Louise Cooper - Avatar

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—¡Índigo!

El grito de la loba se perdió en medio del rugir del trueno mientras corría hacia la muchacha y, sin prestar atención a los últimos restos de la máscara de cenizas y carbón que el lago y la lluvia no habían hecho desaparecer, empezó a lamerle la cara llena de alegría y alivio. Demasiado excitada para hablar con coherencia, cambió a la comunicación telepática.

«¿Dónde has estado, dónde has estado?¿Qué te ha sucedido?»

Índigo la abrazó con fuerza. Se encontraba todavía demasiado aturdida para hablar y apenas si podía creer que estuviera realmente de regreso en el mundo mortal. Mientras luchaba por abrirse paso por entre las negras aguas, con la cabeza martilleándole y miles de luces centelleando ante sus ojos, supo que sólo podría resistir unos pocos segundos más antes de verse obligada a abrir la boca e intentar respirar. Entonces, justo antes de que la presión resultase demasiado fuerte para resistirla, su cabeza había surgido de entre la arremolinada oscuridad al caos de la tormenta; tragó aire con una poderosa y jadeante aspiración y sintió cómo la lluvia le golpeaba el rostro, y, en tanto las palpitaciones y las lucecitas empezaban a desvanecerse, encontró sin saber muy bien cómo la serenidad necesaria para flotar hasta la orilla y arrastrarse fuera del lago, para tumbarse en la arena tosiendo y boqueando con los relámpagos centelleando a su alrededor y el trueno rugiendo en sus oídos.

Todavía estaba mareada, y sentía la garganta como si estuviera en carne viva; pero la implacable realidad física de la tormenta iba eliminando su desorientación, cosa que le agradecía. Inmortal o no, prefería no hacer conjeturas sobre lo que podría haberle sucedido de no haber alcanzado la superficie cuando lo hizo. Pero ahora estaba de regreso. Estaba a salvo. Y había tanto que contar...

Grimya estaba algo más tranquila, pero seguía rebosante de preguntas.

«.¿De dónde has salido, Índigo?», preguntó. «He estado intentando establecer contacto, pero no te encontraba, ¡no te oía!»

—Espera un poco, cariño; deja que respire.

Un nuevo retumbo eclipsó las palabras de la joven, que aprovechó para acariciar el pelaje de la loba. Durante otro minuto o más, permanecieron abrazadas bajo el aguacero. Los relámpagos eran menos frecuentes ahora, aunque la lluvia seguía cayendo con la misma fuerza, y, mientras sus vacilantes sentidos empezaban a regresar a un orden más racional, Índigo pensó: «Oh, Diosa, ¿por dónde empezar?». Había tanto que contar, tantos hilos sueltos que desenredar... Pero entonces recordó la primera cosa, la más terrible de todas, y cerró los dedos con fuerza alrededor del pelaje de la loba.

Grimya, hay algo que debes saber. Shalune e Inuss... están muertas.

El trueno volvió a sonar, y los ojos del animal se ensombrecieron.

«Lo sé.»

—¿Lo sabes? —Índigo la miró con sorpresa.

«Sí.» Grimya hizo una pausa, y luego añadió con tristeza: «El agua arrastró sus cuerpos a la orilla durante la noche. Las sacerdotisas dicen que se convertirán en hushu. Pero, Índigo, todavía hay más. Yima...».

—Sé lo de Yima; sé lo que intentaba hacer. Shalune me contó toda la historia.

«Pero la han capturada, Índigo. Van a matarla, ¡y es culpa mía!»

—¿Culpa tuya? — Grimya fue a explicarse, pero Índigo la interrumpió alzando ambas manos—. No, Grimya, espera, espera. Debemos juntar todas las piezas desde el principio, o lo volveremos todo aún más confuso.

«Quizá no habrá tiempo. ¡Yima y su compañero morirán al ponerse el sol, y las ceremonias ya han empezado!»

Índigo miró rápidamente en dirección al otro extremo del lago, pero el zigurat situado en la otra orilla resultaba invisible bajo la cortina de agua y oscuridad. Durante una breve tregua en la tormenta, el sonido de los cantos de las mujeres flotó débilmente sobre las aguas por encima del siseo de la lluvia, y fue entonces cuando su mente se dio cuenta de lo que significaban.

