Louise Cooper - Avatar
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Mientras la loba se alejaba corriendo, el cerebro de Índigo empezó a trabajar a toda velocidad; sentía una enorme oleada de energía alzándose en su interior, y se aferró a ella con todas sus fuerzas. «Poder... Sí, señora, tengo poder, y es mayor que el tuyo, ¡porque el demonio llamado miedo ya no tiene ninguna potestad sobre mí!»
Echó a correr al frente, llegó hasta el cuadrado y soltó la antorcha más cercana de su soporte. Los primeros hushu no se encontraban ni a cinco pasos de ella en estos momentos, tan cerca que podía distinguir todos los detalles de aquellos rostros destrozados y cuerpos podridos. Vacilaron al verla antorcha en mano, pero luego siguieron avanzando.
Los ojos de Índigo se volvieron negros, y a su alrededor brotó una aureola plateada. «Plata por Némesis..., mi siniestra gemela, pero ahora ya no soy su esclava. ¡No te temo ni a ti ni a tus legiones, Señora de los Muertos!»
El poder se animó en su interior, y la antorcha que sostenía estalló en una violenta columna de fuego plateado. De las gargantas de los hushu brotaron
débiles sonidos sibilantes de alarma o rabia, e Índigo giró en redondo.
Uluye se erguía solitaria frente a la llorosa y orante masa de sus mujeres, con su figura recortada por la luz de la tea sostenida por la muchacha.
—¡Uluye! —La voz de Índigo se abrió paso por entre los murmullos— ¡Ayúdame! ¡Ayúdame a matar a los hushu!
La sacerdotisa no conseguía apartar la mirada de las llameantes estrellas en que se habían convertido los ojos de Índigo.
—¡No puedo! —gritó con voz ronca—. ¡No se los puede matar, es imposible!
—¡Pueden morir! —replicó Índigo, sacudiendo la cabeza—. ¡Sólo crees que es imposible, porque siempre has tenido demasiado miedo para intentarlo!
Grimya regresó corriendo junto a ella, arrastrando la lanza; con un rápido movimiento, Índigo se inclinó para recoger el arma.
—¡Ayúdame, Uluye! —insistió—. ¡Utiliza la energía y el poder que tu diosa te dio, y acaba con la esclavitud de tu gente y con la miserable existencia de los hushu!.
Volvió a girar, alzando la antorcha en una mano y la lanza en otra. A dos pasos de distancia, unos ojos muertos la contemplaron con un resplandor hueco cuando la plateada luz cayó sobre el cuerpo del zombi que se acercaba. Los hushu alzaron los brazos temblorosamente como si quisieran abrazarla, y sus mandíbulas medio podridas se entreabrieron en una espantosa parodia de una sonrisa de bienvenida, Índigo apuntó y arrojó la lanza directamente a la deforme cabeza, y el arma se hundió en el quebradizo cráneo y lo atravesó de parte a parte.
El hushu aulló. Fue un sonido horripilante, pero a la vez patético, como el chillido de un animalillo. Por un instante pareció como si un destello de inteligencia humana regresara a los blanquecinos ojos del hushu en el momento en que el deformado cerebro se partía dentro del cráneo, la sede y origen de su vida en la muerte, y en aquella mirada había comprensión, gratitud y alegría. Luego, muy despacio, casi con suavidad, el cuerpo del zombi se dobló sobre sí mismo y se desplomó al suelo, donde quedó totalmente inmóvil.
Índigo liberó la lanza con un fuerte tirón y se volvió otra vez en dirección a Uluye y sus mujeres.
—¿Lo veis ahora? —les gritó—. ¡Pueden morir! Ayúdame, Uluye. Reúne a tus mujeres, coged vuestras lanzas y machetes y liberaos del miedo a los hushu. En nombre de vuestra propia diosa, ¡dadles la paz!
Uluye se quedó mirándola, paralizada. Los rezos y súplicas de las sacerdotisas se habían transformado en anonadado silencio, pero, mientras Índigo y su líder seguían contemplándose fijamente, unos murmullos, unos susurros ahogados, empezaron a surgir poco a poco de sus apiñadas filas.
—Ella lo mató..., mató al hushu. Poder..., poder..., un avatar, un auténtico avatar. Puede matarlos...
