Louise Cooper - Avatar
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—Estoy aquí —dijo entonces una voz.
— ¿Dónde? —Giró en redondo antes de darse cuenta de que no se trataba de la voz de Fenran, sino la de un desconocido, y que ésta no había hablado en voz alta, sino en su cabeza.
—Aquí. Detrás de ti. Delante de ti. A tu izquierda y a tu derecha. Arriba y abajo. Mira, Índigo. Mira, y me encontrarás.
Alguien respiraba muy cerca de ella. Oyó el ininterrumpido «ha-ha», no en su mente esta vez, sino real, tangible. La claustrofóbica atmósfera se agitó un instante como si algo la hubiera perturbado, y un olor apenas perceptible penetró en el olfato de la muchacha. ¿Qué era lo que había dicho Grimya al describir lo ocurrido en el templo le la cima del farallón? «Olí a muerte, como a carne podrida.» Sí, también esto poseía el olorcillo de la descomposición, de la putrefacción...
Aspiró justo lo suficiente para poder hablar.
—Tú no eres Fenran.
—¿Fenran? —Había un leve y helado regocijo en la pregunta que se filtró a través de su cerebro, Índigo sintió cómo una combinación de cólera y temor tomaban forma dentro de ella.
—Sí, Fenran. Lo vi. Lo vi salir del lago.
—Ah. El lago posee muchos secretos, que no revela fácilmente. La gente tiene muchos sueños a la orilla del lago, y los sueños no siempre son de fiar.
El olor empezaba a cambiar, a volverse más dulzón, adoptando una naturaleza que evocaba el incienso que las sacerdotisas quemaban en sus ceremonias, Índigo aspiró y sintió cómo el humo le llenaba los pulmones y la garganta.
—No creo que estuviera soñando, o que esté soñando ahora. —Se detuvo, intentando controlar mentalmente su rabia para reforzar su confianza en sí misma, pero de improviso resultó demasiado tenue para sujetarla y se le escapó, dejando tan sólo una renovada sensación de perplejidad.
La voz de su cabeza se echó a reír con suavidad.
—No, no estás soñando. Estoy aquí. No me imaginas.
—Entonces tampoco imaginé a Fenran.
—Puede que no. Eso debes decidirlo tú.
Índigo paseó la mirada a su alrededor, pero siguió sin poder ver nada; la oscuridad era total.
—¿Quién eres?
—Ya sabes quién soy.
Sí, lo cierto es que creía saberlo... Índigo apretó los dientes con fuerza, y los músculos de su garganta se contrajeron mientras el humo, empalagosamente dulzón ahora, la sofocaba.
—¿Dónde está Fenran? ¿Adonde ha ido, adonde lo has enviado?
—No lo encontrarás aquí. Sólo me encontrarás a mí, y a aquellos a quienes escojo como mis sirvientes, de la misma forma en que te he escogido a ti.
Índigo arrugó la frente, aunque por algún motivo desconocido le resultó un tremendo esfuerzo.
—No soy tu sirviente. Sólo reconozco a una señora: la Madre Tierra.
—¿Es así, Índigo? No lo creo. Me parece que, aunque todavía no te permitas creerlo, estás gobernada por otra.
Índigo volvió a sentir cólera; intentó una vez más sujetarla, y de nuevo su esencia la esquivó. No obstante, su voz era cortante al responder:
—¡No por ti, señora!
Una risita gutural resonó espectral en su cerebro, y la voz replicó:
—Ya lo veremos en su momento. Ahora, Índigo, yo hablaré y tú serás mi portavoz al igual que lo fuiste en la otra ocasión.
—No. —Índigo sacudió la cabeza—. No seré tu marioneta por segunda vez.
—Lo serás. Eres mi oráculo. Yo te he escogido, y no tienes otra elección más que obedecerme.
—Tengo toda... —empezó a decir Índigo, pero de pronto descubrió que ya no tenía voz. Tenía la lengua paralizada, pegada a la parte superior del paladar, y ni su fuerza física ni su fuerza de voluntad podían moverla. La suave risita volvió a resonar en su cabeza.
—¿Lo ves? Eres mi sirviente, Índigo. Ahora, escúchame con atención y transmite mis palabras a mi gente. Te están esperando.
A lo lejos, como el lejano rugir de las olas del mar, Índigo escuchó el sonido de innumerables voces. En un principio su sonido no era más que un rumor vago, pero se convirtió de inmediato en una única palabra cantada, que se repetía una y otra vez.