—¿Cuánto falta para el crepúsculo? —inquirió con voz tensa.

«No lo sé; la tormenta hace que me resulte imposible saberlo. Creo que aún deben de faltar dos horas o más hasta el anochecer. Pero si hemos de hacer algo...»

—No —volvió a interrumpirla Índigo—. Hay tiempo. Penetremos en el bosque, busquemos refugio, y luego juntemos nuestros respectivos relatos. Es vital que cada una disponga de toda la información.

Se pusieron en pie y corrieron a trompicones bajo el diluvio en dirección a los árboles. Una vez allí, refugiadas bajo la amplia copa de un gigante de hojas enormes, procedieron a relatar lo sucedido a cada una, y toda la fea historia salió a la luz. Grimya explicó su descubrimiento de que otra candidata sustituía a Yima, y cómo, temiendo por la seguridad de Índigo, se había dirigido a Uluye, desesperada, en busca de ayuda. Relató la historia de la captura de Yima y Tiam, y la sentencia de Uluye de que debían ser ejecutados para apaciguar a la Dama Ancestral.

«Está dispuesta a matar a su propia hija», dijo la loba llena de aflicción. «No lo comprendo, Índigo... ¡No comprendo cómo puede hacer algo tan horrible!»

—¡Ah, pero yo sí! —repuso la joven, sombría—. Y eso forma parte de mi historia. Verás, he descubierto cuál es la naturaleza del demonio que buscamos, y no se trata de la criatura que se llama a sí misma Dama Ancestral.

«¿No lo es?»

—No. En realidad, la Dama Ancestral es esclava de este demonio, Grimya; y también lo son todas sus mujeres, y los habitantes de la Isla Tenebrosa que le deben fidelidad.

Y contó a la loba lo acaecido en el reino de la Dama Ancestral. Grimya la escuchó con los ojos muy abiertos, sin interrumpirla, y, cuando la muchacha finalizó su relato, la loba gimoteó en voz baja.

—¿El de... monio es el miedo? —Lo dijo en voz alta, y se percibía gran preocupación en su voz—. Pero ¿cómo podemos vencer a eso, Índigo? El miedo carece de cuerpo; no es algo que ssse pueda ca... apturar y matar. Todos los otros... el Charchad y la ssserpiente devoradora, incluso el demonio de Bruhome... eran cosas, y podíamos verrr-los y enfrrrentarnos a ellos.

—Lo sé. Pero creo que se lo puede vencer, Grimya, aunque ahora me doy cuenta de que tendremos que utilizar armas muy diferentes de las que hemos utilizado hasta hoy.

—Índigo clavó la mirada en los preocupados ojos de la loba—. ¿Recuerdas lo que me dijiste no hace mucho, sobre los aspectos en que yo había cambiado desde que empezamos a viajar juntas?

—Eso crrr... eo.

—Ese día me preguntaste si creía seguir poseyendo el poder de cambiar de aspecto. Bien, ahora conozco la respuesta. La descubrí por casualidad cuando la Dama Ancestral intentó utilizar esas tres imágenes contra mí: Némesis, el Emisario y mi propia personalidad de lobo. Cuando hice desaparecer la imagen del lobo, cuando se la arrebaté a ella, supe que, aunque formaba parte de mí y siempre lo haría, ya no podía utilizarla. —Sonrió entristecida—. Es como tú dijiste: el cachorro deja atrás sus juegos cuando ya no le sirven para aprender. No necesito transformarme en lobo para derrotar a este demonio. Creo que ahora he aprendido cómo invocar otros poderes.

—¿Otros poooderes? —inquirió Grimya con expresión vacilante.

—No estoy muy segura de poder explicártelo; ni siquiera estoy segura de poder explicármelo a mí misma. Simplemente... lo percibo, Grimya. Algo ha cambiado; algo muy fundamental. —Levantó los ojos hacia el cielo, y reprimió un escalofrío que la recorrió a pesar del sofocante calor—. Ese día, también dijiste que tenías la impresión de que tal vez Némesis me tenía miedo ahora. Eso no es cierto; al menos no en la forma que tú querías decir; pero me parece, Grimya, me parece, que yo ya no tengo motivos para temer a Némesis. Carece de poder real sobre mí; sólo posee el poder que yo he sido lo bastante estúpida como para permitirle usurpar.

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