Louise Cooper - Avatar
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Los tambores volvieron a repicar entonces. En un principio el sonido era tan sutil que Índigo sólo se percató él a un nivel inconsciente, pero se hizo más fuerte, sonoro, más rápido, hasta que pareció como si el mismo aire estuviera impregnado de los vibrantes ritmos; ritmos trastornantes e inquietantes que se cruzaban y entrecruzaban chocando unos con otros, y estremecían a índigo hasta los huesos. La muchacha miró al lago y vio que , neblina había regresado. No se trataba de una alucie esta vez, sino de algo real, que se alzaba del agua en silenciosas columnas parecidas a humo y formaba un manto como de vapor sobre la superficie. Las sacerdotisas había empezado a cantar acompañando el insoportable redoblante de los tambores; sonidos aullantes, agudos, ululantes cor el estruendo de aves enloquecidas.
Shalune se había ido, y Yima también; se habían ido con las otras, una hilera de mujeres que descendían a la orilla del lago golpeando el suelo con los pies y liando, y con ellas iban los suplicantes, dando traspiés, gritando de alegría o de terror, Índigo oyó cómo la viuda pronunciaba el nombre de su esposo muerto, oyó aguda protesta de la asesina mientras la arrastraban la arena dos mujeres que empuñaban sendos machetes, por un terrible momento le pareció como si se hubiera convertido a la vez en ambas desdichadas criaturas, desconsolada y la culpable. Llorando por los seres queridos perdidos, pero a la vez llevando consigo la certeza de ser una asesina y de que, para ella, no podía existir redención.
«¡Índigo!»
El grito telepático de Grimya resonó en su cerebro el mismo instante en que se ponía en pie, pero no le prestó atención. Se encontraba de pie ahora, temblorosa, pesada corona del oráculo haciendo que se balanceara con un árbol en una tormenta. Algo intentaba abrirse a través de su alma, de su corazón, de sus costillas. Una palabra, un nombre, intentaba formarse en sus labios, intentaba obligarla a pronunciarlo, a gritarlo, proclamarlo en voz alta. Los tambores estaban en su interior y formaban parte de ella, de su propio pulso, del caótico latir de su propio corazón. Las voces de las mujeres la enardecían... y algo empezaba a formarse en la neblina que cubría el lago. Las aguas de la superficie se movían, se agitaban; amplias ondas se desplegaban hacia las orillas y las lamían en forma de diminutas olas.
—Fe...
Algo ahogó la palabra en su garganta antes de que pudiera pronunciarla. Los cánticos se interrumpieron, los tambores callaron, y el silencio se produjo de una forma tan repentina que Índigo apenas pudo comprender lo que había sucedido. Pero no, no era exactamente un silencio total. Escuchaba el batir de las olas en la orilla del lago, lamiendo la arena rojiza. Y un gemido, bruscamente aparecido. Sabía de dónde había surgido: la asesina; sólo podía ser ella, Índigo parpadeó, volvió a mirar al lago y vio lo que había surgido de la neblina y ahora vadeaba por los bajíos en dirección a tierra firme.
Una mujer sola fue la primera en salir. Era muy anciana, y mostraba la terrible sonrisa de la locura incurable. Sus ojos ardían como dos frías estrellas muertas, y extendía unas manos parecidas a garras en dirección a dos hombres jóvenes que permanecían abrazados en la orilla, la expresión de su rostro llena de inefable pero totalmente insensato amor, Índigo escuchó sus desgarrados gritos de «¡Madre! ¡Madre!» y tuvo que desviar la mirada cuando lomaron las manos del
cadáver y empezaron a llenarlas de besos.
El siguiente en aparecer fue un hombre joven, desmielo, Índigo contempló su rostro, las llagas que deformaban lo que habían sido unos labios hermosos en una parodia purulenta, la lengua negra e hinchada, el velo que empañaba sus ojos de mirada fija. Su cuerpo brillaba, pegajoso por el sudor de la fiebre, y se estremecía, se estremecía mientras su desconsolada esposa corría hacia él y se lanzaba al agua para sujetar y abrazar sus tobillos.
