Louise Cooper - Avatar
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Llegó a la primera estructura y se detuvo ante ella; era un avatar, un ser vengador, un ejecutor, y levantó el cuchillo de Índigo por encima de su cabeza. La luz de las antorchas centelleó sobre la hoja como anticipando la brillante película de sangre. No existía ritual para acompañar esto; se trataba de una acción directa, un acto solemne, y debía realizarse con rapidez y en piadoso silencio.
Uluye tensó los músculos del brazo, invocando toda su fuerza física y psíquica. La mano se cerró con fuerza en la empuñadura. Estaba lista, había llegado el momento...
Bajó los ojos en dirección al rostro de Yima; una máscara aterrada de luces y sombras, empapada con el sudor provocado por el miedo y el calor del día, le devolvió la mirada en silencioso e impotente dolor.
Uluye se quedó paralizada de repente. Intentó apartar la mirada, pero no podía moverse; no podía ni tan sólo parpadear. Estaba preparada para resistir una última súplica en los ojos de Yima, para hacer oídos sordos a sus ruegos de clemencia. Pero allí no había súplicas, no había ningún ruego; ni tan siquiera el último destello de esperanza para el que se había preparado. No existía otra cosa que el dolor de una criatura que sabía, más allá de toda duda, que aquella que durante toda su vida la había alimentado y protegido la había abandonado por completo.
Erguida aún, sujetando todavía el cuchillo con ferocidad, Tas manos de Uluye empezaron a temblar. Luchó por detener aquel movimiento involuntario, pero le fue imposible, y además empezaba a extenderse a los brazos, al cuerpo, a las piernas, haciendo añicos la parálisis, eliminándola y trayendo una oleada de pánico incontrolable.
«¡No! —pensó—. ¡No! ¡Debo hacerlo! ¡Debo hacerlo! ¡Ha pecado; se ha decretado el castigo! ¡Debo cumplir la voluntad de mi señora! ¡Debo hacerlo!»
Y, de repente, en su cerebro irrumpió con violencia la negra desesperación de la certeza: «¡No puedo hacerlo! ¡Señora, fulminadme y devorad mi alma y enviadme con los hushu si queréis, pero no puedo matar a mi propia hija!».
CAPÍTULO 22
—¡Uluye!
El sonido de su propio nombre devolvió a la Suma Sacerdotisa a la realidad, provocándole un traspié que le hizo soltar el cuchillo. Mientras su cerebro salía violentamente de su embotamiento para regresar al mundo real, vio a Índigo, con Grimya a su lado, que se acercaba corriendo.
—¡No! —chilló Uluye, alzando ambas manos, con las palmas hacia afuera, para rechazar a la muchacha—. ¡Retrocede! ¡No te atrevas a acercarte a mí! ¡Esto es cosa tuya, tuya! ¡Me has emponzoñado, has infectado mi cerebro y me has convertido en un recipiente indigno, y ahora la señora me niega su energía y su poder!
—¡Uluye, para! —Índigo llegó junto a ella, la agarró por los antebrazos y la zarandeó con tal fuerza que los dientes de la sacerdotisa castañetearon—. ¡Escúchame! Eso no tiene nada que ver con la Dama Ancestral. Es tu propia voluntad, Uluye, la tuya, la que te niega las fuerzas para matar a Yima.
Uluye la miraba como enloquecida, e Índigo comprendió que sus palabras no le hacían efecto. Era como arrojar piedras contra un muro; sencillamente no conseguía romper la barrera y llegar hasta la mujer.
¡Oh, pero la Dama Ancestral se reía ahora! Índigo sentía el jubilo de la diosa como un gusano que la corroía interiormente, y de repente perdió el control sobre sí misma. Apartó a Uluye de un empujón, se dio la vuelta y regresó corriendo a la plaza. La corona del oráculo yacía en el suelo, sola y abandonada, en el lugar donde la arena aparecía revuelta a causa de su anterior lucha. Aunque odiaba aquel objeto por lo que representaba, Índigo lo recogió y regresó a grandes zancadas hasta la orilla. Haciendo caso omiso de Uluye, que permanecía muy erguida pero indefensa, se introdujo en los bajíos del lago y levantó la corona.