— ¡Habla! ¡Habla! ¡Habla!
La llamaban, llamaban al oráculo. Habían visto las señales y sabían que la Dama Ancestral estaba entre ellos, Índigo intentó resistirse a sus exhortaciones, pero la desorientación regresó a ella como una tremenda oleada y los sentidos la abandonaron. No podía ver, ni tocar; había perdido toda conciencia del propio cuerpo y parecía existir tan sólo como una mente sin envoltorio físico.
«Escucha, Índigo. Escucha y habla.»
No tenía elección. Las palabras la inundaban. Empezaba a convenirse en las palabras; no conocía otra cosa que no fueran las palabras. A la orilla del lago, en
medio de un mar de rostros levantados, el oráculo abrió la boca y un gemido de expectación se elevó en el aire. En otro mundo, en medio de la oscuridad y de la nada, Índigo intentó gritar. Sintió una violenta sacudida; una ráfaga de frío ártico la atravesó, y en ese mismo instante sintió cómo su mente caía impotente en un torbellino mientras el mundo físico la arrastraba de vuelta a la noche y el fuego bajo la fría mirada de la luna que empezaba a alzarse en el firmamento.
Los tambores volvían a sonar, apremiantes, insistentes; su repiqueteo tamborileó en sus huesos, y la luz de las antorchas llameó ante sus ojos, obligándola a parpadear y volver la cabeza. Unas sombras vagas se movían bajo la luz de las antorchas. Las sacerdotisas recorrían el arenoso redondel arrastrando los pies en una extraña danza; sus voces acompañaban el retumbar de los tambores mientras cantaban con tono agudo. Una nueva sombra apareció entonces en la base de la roca donde se encontraba la litera de Índigo; una figura trepó hasta ella y una fuerte mano cuadrada sostuvo una copa junto a sus labios, Índigo bebió con avidez, reconociendo la grave voz de Shalune cuando la figura dijo:
—Tranquila, ahora. Esto te ayudará.
«¿Grimya?» Con las ideas todavía confusas, Índigo buscó mentalmente la tranquilizadora presencia de la loba; pero no obtuvo respuesta.
«¿Grimya?» La incertidumbre se transformó en alarma, e Índigo se echó hacia adelante en su sillón. «¡Grimya!»
—¡Tranquilízate! —Shalune la obligó a recostarse otra vez, sus palabras un susurro sibilante—. Todo está bien.
Índigo apartó la copa que se le volvía a ofrecer, y murmuró excitada:
—¡No encuentro a Grimya!
—No está aquí. Regresó a vuestros aposentos. Yo la envié allí... Estaba asustada. Bebe un poco más.
—¿Asustada?
Anonadada, Índigo se vio cogida por sorpresa y tomó un nuevo sorbo de la bebida antes de darse cuenta de lo que hacía. El licor tenía un sabor dulce y fuerte; algún tipo de fruta fermentada, se dijo, y sin duda con una buena dosis de alcohol. Su cuerpo empezaba ya a relajarse, .Hinque su mente seguía hecha un torbellino. ¿Qué había asustado a Grimya? Intentó rememorar lo sucedido, y con un sobresalto advirtió que no recordaba absolutamente nada.
—¡Shalune! —Su voz era un agudo siseo—. ¿Qué sucedió? ¿Hablé? ¡No puedo recordar nada!
—Hablaste —respondió la mujer dedicándole su terrible sonrisa como muestra de satisfacción—. Silencio, ahora. Deja que la bebida haga su efecto y te devuelva las fuerzas. —Tras lo cual se acuclilló junto a la litera, impidiendo cualquier otra conversación.
Índigo se recostó en el sillón, contempló desconcertada el lago y las antorchas y a las mujeres que danzaban y cantaban. Empezaba a sentirse mareada por los efectos de la mezcla del incienso en el aire y del alcohol en el cuerpo, pero una única idea se había introducido en su cerebro y la atosigaba, negándose a ser reprimida. Algo no estaba bien. Sin duda, antes de que cayera en trance, la escena había sido diferente. El recuerdo seguía sin querer materializarse, y la bebida le embotaba el cerebro a la vez que aliviaba la tensión de los efectos posteriores a la conmoción sufrida; pero estaba segura de que había habido otras personas aquí, y que algo extraño e inquietante había sucedido. ¿O acaso se engañaba a sí misma? No, porque, si así fuera, ¿qué podía haber asustado tanto a Grimya que había estado dispuesta a huir de regreso a las cuevas?
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