Louise Cooper - Avatar
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—Estúpidas inconscientes, ¿qué creéis que hacéis? ¡Detenedlos!
El grito rompió la parálisis de las mujeres, y súbitamente estalló un farfulleo de voces al salir las sacerdotisas de su ensimismamiento y comenzar a moverse. Tiam las vio y echó a correr, arrastrando a Yima con él. Uluye salió en su persecución cruzando la arena, y otras mujeres se apresuraron para interceptarlos.
Entonces, del otro extremo de la plaza, surgió un grito agudo de incontrolado terror.
Presa y perseguidores se detuvieron en seco, confundidos, y las cabezas se volvieron a uno y otro lado en busca del punto del que había brotado el horrible grito. Se escuchó un nuevo alarido, y un tercero, y el aullido de miedo de un hombre adulto... y de repente se produjo todo un mare mágnum cuando una sección de la muchedumbre divisó las borrosas figuras que salían del bosque.
Seis de ellos..., ocho..., diez..., una docena..., arrastrando los pies, meneando la cabeza estúpidamente y con los brazos extendidos al frente, los hushu rodearon a la multitud, Índigo vio cómo Uluye lanzaba una mirada horrorizada por encima de su hombro y supo, aun antes de volver ella misma la cabeza, que más de aquellos horrores se acercaban por detrás. Avanzaban despacio formando una línea, y la muchacha sintió una terrible sensación de náusea en el estómago al darse cuenta de que los monstruos avanzaban en formación como si una siniestra inteligencia se hubiera apoderado de sus cerebros muertos y los coordinara para que se convirtieran en una única y espantosa entidad, con un propósito común.
A su alrededor, la escena empezaba a convertirse en un caos a medida que más espectadores advertían lo que sucedía. El aire se estremecía con sus gritos y alaridos, y grupos aterrorizados de personas corrían en todas direcciones; incluso aquellas que no conocían aún el motivo del terror luchaban violentamente con sus vecinos para abrirse paso y huir, Índigo vio a una mujer y a dos criaturas caer pisoteadas cuando la masa de gente más cercana a la plaza, y por lo tanto al peligro, intentó abrirse paso para llegar al extremo de la multitud y huir. Un hombre, enloquecido de terror, arrancó una antorcha de la elevada asta que la sujetaba y se dedicó a blandir la llameante tea ante el rostro de todo aquel que se interponía en su camino.
A pesar de todo, los hushu seguían llegando; pero, mientras los primeros y más afortunados espectadores conseguían liberarse del apiñamiento de gente y huir al interior del bosque, Índigo comprendió de improviso que los monstruos no estaban interesados en ellos. Lo cierto es que ahora veía perfectamente cómo la bamboleante masa de gente se dispersaba poco a poco a medida que más y más personas escapaban de la plaza. Los hushu no les prestaban la menor atención; pudo ver incluso cómo uno de los horrores caía al suelo cuando un grupo aterrorizado chocó contra él en su huida hacia los árboles, y sin embargo ninguno de sus compañeros hizo la menor intención de detenerse, a pesar de tener muy cerca a las figuras que corrían. Y de pronto Índigo entendió el motivo...
Como si una mano gigantesca acabara de abofetearla, su cerebro recibió una violenta sacudida que le hizo ver el terrible motivo. Junto a ella, Grimya, contagiada por el horror de las masas, ladraba y gruñía enfurecida, el pelaje del lomo erizado y los ojos llameantes; Índigo giró en redondo y, agachándose junto a ella, la sujetó por el hocico y le gritó a la cara:
— ¡Grimya! ¡Grimya, escúchame! Esto es cosa de la Dama Ancestral... ¡Hemos de encontrar a Uluye!
La plaza parecía ahora una escena sacada de una pesadilla. Los últimos restos de luz en el cielo habían desaparecido, y la única iluminación la proporcionaban las frías estrellas y las pocas antorchas que no se habían utilizado como armas ni habían sido derribadas de sus soportes y apagadas a pisotones, con lo que era casi imposible distinguir a hombres de mujeres, ni a seres humanos de muertos vivientes, en medio de la caótica penumbra. De todos modos, los gritos de los aldeanos iban disminuyendo a medida que más de ellos conseguían escapar. Sólo quedaban algunos rezagados ahora... y otros treinta o cuarenta que yacían boca abajo sobre la arena o entre la maleza, en el linde del bosque.
