Louise Cooper - Avatar

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—La Dama Ancestral ejecutó con su propia mano a esas miserables conspiradoras, y ha enviado sus cuerpos de vuelta a nosotras para que los entreguemos a los hushu: ¡su voluntad está clara, demonio! ¡Y el castigo para los que la insultan es la destrucción!

—¡No! —la contradijo Índigo—. Tú afirmas ser su Suma Sacerdotisa, tú afirmas conocer su voluntad, pero estás equivocada. La Dama Ancestral no mató a Shalune y a Inuss... Fuiste tú, Uluye. ¡Tú lo hiciste!

La sacerdotisa miró a Índigo, y por un momento —tan sólo un instante— su virulencia titubeó y en su rostro apareció un atisbo de indecisión. Pero boca y mandíbula no tardaron en endurecerse otra vez, y siseó amenazadora:

—Cómo osas afirmar...

—¡Sí, me atrevo! —la interrumpió Índigo con calor—. Tú provocaste sus muertes, con la misma seguridad que si les hubieras hundido un puñal en el corazón. ¿Sabes qué las mató, Uluye? ¿Lo sabes? Te lo diré. Fue un demonio, ¡y este demonio se llama miedo! El mismo demonio que tú, y tu madre antes que tú... (sí, he oído historias sobre esa mujer monstruosa) y todas las Sumas Sacerdotisas que han reinado aquí en siglos pasados, han utilizado como arma contra sus propios seguidores. Gobernáis por medio del terror, Uluye; se ha convertido en vuestra contraseña. Sin embargo, tú y la Dama Ancestral en cuyo nombre gobiernas sois esclavas de un terror mucho mayor que aquel con el que queréis imbuir los corazones de vuestra gente.

»Tanto tú como ella tenéis miedo de perder vuestro puesto en el mundo. Teméis que llegue un día en el que vuestros seguidores dejen de amaros. Y queréis que os amen, queréis que os respeten, queréis que os veneren. Pero ¿qué auténtica veneración puede existir para una diosa cruel y su dura e inflexible Suma Sacerdotisa? ¿Qué amor real puede sentir tu gente por alguien dispuesto a matar a su propia hija, o por una deidad que exige la realización de un sacrificio tan monstruoso en su nombre? Desde luego que te respetan, Uluye. Puede que incluso admiren tu fortaleza y tu fe. Pero ¿te aman? ¿O no estarán simplemente demasiado aterrorizados para admitir la verdad: que tú y la Dama Ancestral no sois más que unas tiranas que los mantienen miserablemente esclavizados?

Durante unos cinco segundos se produjo un perplejo silencio. Luego, apenas audible al principio, aumentando con rapidez de murmullo a refunfuño y de allí a un rugido ahogado, empezaron a alzarse voces entre la muchedumbre como una ventisca acercándose por el bosque. Uluye permaneció inmóvil como una estatua mientras el ruido crecía a su alrededor, y sus agudos oídos captaron palabras sueltas que flotaban como objetos a la deriva en una marea.

Uluye... la diosa... oráculo... hushu... sacrificio...

Con un violento gesto, la sacerdotisa giró en redondo de cara a la muchedumbre. Abrió los brazos en ademán autoritario, y el torrente de energía psíquica que surgió de improviso de su interior hizo que las mujeres más próximas a la roca retrocedieran sobresaltadas. Su voz se elevó chillona por encima de los murmullos exigiendo silencio a gritos, y al instante quinientas voces se acallaron y quinientos rostros se volvieron para mirarla con anonadado temor. Con el pecho jadeante y las piernas temblorosas bajo la túnica, Uluye escudriñó a los reunidos con mirada brillante y aterradora. Por un momento los tuvo a todos bajo su control; sentían más miedo de ella quede Índigo, o de la cosa en que se había convertido Índigo. Tenía que retenerlos, mantener el control sobre ellos, porque, si era débil, o si mostraba un solo instante de duda o indecisión, estaría perdida.

«Y tú, Uluye, ¿de qué tienes miedo...?» El corazón le dio un vuelco tan violento de repente que a punto estuvo de cortársele la respiración cuando, sin quererlo, su mente rememoró la imagen de su hija al ser sacada de la ciudadela y pasar ante la roca donde su madre, su juez y verdugo, permanecía inmóvil observándola. «Mi única hija... ni siquiera levantó los ojos al pasar; no me miró ni una sola vez...»

