Louise Cooper - Avatar
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—Toma.
La muchacha llenó el plato de agua y se lo colocó bajo la nariz. En ese momento, un silencioso relámpago partió en dos el cielo e iluminó todo el zigurat como si éste estuviera en llamas en su interior. La joven dio un salto y lanzó un gritito, y a punto estuvo de volcar el plato. Durante unos segundos, permaneció inmóvil, escuchando con nerviosismo, pero no se dejó oír la rugiente respuesta del trueno, y por fin obligó a sus músculos a relajarse y devolvió la atención al agua. Grimya se dio cuenta de que los movimientos de la muchacha eran nerviosos y precipitados. Estaba claro que el inicio de la tormenta la había trastornado..., pero su temor se debía también a algo más, y la loba pensó sorprendida: «Me tiene miedo...».
Durante un minuto, mientras bebía el primer recipiente lleno de agua y lloriqueaba esperanzada en petición de otro, Grimya estuvo demasiado ocupada para considerar las implicaciones, pero luego, mientras la joven volvía a llenar el plato y lo empujaba con cuidado hacia ella por segunda vez, una idea le vino a la mente. No existía más que una ligera posibilidad de que funcionase, pero, si lo hacía, si tenía éxito, podría ser su única oportunidad de conseguir liberarse.
El agua la empezaba a reanimar; tras beber un tercer recipiente, se lamió el hocico y volvió la cabeza a un lado para indicar que ya tenía suficiente. La muchacha tomó la cuerda y la sostuvo, indecisa.
—Uluye dice que tengo que volver a atarte.
Sus oscuros ojos estaban llenos de cautela y le habló en un artificial tono apaciguador, ignorante a todas luces de que la loba podía entenderla, pero hablando de todos modos para darse ánimos. De improviso, un nuevo relámpago dio al cielo fugazmente un pálido tono blanco azulado. En esta ocasión lo siguió el lejano retumbar del trueno, y por un momento sopló una brisa caprichosa que traía con ella el olor a lluvia. La muchacha cerró los ojos un instante y murmuró un conjuro de protección; luego, con un esfuerzo, recuperó el control y con sumo cuidado volvió a acercarse a la loba, sosteniendo la cuerda.
—Vamos, vamos. No te haré daño.
Grimya le mostró los dientes, y un gruñido de advertencia brotó de su garganta. La muchacha se echó atrás aspirando con fuerza, se lamió los labios nerviosa y volvió a intentarlo, aunque moviéndose más despacio ahora.
—Vamos..., por favor. Sé buena. Te prometo que no...
Grimya gruñó. En ese mismo instante, volvió a centellear el relámpago, y, cuando éste iluminó el cielo, los ojos ambarinos del animal parecieron incendiarse. La joven lanzó un grito de terror y, poniéndose en pie precipitadamente, retrocedió tambaleante; en respuesta a su grito se escuchó el sonoro rugir del trueno, seguido del lejano pero cada vez más audible siseo de la lluvia al caer. Mientras las primeras gotas golpeaban el suelo como diminutas flechas, Grimya volvió a gruñir con renovada furia y, tensando las ataduras, se lanzó en dirección a la muchacha, chasqueando los dientes.
Fue suficiente. Olvidadas las instrucciones de sus mayores, la muchacha huyó de los dos terrores que eran la tormenta y la enfurecida loba. A la luz de un nuevo relámpago, Grimya la vio subir a toda prisa la escalera para penetrar en la ciudadela, y escuchó sus sollozos justo antes de que el trueno ahogara todo otro sonido. En otras circunstancias, la loba la habría compadecido, pero ahora no había tiempo para tales indulgencias. En cuestión de segundos, la lluvia se había convertido en un aguacero que había empapado su pelaje y formado charcos y arroyos en la arena, y Grimya empezó a roer la cuerda que sujetaba sus patas delanteras. El corazón le latía con fuerza y sabía que debía trabajar con rapidez. Existía la posibilidad de que la joven sacerdotisa se sintiera demasiado avergonzada de su miedo para confesar su negligencia a cualquiera de sus compañeras; pero también existía la posibilidad de que fuera directamente en busca de alguien más valiente, que pudiera venir a hacer algo.
