Louise Cooper - Avatar
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—No tengo miedo. —Pronunció las palabras como en una letanía—. No tengo miedo.
—... miedo... no... Índigo —respondieron las voces.
Dulce Diosa, veía cómo se movían aquellas mandíbulas destrozadas...
—No tengo miedo. No podéis hacerme nada.
—... nada... no, Índigo... miedo... nosotros...
Una pausa, un momentáneo silencio; luego, como si lentamente las voces aprendieran —o volvieran a aprender un modo más claro de expresarse, le llegó un suave y sibilante coro que la dejó helada.
—;... no nos tengas miedo, Índigo... ayúdanos... elévanos contigo, Índigo... casa... casa... no tengas miedo...
Índigo sintió que se le contraía el estómago y jadeó, sin aire. Por primera vez comprendía la terrible aflicción que expresaba el coro de voces, y su terror quedó súbitamente eclipsado por una horrorizada piedad. Muy despacio, se puso en pie, con el corazón latiéndole enloquecido, y miró a su alrededor.
—¿Qué es lo que queréis? —gritó— ¿Qué es lo que creéis que puedo hacer?
La respuesta le llegó con una horrible y hueca ansiedad e impaciencia.
—... libres... libres, Índigo... nosotros... libéranos...
—No puedo liberaros. No tengo ese poder.
—... sí... libres... nosotros... poder... libéranos...
—¡No puedo! No soy una diosa.
—... no... no... no... no... no... no...
Había un repentino nerviosismo en las respuestas, y no sabía si las voces confirmaban o negaban sus palabras. Entonces, mientras el coro de voces se apagaba, un solitario susurro flotó sobre las oscuras aguas.
—... miedo... nosotros, Índigo... nosotros... tenemos miedo...
Dos diminutas estrellas relucientes llamearon en la oscuridad fuera del alcance del fuego de san Telmo. A Índigo se le puso la carne de gallina.
—¿Miedo? —Su voz era indecisa, temblorosa casi—. ¿De qué tenéis miedo? ¿Qué podéis temer?
Se escuchó un siseo, como si un millar de serpientes hubieran hecho acto de presencia en el túnel. En un principio Índigo pensó que se trataba de un sonido incoherente, pero luego se dio cuenta de que las voces repetían una palabra, una única palabra, una y otra vez.
—... sí... sí... sí... sí... sí... miedo... ella, Índigo... ella tiene miedo... nosotros tenemos miedo... nosotros somos ella... ella es nosotros... ella tiene miedo... nosotros tenemos miedo... ayúdala, Índigo... ayúdanos, Índigo...
El corazón de Índigo retumbaba contra sus costillas.
Creía empezar a comprender lo que las voces querían decir, y de repente algunas de las enigmáticas y aparentemente insensibles palabras de la Dama Ancestral empezaron a encajar y a conformar un todo coherente. «Nosotros somos ella, ella es nosotros. El tiene miedo, nosotros tenemos miedo.» Oh, sí, pensó Índigo; oh, sí...
—¿A qué tenéis miedo? —gritó a los inquietos y agitados cadáveres aprisionados entre las paredes—. Decidme su nombre y su naturaleza.
Al instante cesó todo sonido. El silencio cayó sobre el islote como un sudario; incluso el río dejó de realizar sus leves chapoteos, Índigo arrastró un pie sobre el esquisto, rompiendo el abrumador silencio; pero las voces siguieron sin responder.
—Decidme —repitió.
Algo empezaba a agitarse en su interior, una nueva energía que emanaba de un punto que no podía definir pero que la llenaba de repentina seguridad. Poder, pensó. El poder para vencer a un demonio...
Su voz resonó por el túnel como un repiqueteo de campanas.
—¡Os lo ordeno, y no me lo podéis negar! ¡Decidme el nombre de vuestro temor!
Un sonoro gemido agudo y borboteante se expandió por la oscuridad, para desvanecerse en un sollozante quejido. Luego se dejó oír un solitario susurro, una única palabra:
—... muerte...
Índigo bajó la mirada a la playa sobre la que se encontraba y se quedó muy quieta mientras el murmullo se apagaba y el silencio volvía a hacer acto de presencia. Permaneció inmóvil durante un buen rato, y la atmósfera se volvió tensa, como la sofocante y silenciosa hora de espera que precede a la tormenta. Entonces, sin mirar, sin levantar siquiera la cabeza, Índigo dijo:
—Ahora sé la verdad, señora. Muéstrate.
