Louise Cooper - Avatar
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Su relación con Shalune había cambiado mucho en le últimos días. Ahora que podían comunicarse, Índigo descubrió que cada vez le gustaba más la gorda sacerdotisa tal y como había predicho Grimya, empezaban a hacer amigas. Existían todavía barreras de cautela y duda, complicadas aún más por el abismo de la posición social de Índigo dentro de culto, pero Shalune era a la vez realista y pragmática, Índigo se comportaba con ella como un igual, de modo que ella respondía de la misma forma sin mostrarse atemorizada. ¿Por qué no habría de tener amigas incluso el avatar de una diosa, si así lo desea?
Desde luego, estaba también mezclado un cierto de interés personal, pues ser la confidente del oráculo concedía a Shalune más ches si cabe entre sus compañeras, también aseguraba que Índigo no cayera demasiado baje la influencia de Uluye. A medida que su habilidad hablar el idioma aumentaba, Índigo se daba cuenta de que realmente existían áreas de gran desacuerdo entre las de sacerdotisas y que, como sospechaba Grimya, a Shalune le habría gustado ser la cabeza del culto en lugar de Uluye. Observando a las dos mujeres juntas y por separado la joven llegó a la conclusión de que Shalune habría sido una mejor elección, al menos en lo referente a cuestiones reglares, pues habría suavizado la rígida adhesión de Uluye a la ley con una pizca de sentido común y compasión, cualidades que la otra o bien no poseía o no estaba dispuesta a mostrar.
En otras circunstancias, Índigo habría sentido una cierta simpatía por Uluye, ya que tenía la sensación de que la actitud inflexible de la Suma Sacerdotisa derivaba de la inseguridad y soledad de las que a menudo son víctimas los gobernantes absolutos. Pero, por mucho que lo intentaba, no conseguía sentir simpatía por la larguirucha mujer. Shalune, por mucho que su amistad pudiera tener una segunda intención, presentaba al menos un rostro más humano al mundo.
Grimya había terminado ya su comida y se dedicaba a tener el cuenco para saborear las últimas gotas de líquido. Índigo había comido ya suficiente —las porciones de Shalune eran más que generosas—, de modo que colocó el recipiente en el suelo e instó a la loba a comer lo que daba. Mientras se servía una copa de agua de una jarra, la muchacha preguntó:
—¿Cómo dijo Shalune que se llamaba esta ceremonia de la luna llena, Grimya? ¿La Noche de los Antepasados?
—Sssí —respondió la loba, lamiéndose el hocico—; pero no sé lo que significa.
—Alguna especie de rito de conmemoración, quizás en honor a los muertos.
Índigo lo dijo como sin darle importancia, pero al mismo tiempo se vio obligada a contener un escalofrío interior. ¿Qué clase de mundo subterráneo u otro mundo era el reino de la Dama Ancestral? ¿Poseía realmente el dominio sobre los espíritus de los difuntos? Las sacerdotisas no le habían explicado gran cosa sobre su religión, pero ella sabía que creían que la Dama Ancestral poseía el poder de otorgar regocijo o tormento en la otra vida. Regocijo o tormento... Un recuerdo viejo, muy viejo, se agitó en la mente de Índigo, y con él vino un dolor sordo y punzante que con los años se había convertido en algo tan familiar para ella como sus propias facciones reflejadas en un espejo. Un nombre en sus pensamientos, un rostro en sus recuerdos: Fenran...
Grimya, percibiendo que algo no iba bien, levantó cabeza.
—¿Índigo? ¿Qué sucede?
La muchacha intentó disimular, no queriendo en ese momento compartir sus pensamientos ni siquiera con la loba pero, antes de que pudiera hablar, escucharon pisadas fue de la cueva y el sonido de varias voces. Agradecida por la interrupción, Índigo dijo en voz alta que ya estaba lista para recibir visitas, y, cuando la cortina se hizo a un vio a Uluye en el umbral, con Shalune, Yima y otras mujeres detrás de ella.
Índigo inclinó la cabeza a modo de saludo ceremonioso a la Suma Sacerdotisa.
