa; yo la he mirado a la cara y he recibido su bendición de su propia mano. No me arrebatarás el poder, Índigo; ¡ni me convencerás para que no cumpla con lo encomendado por mi señora!

—No deseo arrebatarte el poder, Uluye —argüyó Índigo con desesperación—.

222

No soy tu rival ni tu enemiga; ¡intento ayudarte!

—No. —La voz de Uluye sonó despectiva—. No quiero tu ayuda. No necesito tu ayuda. No perteneces a las servidoras de la Dama Ancestral; no comprendes nada. Yo sí. La amo..., soy suya en corazón, cuerpo y alma. Y lo que ella me pida se lo daré, ya que no existe un precio demasiado alto que pagar para estar a su sagrado servicio.

Se miraron la una a la otra, e Índigo comprendió entonces que no había nada más que pudiera decir. Ni palabras ni razonamientos convencerían a Uluye. La convicción de la sacerdotisa era demasiado fuerte, su miedo demasiado grande.

Índigo volvió a percibir aquella extraña agitación en lo más profundo de su cerebro, acompañada de una sensación de vago regocijo, y a renglón seguido la acometió una amarga cólera. «Muy bien —pensó—. Crees que has vencido. Ya lo veremos, señora..., ¡ya lo veremos!»

Sabía que se trataba de una jugada peligrosa y tal vez mortal, y, si fracasaba, Yima lo pagaría con la vida. Pero no se atrevió a pensar demasiado en ello. Había que correr el riesgo. En estos momentos era su única esperanza.

Se llevó una mano al fajín y sacó el cuchillo.

—Muy bien, Uluye —dijo con suavidad—. Tienes razón; no puedo hacerte cambiar de opinión. Lo reconozco. —Sostuvo el cuchillo por la punta—. Te ofrezco esto en señal de capitulación. Cógelo, y haz lo que debas.

Mientras hablaba, el último reborde blanco del sol se hundió tras los árboles. La muchedumbre aspiró al unísono con tanta fuerza, que se escuchó por encima incluso del sonido de los tambores y los cánticos, y las largas y lúgubres sombras que se extendían sobre la plaza se fusionaron de repente para formar un manto de penumbra. Las antorchas adquirieron renovado brillo a medida que la ensangrentada luz del cielo empezaba a apagarse y los primeros puntos de luz de las estrellas aparecían por el este.

Uluye dio un paso al frente. Tomó el cuchillo, y por un instante Índigo percibió un destello de emociones cuando, con el rostro inescrutable a la luz de las antorchas, la Suma Sacerdotisa realizó una leve y quizá ligeramente sarcástica reverencia para demostrar que reconocía y aceptaba el significado del regalo. Luego, bruscamente, la antigua y remota arrogancia volvió a hacer acto de presencia, y se volvió a sus mujeres realizando un rápido gesto de cancelación.

Los cánticos cesaron y, con un último repiqueteo apagado, los sistros quedaron en silencio. La multitud tardó algunos segundos en seguir el ejemplo de las mujeres, pero, por fin, un silencio total se apoderó de la plaza. La atmósfera se tornó tensa y agobiante cuando Uluye empezó a cruzar la arena con deliberada lentitud, en dirección a los armazones de madera. Al llegar a su altura, a Índigo le pareció que titubeaba, pero la vacilación fue tan breve que no pudo estar segura. Luego, con la espalda bien recta y la cabeza orgullosamente erguida, se detuvo a la orilla misma del lago y se quedó inmóvil.

Grimya, pegada a Índigo, contemplaba a la Suma Sacerdotisa con ansiedad.

«Se está ofreciendo a, la Dama Ancestral», dijo. «Se dirige a ella mentalmente, creo, y le pide su bendición, Índigo, ¿qué vamos a hacer?»

«Hemos de correr el riesgo», respondió la muchacha, mientras intentaba controlar los acelerados latidos de su corazón, sin demasiado éxito. «No hay nada que podamos decir o hacer para influir en ella. Nuestra única esperanza radica ahora en la misma Uluye.»

Volvió a sondear su mente, más profundamente en esta ocasión, en busca de la siniestra y burlona presencia. Oh, sí; la Dama Ancestral se encontraba allí; escuchando aún, aguardando aún. El corazón de Índigo latió desacompasadamente lleno de repugnancia, y la joven envió un furioso mensaje a la siniestra diosa: «¡No me extraña que temas que te abandonen, señora! ¡No mereces otra cosa!».

Uluye acababa de finalizar su ofrecimiento personal. Mientras daba la espalda a la orilla y avanzaba los cinco pasos que la conducirían hasta la primera estructura, se sintió inundada por la bendición de la Dama Ancestral. Estaba lista; había suplicado la bendición, y ésta se le había otorgado. La habían tentado para que se desviara del sendero recto, pero había vencido la tentación, y ahora el poder residía en su interior; ella era una copa, un cáliz, un recipiente rebosante del embriagador vino negro que era la voluntad de su señora.

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