Louise Cooper - Avatar
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Era, pensó mientras aspiraba con fuerza, una escena impresionante. El llameante sol se hundía por detrás de le árboles, y la noche tropical empezaba a caer con sobrenatural rapidez. Ante ella, formando una hilera, se encontraban todas las sacerdotisas, con Uluye a solas delante; figura coronada era una imagen de pesadilla bajo el bamboleante resplandor de las antorchas. Alrededor del lago la congregación observaba y aguardaba. Unos pocos, que ocupaban una posición privilegiada en el extremo del redondel, quedaban iluminados por la luz de las antorchas, Índigo vio tensión y temor reflejados en sus rostros.
De improviso las trompas lanzaron otra corta fanfarria y los tambores callaron. Un pájaro gritó desde algún lugar en las profundidades del bosque, y luego, mientras los últimos ecos se desvanecían, se hizo el silencio.
Uluye avanzó. Con los brazos cruzados sobre el peche se dirigió con dignidad hacia el lago y, sin una vacilación penetró en el agua. Un murmullo lleno de ansiedad sur de entre los reunidos; un bebé gimoteó y fue silenciado al momento. Uluye siguió adelante, descendiendo por la inclinada orilla. El agua le cubrió los muslos, luego la cintura, los hombros. Entonces se detuvo, lanzó un grito agudo y se hundió bajo el agua de modo que sólo el complicado tocado de su cabeza sobresalía por encima de superficie.
Los reunidos lanzaron una nueva exclamación. Dos de las sacerdotisas guerreras dejaron sus lanzas en el suelo y avanzaron con silenciosa eficiencia hasta tomar posiciones a la orilla del lago. Todos los ojos estaban puestos en el tocado de Uluye, e Índigo empezó a contar el paso de los segundos. Estos pasaban y pasaban, y su pulso se aceleró; sin duda nadie podía permanecer bajo el agua tanto tiempo sin subir a respirar. Intercambió una inquieta mirada con Grimya y siguió contando...
De pronto las aguas del lago empezaron a agitarse, y Uluye hizo su aparición.
Sus cabellos y ropa chorreaban agua, y el profundo estertor de sus pulmones al aspirar , resonó por todo el lago. Las guerreras penetraron apresuradamente en el agua y la sujetaron por los brazos cuando ella pareció estar a punto de caer; su cuerpo estaba rígido entre sus poderosas manos, la cabeza echada hacia atrás, los ojos desorbitados como poseídos, y la boca bien abierta en una sonrisa dolorosa pero a la vez triunfal. Las dos mujeres que la ayudaban tiraron de ella en dirección a la orilla, hasta que el agua les llegó sólo a la altura de la rodilla, entonces, como si recuperara súbitamente las fuerzas y el sentido, Uluye se deshizo de las manos que la guiaban y elevó los brazos al cielo.
—¡La Dama Ancestral está con nosotros! —gritó—. ¡He penetrado en su reino y regresado indemne, y soy poderosa a sus ojos!
Un aullido desbordado se elevó de todas las gargantas, mezclado, pensó Índigo, con algo más que simple alivio. Agradeciendo los vítores con un gesto de la cabeza, Uluye abandonó el agua y avanzó hacia la roca donde estaba la litera. Mientras se acercaba, sus ojos se encontraron por un momento con los de Índigo, y la muchacha vio en ellos la verdad que se ocultaba tras su orgulloso porte. La inmersión de la sacerdotisa en el lago durante interminables minutos no había sido obra de la magia, aunque para su sencillo y supersticioso público seguramente tema todo el aspecto de algo sobrenatural. Se había tratado de una prueba de resistencia autoimpuesta, una demostración para sí misma, al igual que para todos los demás, de que podía triunfar allí donde otros fracasarían. Prueba de su fe en su propia voluntad y en su propia resistencia. ¿Era pues, el quid de la religión de Uluye, y era la Dama Ancestral para ella tan sólo un medio de conseguir sus fines como sucedía con Índigo? ¿Creía al menos Uluye en ; diosa que afirmaba venerar?
Grimya, captando lo que pensaba, levantó la cabeza su puesto sentada a los pies de Índigo, y transmitió en silencio:
«Puede que no crea, pero la gente sí lo hace, y eso es lo que necesita.»
