Louise Cooper - Avatar

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«¡No, Grimya, espera!» Índigo envió un rápido mensaje al percibir que la loba estaba a punto de venir corriendo en su ayuda. «¡Quédate donde estás!» Era de vital importancia que Grimya no interviniese ahora. Debía enfrentarse a esto sola.

Uluye avanzaba con la lanza alzada para atravesar di rectamente el corazón de Índigo. Se encontraba sólo a siete pasos; seis, cinco... Índigo notó cómo sus músculos se ponían en tensión, pero se obligó a no mostrar ningún signo externo de nerviosismo, y mantuvo la mirada fija, in mutable, en el rostro de la sacerdotisa.

«Esto es lo que querías, ¿verdad, señora?» El desprecio dio a sus silenciosos pensamientos un énfasis añadido al pensar en la Dama Ancestral escondida en su oscuro reí no. «Un enfrentamiento con tu Suma Sacerdotisa, una prueba para ver qué voluntad es la más poderosa. ¿Hasta dónde llegarás para poner a prueba la fe de Uluye y mi valentía? ¿Hasta dónde, antes de que yo te demuestre que puede vencerse el miedo de tus adoradores?» La Señora de los Muertos siguió sin dignarse contestar, pero a Índigo le pareció percibir una levísima agitación en lo más profundo de su mente, la sensación de algo que escuchaba, que aguardaba...

Uluye dio otro paso al frente... y se detuvo. La lanza se encontraba ahora a centímetros del corazón de la joven, pero Índigo no le dedicó ni una ojeada. Resultaba curioso: no sabía qué sucedería si Uluye se la clavaba. No tenía la menor duda de que la lanza la atravesaría, pero ¿qué sucedería entonces? ¿Qué pasaría si el corazón se partía en dos, o si sangraba y no había forma de detener la hemorragia? No podía contestar a estas preguntas; todo lo que sabía era que, le sucediera lo que le sucediera, no moriría. No estaba dispuesta a morir... y, además, estaba segura de que no se llegaría a eso.

Uluye la miraba a los ojos, los labios curvados en una fría sonrisa.

—¿Tienes miedo ahora, oráculo; ahora que se acerca el momento en que tu alma va a ser enviada a su destrucción?

—No —respondió Índigo.

—En ese caso eres más estúpida de lo que creía. —Pero los ojos de Uluye contradijeron de repente la sonrisa; ésta era la señal que había estado esperando Índigo, el primer breve atisbo de una confianza que se tambaleaba—. ¿Sabes qué significa ser hushu? —continuó la mujer—. ¿No puedes imaginarte acaso lo que será para ti la vida en la muerte, cuando tengas que andar por el bosque cada noche, aullando a causa de un hambre y una sed que jamás pueden saciarse? ¿Sabes lo que es perder el alma, sabiendo al mismo tiempo que jamás morirás

realmente?

La lanza que empuñaba se estremeció de repente, por un instante; e Índigo comprendió que Uluye estaba desesperada.

—¡Oh, sí! —respondió con suavidad—. Puedo imaginarlo, ya que he visto cosas peores, y me he enfrentado a cosas también peores. Los hushu no me inspiran temor. No siento más que compasión por ellos. ¿No la sientes tú, Uluye? ¿No sientes compasión por Shalune e Inuss? —Se interrumpió el tiempo suficiente para comprobar la repentina y atemorizada tensión de los músculos del rostro de la Suma Sacerdotisa, y luego añadió con terrible dulzura—: ¿No sientes compasión por Yima?

Por un momento pensó que sucedería tal y como había rezado para que sucediese, ya que los ojos de Uluye se abrieron de par en par sorprendidos cuando, puede que por primera vez, la auténtica comprensión de lo que había hecho a su hija se abrió paso a través de las barreras que había erigido en su mente y la golpeó como un martillazo. Desesperado, el confundido cerebro de la Suma Sacerdotisa fue en busca de ayuda, de guía: «Mi señora, ¿puede ser esto verdad? He estado equivocada?».