Se escucharon una serie de chapoteos provenientes de algún punto fuera del haz de luz de la esfera, el crujido de un remo al moverse en el tolete y remover el agua, y el bote surgió lentamente de las tinieblas, con la Dama Ancestral recortándose en la popa. Tan sólo la plateada aureola de sus ojos brillaba, fría y nacarada. Y la embarcación transportaba tres pasajeros, Índigo los percibió antes incluso de levantar la cabeza y, cuando la irguió, no experimentó sorpresa, ni la fría punzada del miedo. Sentado en la proa del bote, un lobo de pelaje leonado y con sus propios ojos de color Índigo la contemplaba con fijeza. Ella le sostuvo la mirada unos segundos; luego sus ojos se deslizaron hacia las dos figuras humanas alineadas sobre el banco situado entre el animal y la Dama Ancestral. La criatura de cabellos y ojos plateados le sonrió, mostrando sus menudos y afilados dientes de felino; su expresión era perversa. Junto a ella, el escultural ser cuyos cabellos tenían el color de la tierra fértil y que se cubría con una capa de hojas verdes y rojas le sonrió también; con dulzura y tristeza a la vez, y con un aire de cierta complicidad.
Animal, demonio y avatar. Pero ella, se dijo Índigo, ella era más que eso...
Miró más allá de ellos, a los relucientes ojillos de la Dama Ancestral, y dijo:
—No, señora. No los temo ni a ellos ni a lo que significan. Pero me parece que tú sí.
—¡Ah! —exclamó la figura, repentinamente alerta—. Así que has aprendido algo durante tu estancia. —Pero su voz carecía de convicción; había cierta inquietud en ella.
—Sí —respondió Índigo—. Y estos... invitados... que vienes a mostrarme no están bajo tu control. Son míos.
Señaló a Némesis. Se produjo una momentánea deformación de sus percepciones, una ondulación del tiempo y del espacio, y por un instante vio mentalmente una torre que se resquebrajaba y ardía, y el recuerdo le devolvió el sonido del alarido triunfal de una monstruosa risa de niño. Némesis se desvaneció, Índigo volvió a señalar con la mano. Una habitación fría y vacía en Carn Caille, y una muchacha sacudida por las angustias de la pena, con los ojos levantados hacia la resplandeciente criatura que decía hablar en nombre de la Madre Tierra y se erguía ante ella para juzgarla. Cuando volvió a mirar en dirección al bote, solamente quedaba el lobo de ojos de color Índigo.
«¡Lobo, Índigo, lobo!» La conmoción y la emoción de transformarse, de sentir cómo corría a toda velocidad, con el cuerpo pegado al suelo. El sabor de la sangre en los labios, los instintos que compartía con Grimya, su compañera loba, el aterrador pero indeciblemente hermoso son de un aullido elevándose por los aires en una noche in vernal.
Entonces el lobo desapareció también, y la Dama Ancestral quedó sola en la embarcación.
—No tienen poder sobre mí —anunció Índigo—. Más bien, soy yo quien tiene poder sobre ellos. Y eso es lo que temes por encima de todo, ¿no es así? Un poder que quizá pueda resultar mayor que el tuyo. Es por eso que has sucumbido a ese mismo demonio que has procurado utilizar para tus propios fines. Lo has utilizado como arma, pero a la vez se ha alimentado de ti y se ha fortaleció gracias a tus propias debilidades.
Del bote surgió una áspera carcajada.
—¡No sabes nada de mí!
—¡Oh, pero sí que sé! —Una vez más, Índigo había percibido la duda que se ocultaba bajo la brusca respuesta de la Dama Ancestral, y le dedicó una sonrisa nada agradable—. Sé más de ti de lo que puedas imaginar, señora. Sé que has creado este mundo de los muertos a su alrededor como un escudo, como un caparazón en el que puedes ocultarte. Sé que has forjado los horrores que aparecen en las pesadillas de tus adoradores, y que los envías a merodear por el mundo de los vivos para que los tuyos corran a aplacarte y hacerte ofrendas con la esperanza de esquivar tu cólera. Tienes sus vidas en tus manos y, mediante los oráculos, haces que bailen, canten, lloren y se humillen... ¡y haces que mueran!
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