Louise Cooper - Avatar

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«¡Ahora, Grimya!», gritó en silencio. «¡Ahora!»

En la cima del zigurat, en el borde del imponente farallón, Grimya sintió cómo se le erizaba el pelaje del lomo desde el cogote a la cola mientras la excitación, el nerviosismo y una sensación de furiosa determinación brotaban de su interior. Recortándose contra el cielo, levantó la cabeza, aspiró con fuerza...

Y el desafiante, ululante aullido de un lobo resonó ensordecedor en la plaza situada allá abajo.

CAPÍTULO 21

Quinientos rostros se volvieron hacia el cielo consternados, y Uluye salió de su semitrance con una sacudida que la estremeció de la cabeza a los pies y estuvo a punto de derribarla de la roca en que se encontraba. Sus asistentes intentaron ayudarla a recuperar el equilibrio, pero Uluye se las quitó de encima violentamente. Cuando los últimos ecos del aullido de la loba se apagaron, la mujer se dio la vuelta, encogida como una gata acorralada, y levantó los ojos a lo alto del zigurat donde se encontraba Grimya, recortándose en el brillante cielo.

¿Qué era eso? ¿Qué significaba? Uluye clavó los ojos en la distante figura de la loba, mientras realizaba mil y una conjeturas en un intento por comprender e interpretar lo que veía. Se encontraba aturdida todavía; el ritual había estado a punto de llegar al clímax, y casi había conseguido alcanzar el estado de trance en el que su amor y dedicación por la Dama Ancestral eclipsaba todo lo demás; fue en ese instante, cuando se acercaba el momento del triunfo, que el hechizo se había roto. «¿Por qué? —gritó para sí Uluye— ¿Por qué, mi señora? ¿Qué es lo que quieres decirme que no comprendo?»

El silencio en la plaza era total. La ceremonia se había convertido en un caos; los tambores y sistros enmudecieron mientras las mujeres que los manejaban contemplaban boquiabiertas y aterradas la figura del zigurat. Proveniente también del zigurat, una nueva voz gritó:

—¡Uluye! ¡En el nombre de la Dama Ancestral, te ordeno que detengas esta locura homicida!

Uluye siseó sobresaltada y se volvió hacia la escalinata que partía de la base del zigurat. El cuchillo de piedra resbaló de su mano al sentir de repente que los dedos dejaban de obedecerle, y contempló con estupefacta incredulidad la figura que acababa de salir de las sombras de la escalera y atravesaba la plaza despacio en dirección a ella.

—No... —La voz de la Suma Sacerdotisa se quebró, presa de un ataque de nervios—. ¡No..., no es posible! ¡Estás muerta!

—Estoy viva. —Los labios de Índigo sonrieron bajo la elevada corona del oráculo, pero los ojos permanecieron fríos y fijos—. He estado en el reino de la Dama Ancestral, Uluye, y he regresado.

El grupo de sacerdotisas apiñadas alrededor de la roca a los pies de Uluye se echaron hacia atrás, lloriqueando, Índigo se detuvo a cinco pasos de la roca, y Uluye bajó ligeramente la cabeza para mirarla. Los espectadores situados a ambos lados de la plaza empezaron a murmurar entre ellos. Pocos eran los que podían ver qué era lo que había interrumpido la ceremonia; de aquellos que podían hacerlo, ninguno comprendía, y su incertidumbre daba paso con rapidez a la agitación y el miedo.

Uluye no les prestó atención. Todo su ser estaba pendiente de Índigo, y un

caótico torbellino de emociones contrapuestas se agitaba en su cerebro. Abrió y cerró la boca varias veces; su voz, cuando por fin salió, era un siseo salvaje.

—¿Qué eres?

De repente, Índigo consiguió penetrar la máscara que era el rostro de la Suma Sacerdotisa y ver a la desgraciada mujer, confusa y asustada, que se ocultaba debajo. Ciertamente, Uluye era una sierva de su diosa; y ambas, por su parte, eran esclavas de otro poder cuya existencia ninguna de las dos se atrevía a reconocer, y mucho menos a intentar controlar y vencer, Índigo se sintió embargada por la compasión; compasión y una feroz renovación de su voto de que el reinado de este demonio debía tocar a su fin.