Uluye se encontraba ya frente a la roca y se volvió la cara al lago una vez más. Nuevas antorchas se encendieron en la ladera del farallón, convirtiendo el zigurat en extraña y reluciente pared de llamas danzarinas que Ü minaban la plazoleta como si fuera de día. Índigo olió incienso, y vio nubes de humo que se alzaban de los braseros colocados alrededor de la polvorienta plaza y atendidos por las sacerdotisas más jóvenes. Uluye contempló la escena con tensa satisfacción y volvió a levantar los brazos, los dedos intentando arañar el cielo.
—¡Venid! —aulló con voz estentórea—. Venid a nosotras, vosotros que estáis desconsolados. Venid a nosotras, vosotros que tenéis motivos para temer a los difuntos, venid a nosotras, vosotros que tenéis algo que discutir ce los muertos. ¡Yo, Uluye, compartiré vuestras ofrendas! ¡ Uluye, intercederé por vosotros! ¡Yo, Uluye, en nombre de la Dama Ancestral, enderezaré entuertos y haré justicia! ¡Venid a nosotras, e iniciemos la ceremonia de la Noche de los Antepasados!
De algún lugar situado a la izquierda del redondel, donde los árboles eran más espesos, surgió el grito de una voz femenina.
—¡Oh, mi esposo! ¡Oh, mi esposo!
Uluye volvió la cabeza al momento; chasqueó los dos y dos sacerdotisas corrieron en dirección al lugar del que procedía el grito. A los pocos instantes regresaban a la mujer —apenas más que una muchacha, pudo observar Índigo— y la condujeron ante Uluye, donde se desplomó sollozando sobre el polvo a los pies de la Suma Sacerdotisa.
La mujer bajó la mirada para contemplarla sin la menor emoción.
Tu esposo sirve a la Dama Ancestral. ¿Quisieras negarle ese privilegio?
muchacha hizo un esfuerzo por controlar sus emociones.
Quisiera verlo, Uluye. Sólo una vez. Sólo una vez más ,por favor...
¿Qué regalo traes para honrarlo? La joven hurgó en un pequeño saco que colgaba bajo de sus brazos.
Traigo el pan de las ánimas... —su voz tembló, quebrándose casi— ... cocido con mis propias manos, para que coma. Traigo la savia del árbol paya, endulzada con miel, para que beba...
Extendió los brazos, sosteniendo un paquete envuelto en hojas y un pequeño odre. Uluye contempló pensativa las ofrendas durante un momento, y luego las tomó. Desenvolvió el pan de las ánimas —una hogaza plana de pan lino— y mordisqueó un extremo. Después tomó un trago de liquido del odre. La joven se cubrió el rostro con las manos, temblando de alivio, e Índigo la oyó suspirar.
¡Gracias, Uluye! ¡Gracias, Uluye! Las dos mujeres que la habían escoltado la condujeron , a un lado del redondel. Mientras un segundo suplicante las adelantaba arrastrando los pies hasta quedar bajo la luz de las antorchas, una figura que semejaba hecha de fuego y sombras en el oscilante resplandor se acercó a la roca en que estaba instalada Índigo, quien bajó los ojos y deslumbró a
Yima.
¿Qué ha sucedido, Yima? —musitó, inclinándose hacia la joven—. ¿Quién es esa mujer, lo sabes?
Sí, la conozco —repuso Yima en voz baja—. Su esposo murió de unas fiebres hace tres lunas llenas. Lo ha estado llorando desde entonces, pero sólo ahora ha encontrado el valor necesario para pedir volver a verlo. Es muy triste. Sólo tenía veintiún años.
Su voz estaba llena de compasión, Índigo frunció el entrecejo, perpleja.
—¿Cómo puede volver a verlo? —susurró de nuevo— Espero que Uluye no irá a... —Se interrumpió y rectificó apresuradamente—: ¿Esta muchacha no estará pensando! en morir?
Yima volvió unos ojos muy abiertos y asombrados en dirección a la litera. —Desde luego que no —contestó—. Él vendrá a ella. Desde el lago.
Shalune, que se encontraba a unos pasos de distancia! junto a otra joven que
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