Una oleada de violenta furia estalló en su cerebro y aplastó la momentánea emoción, exterminándola. No se dejaría persuadir; ¡no dudaría! La Dama Ancestral se había cobrado su justa venganza sobre Shalune e Inuss por sus crímenes, y ahora Yima y su amante pagarían el mismo precio. Cualquier otra cosa era impensable. «Yo soy la Suma Sacerdotisa —pensó Uluye con ferocidad—. ¡Yo no puedo equivocarme..., no puedo!»

Su voz resonó entonces por encima de las cabezas de los reunidos:

—¡Escuchadme! Yo, Uluye, sierva escogida de la Dama Ancestral, os hablo en su sagrado nombre y denuncio a este falso oráculo que se encuentra ante mí. ¡La voluntad de nuestra señora está muy clara, y su voluntad está por encima de todo! ¡Escuchadme ahora, y os advierto que lanzaré la cólera de la Dama Ancestral sobre cualquiera que se atreva a desafiarla!

Se agachó y arrebató una lanza de la mano de una de las acolitas situadas a sus pies, y luego volvió a incorporarse bruscamente. La luz del agonizante sol hizo centellear la punta de la lanza cuando Uluye la alzó por encima de su cabeza.

—¡Yo soy la escogida de nuestra señora! —gritó, y la multitud la aclamó en respuesta, aunque sus gritos eran nerviosos y titubeantes—. ¡Yo soy la Suma Sacerdotisa, y la hija espiritual de la Señora de los Muertos! Y maldigo a este demonio que merodea entre nosotros como los hushu merodean en la noche. Lo que ella busca es que abandonéis el servicio de la Dama Ancestral, y un corazón infiel es todo lo que ansia; ¡tan sólo un corazón en el que sembrar su emponzoñada semilla! —Alzó la voz hasta convertirla en un alarido lleno de veneno—. ¿Existe un corazón así entre vosotros?

—¡No! —gritaron los espectadores—. ¡No, Uluye, no!

—¡Aseguraos de ello! —los exhortó Uluye con un siseo amenazador y letal—. Aseguraos de ello, ¡porque si hay uno solo entre vosotros, hombre, mujer o niño, que no le sea fiel, lo maldeciré, y devoraré el alma de esa persona, y la declararé hushu tal y como declaro a este repugnante demonio! ¿Me escucháis?

—¡Te escuchamos, Uluye! ¡Te escuchamos!

Enardecidas por la salvaje diatriba de su jefa, tres de las sacerdotisas más próximas a Uluye agarraron tambor y sistros, y empezaron a hacer sonar una melodía discordante y entrecortada. Sus agudas voces se elevaron en un cántico al que otras se unieron rápidamente, y formaron una fila a cada lado de la roca en que se encontraba Uluye, balanceando los cuerpos y golpeando el suelo con los pies. Estremecida ante la comprobación de su ascendiente, Uluye se dio la vuelta. Sin soltar la lanza, saltó de la roca e, indicando a dos de sus mujeres que los siguieran, avanzó despacio y amenazadora en dirección a Índigo, que permanecía en la arena sola y desafiante.

—Ahora —dijo, con ferocidad pero en un tono tan bajo que sólo su presa y sus dos ayudantes pudieron oírla—, ¡te mostraré el significado del miedo, oráculo! —Chasqueó los dedos en dirección a las mujeres—. ¡Cogedla!

Mientras las dos mujeres se adelantaban, Índigo leyó en sus ojos que le tenían miedo; pero su terror de Uluye era aún mayor, y no se atrevían a desobedecer la orden. No se resistió cuando la sujetaron por los brazos —algo que también las desconcertó— pero, mientras la inmovilizaban en el suelo, una voz sonó en su cerebro:

«¡Índigo!» Era Grimya. En cuanto la muchacha dio a conocer su presencia a los allí reunidos, la loba abandonó el templo y descendió a toda prisa del zigurat para aguardar y observar al pie de la escalera. «¡Índigo, ten cuidado! Es peligrosa...»

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