Índigo era perfectamente consciente de que, a su espalda, los hushu se habían detenido. La Dama Ancestral aguardaba; aguardaba para ver qué harían sus servidoras, cómo reaccionarían; si encontrarían en su interior el valor necesario para hacer lo que Índigo las instaba a hacer, Índigo seguía sosteniendo la mirada de Uluye, sin atreverse ahora a hacer nada; era la Suma Sacerdotisa quien debía efectuar el primer movimiento.
Por fin, temblando, Uluye se movió. Alargó una mano a su espalda y extendió los dedos en una señal a sus seguidoras. Una de las mujeres se adelantó corriendo, con una lanza. Uluye la tomó y, sin apartar la mirada de Índigo, como si estuviera hipnotizada, empezó a andar hacia el frente. La muchacha se hizo a un lado cuando se acercó, y Uluye se detuvo ante otro de los ahora inmóviles hushu. Cerró la boca con fuerza y lanzó el arma... y de nuevo se produjo el sibilante grito y el momento de liberación, antes de que el zombi se derrumbara como un pelele sobre el suelo.
Temblando, Uluye se volvió hacia Índigo. Su rostro mostraba una expresión de asombro, y sus ojos brillaban con la luz de la revelación.
—Te has encarnado entre nosotras... —musitó; luego, antes de que la muchacha pudiera reaccionar, se volvió a las sacerdotisas allí reunidas y levantó la ensangrentada lanza por encima de su cabeza.
»¡La Dama Ancestral está con nosotras! —aulló—. ¡Nos ha mostrado la verdad y el camino; nos bendice a todas! ¡Señora..., oh, señora, vos sois nuestra adorada diosa! —Y doblando una rodilla en tierra, extendió los brazos y realizó el gesto ritual de más profunda veneración del culto: el homenaje de una sacerdotisa a su diosa.
Índigo se sintió estupefacta. Y, en el mismo instante en que las palmas de la Suma Sacerdotisa tocaban el suelo, una voz titánica resonó ensordecedora por toda la plaza.
—¡NO! ¡YO SOY VUESTRA DIOSA! ¡TRAIDORAS Y BLASFEMAS, YO SOY VUESTRA DIOSA!
La superficie del lago se había vuelto de color plata, y, alzándose de ella como humo de un fuego forestal, una neblina negra hervía y borboteaba. Unas formas se retorcían en su interior, innominables, espantosas, y en su corazón, por encima del centro del lago, se agitaba una gigantesca columna negra como la letal cabeza de un tornado.
Las sacerdotisas empezaron a chillar acurrucándose sobre el suelo, y Uluye miró a Índigo confundida y aterrada. La transformación y el despliegue de poder la había convencido de que Índigo era, la Dama Ancestral, o, al menos, su avatar, y que la diosa había estado hablando y actuando a través de ella. Ahora, no obstante, comprendió su error y, temblando, se apartó de la muchacha; mientras lo hacía la titánica voz volvió a hablar, sacudiendo el aire.
—¿ES ÉSTA LA FORMA EN QUE DEMOSTRÁIS VUESTRO AMOR POR
MÍ? ¿OSÁIS DARME LA ESPALDA Y DAR VUESTRA LEALTAD A OTRA? ¡AH, MI VENGANZA SOBRE VOSOTRAS SERÁ TERRIBLE..., TERRIBLE Y ETERNA!
Uluye se cubrió el rostro con los brazos como para rechazar una lluvia de golpes y empezó a chillar. Mientras se derrumbaba sobre el suelo y sus mujeres caían de rodillas, gimoteando, Índigo se dio la vuelta y corrió a la orilla del lago. Su voz resultaba insignificante después de la abrumadora ira de la Dama Ancestral pero aulló con todas sus fuerzas, gesticulando con violencia en dirección a la oscilante columna.
—¡No! ¡Estúpida, ciega y atemorizada estúpida! ¡Ellas no me adoran a mí; te adoran a ti! ¡No te han dado la espalda...! ¡Creían que yo era tú!
—¡MIENTES, ORÁCULO! —La respuesta la ensordeció—. ¡BUSCABAS OCUPAR MI LUGAR Y ARREBATÁRMELAS!
—¡No he hecho tal cosa!
Índigo dirigió una rápida mirada por encima del hombro y vio que Uluye se ponía en pie. La Suma Sacerdotisa empezó a avanzar a trompicones hacia las otras mujeres, e Índigo comprendió lo que pensaba hacer. Era una locura, una insensatez... y era una prueba devastadora de que Uluye realmente amaba a su diosa y seguiría amándola, sin importar qué horrores la Dama Ancestral pudiera infligirles a todas ellas.
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