Louise Cooper - Avatar

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La blanca mano estaba cada vez más cerca mientras la Señora de los Muertos ascendía por el desnivel. En lo más profundo de su ser, Índigo sintió cómo los instintos más primitivos respondían a la amenaza: los latidos del corazón, el nudo en el estómago, el sudor, el asfixiante arrebato de pánico; el miedo a caer en una trampa, el miedo a la derrota, el miedo a demonios y deidades y poderes... Y, por encima de todo, el temor, inconcebiblemente antiguo, del ser humano a la muerte y a lo que nos aguarda más allá...

¡No, eso no! ¡Esta era su única gran arma; el puñal que abría en canal al demonio, la ballesta que lanzaba la saeta a su corazón! Aspiró con fuerza, y las palabras surgieron de improviso.

—No te temo, señora, porque sé que no tengo nada que temer de ti. ¿Sabes?, has cometido un único gran error en los medios que has utilizado para intentar acobardarme. Me mostraste a los muertos; a personas de mi pasado, de mi propia vida, que ahora se encuentran en tu reino. Pero, entre todos ellos, faltaba uno. El único que podría haberte proporcionado un arma contra la que yo no habría podido defenderme. Pero él no vino, ¿verdad? No pudiste utilizarlo contra mí, porque no reside entre tus legiones de servidores. Ése era mi único terror, señora; me aterrorizaba pensar que podría encontrar a Fenran aquí. Pero no está aquí. No está muerto. No tienes poder sobre él, por lo tanto tampoco tienes poder sobre mí. Así pues haz lo que quieras... ¡Te desafío!

La Dama Ancestral se detuvo un momento. Y, de repente, de las paredes que las rodeaban volvieron a surgir crujidos y tintineos y un brillo de huesos, junto con gritos, susurros, una plétora de vocecillas.

—... nosotros, Índigo... nosotros, Índigo... miedo... miedo... muerte... casa... miedo... ayúdanos... ayúdanos... ayúdame...

La Dama Ancestral echó la cabeza atrás y aulló como un alma en pena. Al instante, el mundo estalló. El río se alzó de su lecho con una oleada turbulenta de malolientes aguas negras; las paredes del túnel gimieron y se derrumbaron, desmoronándose con el rugido de una avalancha mientras caían en dirección a Índigo. Luces aullantes centellearon ante sus ojos haciéndola retroceder, y formas monstruosas cayeron sobre ella desde lo alto: huesos, carne, cabellos, pelos y...

Un último derrumbamiento aterrador la lanzó a una dimensión que pareció aplastarla y hacerla pedazos al mismo tiempo. Cayó desde ninguna parte a la nada, dando vueltas y más vueltas sobre sí misma, gritando sin que saliera el menor sonido de su boca, consciente sólo de una negrura y ceguera y de una llamarada de dolor, un retumbar en sus oídos. Vio una pared que se precipitaba hacia ella. Sintió cómo se acercaba, a pesar de que sus sentidos se encontraban como aniquilados; cada vez estaba más cerca, más cerca. «... ayúdanos, ayúdame...» Entonces la pared se estrelló contra ella desde todas direcciones a la vez, y se encontró de nuevo dentro de un cuerpo físico que pataleaba y se revolvía, y algo pasó a toda velocidad frente a sus ojos, en oscuras avalanchas, mientras su nariz, garganta y pulmones ardían. Abrió la boca, y el aire surgió en una oleada de burbujas que le rodearon la cabeza...

¡Agua! Se encontraba bajo el agua, aspirándola, tragándola, perdiendo los últimos restos de su precioso aire! Índigo comprendió al instante lo que la Dama Ancestral había hecho, y el pánico se apoderó de ella. ¡El lago! Se ahogaría; nunca conseguiría llegar a la superficie a tiempo...

¡No! El pánico cedió paso a la razón, y cerró la boca ante el embate de las aguas. Recordó sus últimas palabras a la Dama Ancestral: ¡ella no podía morir! Existía una forma de llegar arriba, de regresar a la luz, a la cordura, al lugar donde la esperaban, ¡la esperaban! Tenía que llegar hasta ellas. ¡Debía hacerlo!

