Louise Cooper - Avatar
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—¡MIS HIJAS!
Índigo vio cómo Uluye y sus mujeres se incorporaban, pero, en el mismo instante en que éstas se ponían en pie, en el mismo instante en que corrían hacia su señora, una gigantesca oscuridad pareció caer sobre ella. El mundo giró convertido en un torbellino; visión y sonido se desvanecieron, crecieron, volvieron a desvanecerse, mientras los sentidos de la muchacha se tambaleaban.
Y el poder empezó a abandonarla, manando de ella, retirándose.
,Oyó la voz mental de Grimya en su cabeza — «¡Índigo! ¡Índigo !»— y percibió la presencia de la loba corriendo hacia ella. Las piernas se negaron a sostenerla; giró en redondo, sin sentir nada, impotente, consciente de que las últimas fuerzas la abandonaban.
Y, justo antes de caer sin sentido en el suelo, escuchó la voz temblorosa de Yima, como el grito de un ave en la oscuridad que estallaba sobre ella:
—¿Madre? ¡Oh, madre!
CAPÍTULO 23
Había estado consciente durante la última hora pasada sobre la arena, pero de una forma remota y distante, como si contemplara los acontecimientos desde una gran distancia en el tiempo y también en el espacio. Todavía recordaba a las mujeres cantando; lo escuchó en sus sueños, un hilo plateado recorriendo las neblinas de sus sueños. También en estos sueños, revivió a menudo el momento de la partida de la Dama Ancestral, con la brillante figura impulsando el bote con la espadilla, de regreso al centro del lago, mientras las sacerdotisas entonaban un último éxtasis de alabanza.
Siguiendo las órdenes de su diosa, habían apagado las antorchas y retirado los amuletos del espacio reservado a los hushu, y habían levantado solemnemente los cuerpos de Shalune e Inuss para transportarlos hasta el bote que se balanceaba en la orilla. Cantaron entonces una nueva canción que era a la vez un canto fúnebre por las difuntas y un himno de agradecimiento porque se les habían perdonado los pecados a Shalune e Inuss —pecados que en realidad no habían existido— y éstas ya no se verían condenadas a vagar por los bosques como hambrientos hushu, sino que servirían a la Dama Ancestral en su reino.
Se habían acabado los castigos; se habían acabado los hushu, los zombis y espíritus siniestros enviados a atormentar a los vivos. La embarcación de la Dama Ancestral se hundió en el interior del lago, en el interior del mundo situado bajo el lago, y desapareció de la vista de sus adoradoras; pero su promesa permaneció. El demonio del miedo estaba vencido, y los terrores vengativos de la noche habían dejado de existir.
E Índigo deseó intensamente con todo su corazón que la promesa se hubiera mantenido.
Cambió de posición, apartando a un lado algunas de las ofrendas amontonadas en el interior de la cueva y que la convertían en una especie de cueva del tesoro. Comida, ropas, adornos, fetiches, tallas, utensilios; regalos de sacerdotisas agradecidas y de aldeanos sorprendidos y pasmados; regalos que la mitad de sus donantes no podían permitirse pero que debían, debían hacer a la extranjera de piel clara que se había convertido en su oráculo y que poseía el poder de sacar a la Dama Ancestral de su oscuro reino para bendecir a su gente. Regalos para alguien que, a sus ojos, era poco menos que una diosa también, regalos para alguien a quien veneraban. Y ya en estos momentos la frontera entre la veneración y el temor empezaba a difuminarse.
No habían tardado mucho en aparecer las primeras señales. La transportaron de regreso a la cueva, y allí durmió durante tres días seguidos, mente, cuerpo y espíritu extenuados por los acontecimientos de la trascendental noche. Cuando por fin despertó se encontró convertida en una heroína, y aún más, mucho más que eso. Aunque se mostraron obedientemente de acuerdo con ella cuando les dijo que no era un oráculo, y tampoco el avatar escogido por la Dama Ancestral, comprendió que su aquiescencia no iba más allá de las palabras y gestos dirigidos sólo a contentarla. En sus corazones no era así, jamás podría ser así, y, para Índigo, ésta había sido la primera señal de que, aunque habían aprendido a quererla, también la temían.