—¡Ten, bruja cobarde! —aulló, la voz quebrándosele de rabia y repugnancia— . ¡Aquí tienes el precioso símbolo de tu tiranía y cobardía! ¡Te lo devuelvo, monstruo, engendro de serpiente, asesina!. Tienes tanto miedo, ¿no es así?, que ni tan siquiera tienes el valor de mostrar el rostro. En lugar de ello, te ocultas detrás de tus marionetas humanas como un niño enclenque detrás de las faldas de su madre... Aquí tienes esto. Juega con ella, ¡y así te pierdas en el olvido!
Arrojó la corona al lago con todas sus fuerzas. Ésta golpeó el agua con un chapoteo sordo y se hundió. Al cabo de unos segundos, una procesión de pequeñas y perezosas olas lamieron la orilla a los pies de Índigo. La muchacha las contempló con fijeza, respirando entrecortadamente mientras el arrebato de cólera remitía poco a poco hasta convertirse en un sentimiento frío y duro. Por fin se giró y vadeó fuera del agua.
Uluye no se había movido. Su cuerpo estaba tieso como el tronco de un roble; tan sólo la mandíbula le colgaba fláccida a causa de la conmoción recibida, y tenía los ojos en blanco. Incapaz de aceptar lo que Índigo acababa de hacer, no conseguía creer lo que había visto y oído. Desde la plaza que las separaba de ellas como un abismo, las mujeres contemplaban la escena en silencio, tan aturdidas como su líder y víctimas de la misma incapacidad de reaccionar, Índigo no les prestó atención y se dirigió al lugar donde había caído su cuchillo. Lo recogió y regresó junto a las estructuras de madera.
Yima la contemplaba con atemorizada sorpresa, pero no dijo nada ni realizó el menor movimiento. Era el retrato de la total indefensión, y la simpatía que Índigo sentía por ella se vio impregnada de improviso por un leve matiz de disgusto. Yima era tan pasiva, tan débil... ¿Creía realmente que merecía la muerte?
Se deshizo de la idea y fue a colocarse junto a la estructura. La hoja del cuchillo cortó las cuerdas que sujetaban las muñecas, tobillos y cintura de Yima. En una ocasión, debido a que las manos le temblaban de rabia, Índigo hirió levemente a la muchacha, pero Yima se limitó a seguir mirándola, con el cuerpo fláccido e inerte, y, cuando las ataduras cayeron al suelo, Índigo tuvo que zarandearla y gritar su nombre antes de que, llena de miedo, la cautiva se decidiera por fin a arrastrarse hacia la libertad.
Mientras Yima se acurrucaba sobre la arena, frotándose los brazos para activar la circulación de la sangre, Índigo se detuvo unos instantes para escudriñar su cerebro en busca de alguna reacción por parte de la Dama Ancestral. No encontró nada. La presencia se había marchado. Se dirigió hasta Tiam.
Tiam, al menos, no tuvo la menor duda sobre su salvación. En cuanto se vio libre, se apartó rápidamente de la estructura, corrió junto a Yima y la ayudó a ponerse en pie. Abrazándola protector, se volvió hacia Índigo.
—Mi señora oráculo, ¿cómo podemos agradeceros nuestra liberación? —Su voz estaba jadeante por la emoción—. Vuestro nombre vivirá en nuestros corazones durante....
Índigo interrumpió el torrente de palabras.
—No hay tiempo para eso, Tiam, y tampoco lo quiero. Esto no ha terminado aún ni mucho menos. Llévate a Yima, tan lejos como sea posible, ahora. —Y, al ver que él vacilaba, insistió—: Hazlo, Tiam. ¡Por la Madre Tierra, marchaos mientras todavía existe algún destello de esperanza para vosotros!
Sus palabras, o la urgencia de su voz, le hicieron llegar el mensaje, y, con un rápido gesto de asentimiento, Tiam empezó a llevarse a Yima de allí. Las sacerdotisas se quedaron mirándolos mientras atravesaban la plaza, pero ninguna hizo el menor movimiento para detenerlos, y durante unos instantes Índigo casi creyó que la disparatada estratagema funcionaría y conseguirían irse del lugar y desaparecer en el bosque sin que se alzara una mano contra ellos. Pero no había contado con Uluye. Las mujeres, que en realidad habían sido adiestradas para seguir las pautas marcadas por ella, podían estar demasiado aturdidas para reaccionar, pero de improviso la voz de la Suma Sacerdotisa quebró el silencio.
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