La cuerda era bastante gruesa, pero también vieja, y nada hecho de materia vegetal duraba mucho tiempo en este horrible clima. La lluvia le facilitaba la tarea al empapar las fibras, y en menos de un minuto los dientes de Grimya habían conseguido morder suficientes hebras y la cuerda se rompió. Se detuvo para recuperar el aliento y lamer agradecida la cortina de agua que le caía encima; luego torció la cabeza todo lo que pudo y empezó a trabajar para liberar las patas traseras. Se mordió en dos ocasiones en su precipitación, pero al fin la segunda cuerda también se rompió.
Llena de regocijo, Grimya se incorporó de un salto... pero dio un traspié y se desplomó sobre el suelo cuando sus entumecidas patas se negaron a sostenerla. Permaneció tumbada otro minuto, jadeante e indefensa, temiendo que en cualquier momento fueran a descubrirla. Pero las sacerdotisas tenían otras preocupaciones; nadie apareció, y al cabo sintió que podía confiar en sus patas y se puso en pie.
El cielo sobre su cabeza era ahora tan negro que ocultaba todo atisbo de luz; el chaparrón había apagado las antorchas situadas junto al lago, y únicamente los frecuentes pero cortos relámpagos iluminaban la escena. Grimya dio gracias en silencio por la tormenta, ya que la oscuridad y la lluvia la ocultarían mientras corría en busca de la seguridad del bosque. Totalmente empapada, con el pelaje pegado al cuerpo, atisbo por entre la cortina de agua hasta que un relámpago triple le mostró que el camino estaba despejado; entonces se lanzó a toda velocidad hacia los árboles. Cuando el rugido del último trueno se desvaneció, un sonoro lamento surgió de las gargantas de las sacerdotisas situadas junto al lago, y por un instante Grimya pensó que la habían descubierto; pero los gritos fueron contestados tan sólo por un renovado repiqueteo de los sistros, y comprendió que se trataba simplemente de parte de las ceremonias, que la tormenta había convertido en más frenéticas. Siguió corriendo, y al cabo de unos momentos, lanzando un involuntario ladrido de alegría, se hundió en la húmeda negrura de la maleza del bosque.
El sonido de tambores y sistros se escuchaba todavía a rachas por entre los truenos mientras Grimya se abría paso a través de la tupida vegetación. Se dirigía al otro extremo del lago; aunque no existía una razón lógica para ello, el instinto parecía conducirla en esa dirección. Además, allí se encontraría lo más alejada posible de Uluye y sus mujeres, aunque sin dejar de ver la ciudadela. El aguacero quedaba atenuado por el espeso follaje que se extendía sobre su cabeza, y los relámpagos, ahora casi continuos, le mostraban el mejor camino a seguir. Estaba casi en el extremo más alejado del lago cuando algo nuevo brilló débilmente en la periferia de sus sentidos. Aminoró el paso y vaciló, no muy segura de lo que su conciencia podía haber captado.
Y entonces, en su cerebro, percibió la suave y tímida llamada telepática.
«¿Grimya...? ¿Grimya, dónde estás? ¿Me escuchas?»
—¡Índigo! —ladró Grimya en voz alta presa de incontrolable excitación.
La loba echó a correr, serpenteando por entre la concentración de arbustos empapados en dirección al lugar del que provenía la llamada, Índigo estaba cerca; estaba aquí, junto al lago. Su instinto había acertado...
La loba salió a campo abierto bajo una cegadora cortina de agua. Por un momento le fue imposible ver nada, hasta que los relámpagos iluminaron el revuelto centelleo plateado de la superficie del lago, a pocos metros de distancia. Grimya parpadeó, intentando sacudirse el agua de los ojos. Entonces se produjo un nuevo centelleo titánico, y descubrió a la aturdida figura empapada que yacía a la orilla del agua.
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