Luego estaba Uluye. Uluye no podía cambiar. Oh, ella y Yima se habían reconciliado, y Uluye había dado su bendición a Yima y a Tiam, la bendición sancionada y santificada por la Dama Ancestral, pero ya buscaba a una nueva candidata a la que traspasar el manto en años venideros, otra muchacha a la que seleccionar, criar y educar a imagen suya; y gobernaría la vida de su nueva protegida tal y como había gobernado la vida de su hija. Y el ritual nocturno a la orilla del lago..., eso, también, había sido a petición de Uluye. En un principio su decisión fue continuar las patrullas nocturnas del lago con sus antorchas y cánticos y el repiqueteo de los sistros, simplemente como señal de reverencia hacia su señora, una expresión de la gratitud del culto. Así que habían cantado, y bailado, y realizado ofrendas.
Pero la naturaleza de las ofrendas empezaba a tomar un tinte siniestro. Se empezaban a arrojar al lago amuletos contra esto o aquello mezclados con regalos más sencillos de comida; y, en dos ocasiones en los últimos siete días, habían aparecido humildes delegaciones de poblados vecinos y había habido consultas en voz baja, y, en las noches siguientes a estas visitas, se incluyeron nuevos amuletos contra el mal de ojo entre las ofrendas hechas a la Dama Ancestral. Lentamente, insidiosamente, las viejas costumbres volvían a reafirmarse.
Índigo intentó advertirles, pero sabía de antemano que sus esfuerzos estaban condenados al fracaso. La escuchaban, claro que la escuchaban; pero no la oían en realidad, pues, para ellas, la muchacha no era del todo mortal, no era del todo humana y, por lo tanto, no del todo real.
Podría haber cambiado las cosas. Todo lo que necesitaba hacer era ponerse el manto de plumas del oráculo y ocupar su lugar en el sillón en el templo de la cima del zigurat. La habrían escuchado, y habrían obedecido cada una de sus palabras. Podría haber usurpado el poder de Uluye, haberse colocado por encima de la Suma Sacerdotisa, gobernado. Y ésa, Índigo lo sabía muy bien, habría sido la peor elección.
La cortina que cubría la entrada a la cueva se agitó de repente, y Grimya penetró en el interior. No había más que una pequeña lámpara encendida en una de las hornacinas de la pared, y, bajo la tenue luz, los ojos de la loba brillaban como ascuas.
—Crrreo que están todas dor... midas ahora —dijo en voz baja—. El ritual noc... turno ha terminado, y hace rrrato que no se ve ningún movimiento abajo. —Hizo una pausa— ¿Essstás lisssta?
—Sí.
Índigo se puso en pie y recogió las bolsas amontonadas cerca de ella. Se sentía extraña al volver a llevar sus viejas ropas en lugar de las túnicas a las que se había acostumbrado durante su estancia aquí; le resultaban raras y ajenas a ella. Paseó la mirada por la cueva, contempló el montón de regalos, y sintió crecer en su interior una dolorosa mezcla de tristeza y amargura.
«De todos modos —pensó—, existe mucho temor. El demonio puede haber muerto en mi interior, pero, para ellas, sigue vivo. Creo que siempre será así... y lamento tanto que no haya más que yo pueda hacer...»
No pensaba llevarse ninguna de aquellas ofrendas; ni siquiera un pequeño recuerdo. De hecho, tenía algo que dejar, un regalo para la Dama Ancestral. Qué pensaría de él la siniestra diosa, no lo sabía, pero a lo mejor podía servirle, ahora que ya no tenía utilidad para Índigo. Había desempeñado su papel en su vida, pero su momento había pasado.
Se preguntó qué pensarían las mujeres cuando descubrieran que se había ido. ¿Adivinarían la verdad, o creerían que el oráculo y su compañera se habían desvanecido, llamados quizás a un mayor servicio de la Dama Ancestral? En cierta forma, era lo que esperaba, pues esto podría asegurar que la olvidaran más pronto.
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