Índigo empezó a comprender. Tal y como habían muerto, así regresaban: locos, enfermos, poseídos por la fiebre, tal y como habían estado en sus últimos momentos de vida terrena. Mientras comprendía todo esto, emergió de las aguas el tercer aparecido, y esta vez tuvo que apartar la mirada, pues lo que salía del lago era un hombre que sostenía su propia cabeza decapitada entre los brazos. Escuchó los gritos de sus hermanos, que querían vengarlo, pero no tuvo valor para contemplar la reunión familiar, y sólo volvió a alzar la vista cuando la espeluznante visión desapareció en la confusión.
Llegó a tiempo de ver a los niños. Surgieron del lago cogidos de la mano, los pequeños cuerpos manchados con la sangre que había brotado de sus gargantas cortadas. Su madre empezó a chillar, y sus gritos se redoblaron cuando, uno tras otro, los niños alzaron las manos y la señalaron en clara acusación. No podían hablar; tenían las tráqueas seccionadas junto con las yugulares, y ahora carecían de voz. Pero sus manos y expresiones eran más elocuentes que cualquier palabra.
Después de los niños vinieron muchos otros, aunque ninguno con un aspecto tan espeluznante. Acostumbrada ya, Índigo los contempló con objetiva y desapasionada fascinación, como si una parte de sí misma se negara a aceptar la realidad de lo que veía y lo hubiera transformado en un sueño. Por fin, no obstante, ya no apareció nadie más. Los gemidos y llantos y las exhortaciones y protestas se habían amortiguado hasta convertirse en murmullos, como el zumbido soporífico de las abejas en un jardín adormecido. Lo percibía y a la vez no lo percibía; lo que la rodeaba resultaba remoto, un poco irreal.
Entonces, sobre el lago, la neblina se revolvió de improviso y las aguas se agitaron de nuevo.
Grimya lanzó un lloriqueo, y aquel sonido tan cercano sacó a Índigo de su estupor con un sobresalto. Miró al lago, y vio al último de los aparecidos. Su piel era de una palidez cadavérica, en terrible contraste con la de aquellos que habían aparecido antes que él. Tenía la larga cabellera negra enmarañada, empapada de sudor. Se movía como un anciano atormentado por la artritis —o un joven cargado de cadenas que su alma apenas podía sostener— y, mientras cojeaba en dirección a la orilla, Índigo vio todo el rosario de laceraciones que le cubrían las carnes: brazos, piernas, rostro, todo su cuerpo cubierto por el ulcerante y salvaje trabajo de cientos de miles de espinas envenenadas.
Se dio cuenta de que había gritado en voz alta. Desde otro nivel, otro plano, otro mundo, vio rostros asombrados que se volvían hacia ella a la luz de las antorchas, vio la alegría fanática de Uluye cuando Índigo —o algo que se encontraba más allá de Índigo— lanzó un alarido sin palabras. La pálida y encorvada figura de la orilla del lago se detuvo. Luego extendió los brazos hacia ella, a través de la roja arena, a través del abismo físico que los separaba, y la llamó por el nombre al que ella se había visto obligada a renunciar hacía tantos años cuando la Torre De los Pesares se derrumbó, cuando ella lanzó el mal sobre su hogar, su familia y todos sus seres queridos, cuando los demonios penetraron en su mundo. Su auténtico nombre. El nombre por el que él la había conocido en los días felices antes de que se convirtiera en Índigo.
—Anghara...
Aquello que había estado intentando surgir del alma de Índigo se hizo añicos y explotó en su interior, y la joven echó la cabeza hacia atrás gritando con todas sus fuerzas.
—¡Fenran!
El mundo se desvaneció ante sus ojos.
CAPÍTULO 7
—No te veo. ¡Fernán, no te veo! ¿Dónde estás?
Oscuridad; silencio. Sentía el propio cuerpo, aunque éste no parecía poseer las familiares dimensiones físicas. Las tinieblas eran tan intensas que su visión interior inventó colores, en un intento por crear algún sentido de la orientación en la desconcertante oscuridad.
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