Había decidido seguir el juego de Uluye; si no quería mostrarse más flexible, entone Índigo seguiría su ejemplo.
—He terminado la comida —anunció—. Podéis entrar todas.
Uluye penetró en la cueva a largas zancadas. A una orden suya, las dos sacerdotisas de menor categoría recogieron los cuencos de la muchacha y la loba y se los llevaron para lavarlos. Cuando se hubieron marchado, Uluye dijo:
—Tengo entendido que Shalune te ha explicado lo que se espera de ti en la ceremonia de esta noche.
—Así es. —Índigo se sintió tentada de añadir: «lo es más de lo que tú condescenderías a hacer», pero se me dio la lengua.
—Muy bien. —¿Centelleó en ese momento una fugaz mirada hostil entre Uluye y Shalune? Era imposible asegurarlo...—. Se te conducirá a la orilla del lago al atardecer. Por favor, no hables con nadie, y deja que te toque sólo aquellos que llevemos ante ti.
—Gracias —respondió Índigo con un leve tono de mordaz en la voz—. Shalune ya me ha dado estas instrucciones.
Esta vez se produjo un inconfundible intercambio miradas; cólera por parte de Uluye y autocomplacencia por parte de Shalune. Yima, que se encontraba entre la ellos, bajó la mirada rápidamente al suelo y se concentró en la contemplación de sus pies.
Uluye frunció el labio superior y volvió a dirigirse a Índigo.
—He traído tu túnica ceremonial. Vístete, por favor. No tenemos mucho tiempo antes de que se inicie el rito.
Grimya, a quien disgustaba Uluye aún más que a Índigo, mantenía sus pensamientos cuidadosamente neutrales. Simulando una sonrisa, Índigo tomó la prenda que la Sacerdotisa le tendía.
—Gracias —repitió, con más amabilidad esta vez, y empezó a vestirse.
Los tambores que llevaban dos horas lanzando su llamada a los fieles de los poblados callaron por fin, y una fanfarria de las grandes trompas anunció la aparición de la comitiva ceremonial en la escalera. Cuando emergieron a la llameante luz del ocaso, Índigo se quedó asombrada de ver cuántos habían respondido a la llamada de los tambores. La orilla estaba circundada de gente que se amontonaba en un círculo que rodeaba todo el lago, desde un extremo de la ciudadela al otro. A una orden de Uluye, las sacerdotisas guerreras situadas a la cabeza del desfile encendieron antorchas; las llamas iluminaron la escalera, y un potente grito surgió de la multitud de gargantas allí reunidas cuando los que esperaban abajo vieron la señal. La comitiva avanzó, precedida por las guerreras, con Uluye justo detrás vestida con todas sus ropas de ceremonial, seguida de Índigo, a la que transportaban de forma aterradoramente precaria en una litera abierta. La muchacha cerró los ojos nada más iniciarse el descenso, horrorizada
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por el balanceo de la litera y por el efecto del descomunal tocado en su sentido del equilibrio, y escuchó la voz mental de Grimya que le hablaba desde su puesto entre Shalune y Yima detrás de la litera.
«Todo va bien, Índigo, no pasa. nada. La escalera es lo bastante ancha, y las mujeres deben de haber hecho esto innumerables veces.»
Índigo intentó concentrarse en estas palabras tranquilizadoras y creer en ellas mientras continuaba su avance A mitad del descenso, los tambores volvieron a sonar, retumbando con un ritmo repetitivo, y la joven creyó escuchar, mezcladas con su estruendo, voces que gritaban ; vitoreaban. Por fin, alcanzaron el último tramo de escalera, un trozo amplio que las condujo hasta el ruedo de arena roja situado entre el muro del farallón y el lago. Una pieza cuadrada y plana de algo más de un metro de altura se alzaba en el centro de la meseta, y las porteadoras de la litera colocaron su carga sobre la roca, de modo que Índigo quedó entronizada por encima de las cabezas la muchedumbre, en un lugar desde el que podía observar todo lo que sucedía.
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