—Soy alguien que ha venido para revelaros el auténtico rostro y la auténtica voluntad de vuestra diosa —dijo.

Los duros ojos negros de Uluye se entrecerraron.

—¡Eso es una mentira blasfema! —escupió—. No eres nuestro oráculo. ¡Nuestro oráculo nos traicionó, y la Dama Ancestral ha reclamado su alma! —Se lamió los labios resecos y pareció estar intentando tragar algo que amenazaba con asfixiarla—. Te lo vuelvo a preguntar, lo exijo: ¿qué clase de perversidad y de demonio impío eres tú? ¿Eres el hushu en el que se transformó el falso oráculo cuando la Dama Ancestral arrojó su cuerpo sin alma fuera de su reino? ¿O eres el fantasma vengativo de Índigo, que intenta hacer más estragos entre nosotras? — Apuntó a Índigo con un dedo acusador—. ¡Exijo una respuesta!

Índigo le devolvió la mirada, imperturbable.

—No, Uluye, no soy ni un hushu ni un fantasma ni un demonio. Yo soy Índigo. —Avanzó y, mientras las acolitas de Uluye se apartaban corriendo a su paso, alzó una mano—. Tócame. Mi piel está caliente. Soy un ser humano, ¡y estoy tan viva como tú!

Uluye no se acobardó, como habían hecho sus mujeres, pero sus labios se curvaron en una mueca despectiva.

—¿Tocarte, y verme infectada por el hechizo de los no-muertos? ¡Debes de pensar que soy una criatura ignorante, demonio!

—No te considero una criatura, Uluye —repuso Índigo con una fría sonrisa—. Pero creo que tienes miedo. —Extendió el brazo un poco más, y en esta ocasión Uluye no pudo controlar el gesto instintivo que la hizo echarse atrás—. ¿De qué tienes miedo? ¿De demonios y hushu? No, no lo creo. Creo que temes las consecuencias de atreverte a reconocer la verdad que ves con tus propios ojos.

—¿La verdad? —escupió Uluye, llena de veneno.

—¡Sí, la verdad! Que he regresado, vivita y coleando, del reino de la Dama Ancestral. Tu diosa no me mató, ni me castigó por la blasfemia de la que tan virtuosamente me acusas. No tomó venganza, Uluye... No tiene ese poder sobre mí, ¡porque yo no le permito que lo tenga!

Antes de que la sacerdotisa pudiera reaccionar, Índigo dio la espalda a la roca y se encaminó al centro de la plaza. El sol, hinchado y rojo, rozaba ahora las copas de los árboles, y el lago mostraba el aspecto de un enorme charco de sangre. Las mujeres situadas en la plaza retrocedieron precipitadamente, de modo que, cuando Índigo se volvió otra vez de cara a la Suma Sacerdotisa, su figura, sola sobre la arena, destacaba dramáticamente sobre el espectacular telón de fondo.

—Afirmas amar a la Dama Ancestral... —La voz de Índigo llegó con toda claridad a la muchedumbre allí reunida; hileras de rostros silenciosos la miraron, y se sintió enferma ante el terror que veía en sus ojos— ... pero ¿qué clase de amor es éste que te empuja a asesinar a tu propia hija en su nombre?

Se volvió para contemplar los desagradables contornos de los dos armazones de madera situados a la orilla del lago. Desde donde se encontraba, las indefensas figuras de Yima y Tiam no eran más que dos siluetas imprecisas, pero los agudizados sentidos de Índigo percibían su sufrimiento y desesperación de la misma forma tangible en que Grimya podía captar un olor en la brisa. Se sintió embargada por la cólera y se aferró a ella.

—¿Qué crímenes han cometido Yima y Tiam, Uluye? —exigió enfurecida—. ¿Han quebrantado tus leyes? ¿Han robado, estafado, o asesinado? ¡No! ¡Su único pecado ha sido desafiar tu voluntad..., no la de la Dama Ancestral: la tuya!

El rostro de Uluye se contrajo con expresión ultrajada, y la mujer se irguió en toda su estatura. Todo su cuerpo temblaba poseído por una cólera creciente, y su voz resonó chillona al tiempo que extendía un brazo acusador para señalar en dirección al cuadrado iluminado por las antorchas, donde yacían los cadáveres de Shalune e Inuss.

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