Y, en la mente de Índigo, una corona plateada centelleó alrededor de unos ojos negros como las profundidades del espacio, y resonó la risa de la Dama Ancestral.

Uluye lanzó un tremendo alarido. Echando la cabeza atrás con tanta violencia que el enorme tocado de plumas se le torció, levantó la lanza en alto con ambas manos.

¡Demonio! —Sus ojos estaban enloquecidos por el terror y el odio—. ¡Demonio! ¡Te envío con los hushu, te maldigo, te condeno a la eternidad!

La lanza se abatió sobre Índigo, directa a partirle el corazón..., y Grimya surgió como una bala de detrás de la hilera de mujeres que cantaban: un rayo gris que recorrió la arena y se arrojó de un salto con un gruñido furioso contra la garganta de Uluye. La lanza cayó de las manos de la Suma Sacerdotisa girando como una peonza mientras la mujer se desplomaba en el suelo bajo el ataque de la loba, y la rabia de Grimya fue a estrellarse en la mente de Índigo como una ola contra un acantilado: «matar, la mataré, la mataré...».

¡Grimya, no! —Liberando los brazos de las manos de sus capturadoras, Índigo se precipitó sobre la loba e intentó sujetarla por el cogote—. ¡No lo hagas, no la mates!

De alguna forma, consiguió introducir la orden por entre la furia asesina que dominaba la mente de Grimya, y ambas rodaron sobre la arena, con Uluye caída en el suelo a menos de un metro de distancia.

Mientras conseguía arrodillarse algo tambaleante, sin dejar de sujetar a la loba por el pelaje, Índigo tuvo la impresión de que ella, la loba y Uluye se habían convertido de repente en las únicas protagonistas de un sorprendente ritual cuyas reglas ninguna de ellas comprendía por completo. Ó quizá sería más apropiado decir: actrices de una obra de teatro todavía por escribir. Pensó que las otras sacerdotisas irían en ayuda de su líder, pero no lo hicieron; en lugar de ello, habían retrocedido aún más, formando un apretado y asustado semicírculo a una prudente distancia. Por mucho temor que les inspirase su Suma Sacerdotisa, sentían ahora mucho más terror del oráculo y su compañera.

Uluye empezó a moverse. Grimya le mostró los dientes y volvió a gruñir, pero Índigo la zarandeó, diciendo:

—¡No, Grimya! Déjala. —Y, volviéndose hacia Uluye, añadió—: Ya sabes que posee el poder de hablar como los humanos y de comprender lo que se le dice. Me obedecerá.

Uluye se incorporó. La loba había hecho jirones su enorme tocado en sus esfuerzos por localizar la garganta de la sacerdotisa, y, con mano temblorosa, Uluye empujó los restos a la parte posterior de su cabeza, donde quedaron colgando de la aceitada maraña de sus cabellos. Le sangraban la oreja y el hombro derechos, pero o no se dio cuenta o no le importó.

También Índigo se incorporó, observando a su adversaria con atención. Había cometido un error de cálculo, y era un error que no podía permitirse repetir. Los siguientes minutos, pensó, serían trascendentales.

—Uluye —empezó a decir—, no soy tu enemiga. —La sacerdotisa emitió un desagradable sonido ahogado y gutural, e Índigo sacudió la cabeza—. Tienes que creerlo; tienes la evidencia. —Señaló a la loba, que, aunque se mostraba más tranquila ahora, en cuanto la muchacha la soltó había ido a colocarse como un centinela entre las dos mujeres, en actitud tensa y protectora—. Grimya podría haberte matado hace un instante. Lo habría hecho si yo no la hubiera llamado. Pero la llamé. ¿Te habría perdonado la vida una enemiga, Uluye? —Le dedicó una leve sonrisa irónica—. ¿Me habrías perdonado la vida si la situación hubiera sido a la inversa?

Vio la respuesta a sus palabras en los ojos de Uluye, el destello de enojado resentimiento. Pero el momento de peligro había pasado, Índigo se dijo que debía hablar ahora, antes de que el orgullo de Uluye volviera a hacerse con el dominio y perdiera la ventaja obtenida.

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