Índigo pegó los brazos a los costados y empezó a impulsarse con las piernas. Experimentó la repentina sensación de flotar; el instinto del nadador la atraía hacia la luz y el aire, y se lanzó hacia arriba desde las profundidades del lago, surcando las negras aguas con la velocidad de un pez. Atrás quedó su mortífero perseguidor.

CAPÍTULO 20

Se acercaba una tormenta. Grimya la había olfateado en el aire mucho antes de que las primeras neblinas empezaran a teñir el cielo, y en estos momentos el sol, que había traspasado el meridiano e iniciado el declive, colgaba como un borroso disco de cobre batido en un cielo espeso e incoloro que se oscurecía con rapidez por el oeste.

A la orilla del lago, las macabras ceremonias habían dado comienzo; preparativos para los ritos aún más desagradables que tendrían lugar a la puesta del sol. La gente seguía llegando procedente de pueblos remotos y se situaba alrededor de la plaza y en los límites del bosque. No desempeñarían ningún papel en lo que iba a suceder; su función se limitaba a presenciar los acontecimientos para que les sirvieran de lección. La multitud permanecía en silencio e, incluso desde el lugar donde yacía junto a la escalera, Grimya podía oler su miedo.

Un poco antes, la loba había conseguido retorcerse hasta llegar a una posición desde la que pudiera ver una parte de la reunión, y se estremeció interiormente ante la visión de aquellas hileras de rostros pétreos, cuyas expresiones fluctuaban entre la curiosidad morbosa y el más absoluto terror. Muchos traían ofrendas, aunque Grimya no estaba segura de si eran para aplacar a los espíritus y demonios, o a Uluye y sus mujeres. En las mentes de estas personas no parecía existir mucha diferencia entre unos y otras.

En la orilla, las sacerdotisas construían las estructuras de madera donde morirían Yima y Tiam. Recordando los horrores de la Noche de los Antepasados y el destino de la mujer que había asesinado a sus hijos, Grimya no quiso ver cómo el familiar armazón de la estructura iba tomando forma, de modo que volvió al refugio de la escalera arrastrándose como pudo, para quedarse allí oculta a los ojos de todos, y allí seguía ahora mirando con ojos entristecidos la pared del zigurat.

Se preguntó cómo les iría a Yima y a su amante. Se encontraban aún en el interior de la ciudadela, y Grimya temía el momento en que los bajarían y tendrían que pasar a pocos pasos de ella de camino a su ejecución. La sensación de culpabilidad que atormentaba a la loba era casi tan poderosa como su temor por la seguridad de Índigo, y, aunque sabía que era inútil, no hacía más que desear poder encontrar un medio, incluso en este último momento, de rectificar el daño que había hecho a la joven pareja.

El cielo se volvió más oscuro y opresivo. De la orilla le llegaban intermitentes sonidos de cánticos, el repiqueteo de sistros y el agudo son de los pequeños tambores de mano. El calor y la humedad eran peores que nunca, y Grimya se sentía mareada y enferma; con el hocico amordazado, no podía jadear para refrescarse, y nadie había pensado —o no se había molestado— en traerle agua.

Víctima de un estado febril a medio camino entre la vigilia y el sueño,

empezaba a preguntarse si la intención de Uluye no sería dejarla morir por abandono, cuando percibió una presencia a poca distancia. Abrió los ojos con esfuerzo, y vio que una de las sacerdotisas se había acercado al hueco de la escalera y se inclinaba sobre ella.

—Aquí tienes. —La muchacha era muy joven; más joven aún, supuso Grimya, que Yima. Tenía el rostro cansado y tenso, y el sudor le perlaba la frente, nariz y barbilla—. Ten. Te voy a dar un poco de agua, mira. —Le mostró un plato y una pequeña ánfora—. Mira, aquí está.

Así pues Uluye no intentaba matarla de este modo. Grimya intentó colocarse en una posición más erguida, pero las ligaduras de las patas se lo impidieron. La muchacha miró las cuerdas frunciendo el entrecejo, y la loba se preguntó por un instante si no iría a desatarlas; pero luego sin duda lo pensó mejor, ya que volvió su atención al nudo que sujetaba la cuerda alrededor del hocico de Grimya. Nada más soltarse la cuerda, Grimya lanzó un gañido de gratitud y su lengua lamió repetidamente el aire con desesperado alivio.

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