Las sacerdotisas se apiñaban por todas panes, algunas gimiendo y llorando, otras realizando al menos algún intento de recuperar la serenidad y ayudar a sus compañeras, y por fin Índigo descubrió la elevada figura de Uluye cerca del lago. Intentaba reunir a sus mujeres junto a ella, y su voz, ronca y áspera, se dejaba oír por encima del estrépito.
—¡Uluye!
Índigo empezó a abrirse paso por entre la gente para llegar hasta ella, y, al acercarse, vio con sobresalto que los primeros hushu se encontraban a pocos metros de distancia. Con la ayuda de Grimya, que se dedicó a mordisquear tobillos y faldas ondulantes para abrirle paso, no tardó en llegar junto a la Suma Sacerdotisa, a la que agarró por un brazo.
Uluye giró rápidamente. Por un momento pareció no reconocer a la muchacha; luego, como si su llegada hubiera actuado como catalizador, la mujer se soltó con un violento gesto y se cubrió el rostro con las manos.
—¿Qué he hecho? —gimió—. Señora, perdonadme. ¿Qué desgracia he hecho caer sobre nosotras?
—¡No has hecho nada! —gritó Índigo—. Esto no es culpa tuya, Uluye. Es culpa de la Dama Ancestral; es su forma de intentar atemorizarnos para que perdamos la moral.
Uluye sacudió la cabeza, balanceando violentamente las aceitadas guedejas de sus cabellos. —¡Estamos perdidas! —chilló— Nos matarán a todas. ¡Esta es la sentencia que la Dama Ancestral ha dictado contra mí!
—¡No! No es de ti de quien quiere vengarse, es de mí. ¡Uluye, escucha, escucha! Tiene que existir una forma de destruir a los hushu. ¿Cómo se puede hacer? ¡Dímelo!
—«Madre Tierra», pensó, «no puedo alcanzarla, no reacciona».
Entonces, en medio de aquella frenética desesperación, Índigo volvió a ver mentalmente los ojos ribeteados de plata, y escuchó en su cerebro los ecos de una carcajada triunfal...
—¡Oh, maldito demonio!
Aulló las palabras con todas las fuerzas de sus pulmones y vio que Uluye daba un respingo. Pero la mujer no importaba ahora. Esto, se dijo Índigo, esto era algo entre ella y la Dama Ancestral. ¡Y no se dejaría vencer!
Se abrió paso por entre el círculo de aterradas mujeres que rodeaban a la Suma Sacerdotisa. Cuando consiguió salir, vio frente a ella, a menos de cinco metros de distancia, el cuadro maldito en el que los cuerpos de Shalune e Inuss aguardaban todavía su espantoso destino final. Aun en medio del pánico, nadie se había atrevido a tocar las cuatro teas que ardían allí, y, más allá de su humeante resplandor, Índigo vio las siniestras figuras de los hushu, que seguían acercándose, avanzando con un aire de terrible e insensata determinación. Las dos hileras iban aproximándose a la plaza, cercándola como una red que rodeara un banco de peces.
Los últimos aldeanos ya habían escapado y desaparecido, pero las sacerdotisas estaban atrapadas, y su terror aumentaba mientras se arremolinaban y apiñaban entre sí formando un grupo compacto sobre la arena. Pero Índigo sabía que los hushu tenían el mismo interés en ellas que el que habían demostrado por los desaparecidos espectadores. Era ella su objetivo, el blanco en el que estaban fijos los ojos de este ejército de muertos vivientes. Y sabía que ésta era la prueba definitiva.
«¡Grimya!», se comunicó con urgencia. «¡La lanza que Uluye utilizó cuando intentó matarme... Encuéntrala y tráemela, rápido!»
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