Louise Cooper - Avatar
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Uluye señaló a lo alto y luego le tendió un objeto que sostenía. Se trataba de un traje parecido al de la sacerdotisa, pero teñido con un remolino de tonos azul, morado y negro, Índigo lo tomó indecisa y se señaló a sí misma.
—¿Quieres que me ponga esto? —preguntó en su propio idioma.
La mujer no respondió sino que se quedó contemplándola expectante. Tras una ligera vacilación, Índigo se encogió de hombros y empezó a cambiarse. El vestido era amplio y fresco, mucho más cómodo que su camisa y pantalones que además estaban llenos de manchas. Cuando estuvo lista, Uluye meneó la cabeza en señal de aprobación y abrió la marcha en dirección a la boca de la cueva. No conociendo sus intenciones pero deseosa de mostrarse cooperativa por el momento, Índigo la siguió, con Grimya pisándole los talones.
Salieron a la repisa de piedra e Índigo se detuvo asombrada ante la vista que se ofrecía a sus ojos. El sol sólo era visible ya como una delgada y llameante medialuna que sobresalía por encima de las copas de los árboles, bajo el reflejo de su luz el mundo parecía encontrarse e llamas. El lago era un enorme círculo rojo; el cielo sobre sus cabezas, una bóveda de brillante cobre; y, situados entre el lago y el cielo y el bosque envuelto en sombras, le muros de arenisca del zigurat refulgían rojos bajo los últimos rayos del atardecer. Por el este, empezaban a acumularse nubes, afilados haces que anunciaban las masas mi densas que se aproximaban desde la retaguardia. No soplaba ni una gota de aire.
Uluye las condujo al otro extremo de la repisa, done una escalera mucho más pequeña y estrecha que las grandes escalinatas que entrecruzaban la pared de roca a pies ascendía por el último tramo de la ladera hasta llega a la cima del farallón, Índigo miró a su alrededor y se sorprendió al descubrir que no se veía a nadie ni en este nivel ni en las repisas inferiores. Los rostros sonrientes y hospitalarios que había visto antes habían desaparecido, y peñón parecía totalmente desierto.
Iniciaron la ascensión, y, a medida que se acercaban final de la escalera, volvió a hacerse visible el fino penacho de humo, alzándose en dirección al cada vez más oscuro cielo. Un fuerte perfume flotaba en el aire, aumentando en intensidad cuanto más se aproximaban a la cima: picante, un poco acre, entremezclado con un deje de algo putrefacto y malsano. Ascendieron al fin los últimos doce peldaños y salieron a la parte superior del farallón, e Índigo contempló con asombro el espectáculo que se ofrecía a sus ojos.
Cuatro columnas truncadas de arenisca se elevaban unos seis metros sobre la cima del zigurat, delimitando un cuadrado casi perfecto. Unas losas de piedra formaban una terraza entre las columnas, y alrededor del cuadrado se veía a más de cincuenta mujeres de todas las edades, desde jovencitas a ancianas, en silenciosas y atentas hileras.
Hace o más iban armadas con lanzas, que sostenían formando un rígido ángulo ritual. Todas llevaban túnicas e iban cubiertas de adornos hechos de madera y de hueso; y todas estaban en completo silencio.
Pero no fue aquella gente que observaba y aguardaba la que captó la atención de Índigo, ni las columnas, ni siquiera el enorme recipiente de metal batido colocado sobre una plataforma del que surgía el humo del incienso en un torrente ininterrumpido y sofocantemente perfumado. Fue el sillón —trono sería quizás una palabra más adecuada— colocado frente a la peana, cerca del centro del cuadrado. Tallado a partir de bloques de arenisca, sus brazos y respaldo estaban esculpidos con complicadas y terribles figuras que mezclaban humanos, animales y otras formas inquietantes e innominables. Y, entronizado en el sillón en una horrible apariencia de majestad, ataviado con una amplia capa de plumas y coronado con un enorme y pesado tocado que empequeñecía incluso al de Uluye, había un cadáver.
La mujer debía de llevar muerta al menos quince días, y la descomposición provocada por el clima tropical en ese tiempo resultaba espantosa, Índigo desvió rápidamente la mirada después de echar un único vistazo al rostro devorado por los gusanos, a las vacías cuencas, a la mueca loca y demente de unos labios que se habían podrido para mostrar unos dientes a punto de desprenderse. Comprendió ahora que el nauseabundo olor dulzón que había pensado que formaba parte de las espesas nubes de incienso era, en realidad, el hedor que desprendía el cadáver, y estuvo a punto de vomitar. ¿Qué era esta criatura? ¿Cuál era su significado? ¿Y qué tenía que ver con ella?
Uluye avanzó hasta detenerse justo enfrente del cuerpo! sentado en el trono. Luego giró sobre los talones —su elevada figura iluminada teatralmente por las llamas del incienso que ardía en el recipiente situado a su espalda— alzó los brazos hacia el cielo y empezó a hablar. Índigo no comprendió más que unas pocas palabras y no pudo deducir nada de ellas, pero Grimya, que se encontraba junto a ella, aplastó de improviso las orejas contra la cabeza y sus cabellos se erizaron.
«Índigo... » Pero la loba no pudo seguir, pues Uluye dio por finalizado el discurso y las mujeres allí reunidas prorrumpieron en un sonoro lamento, seguido a los pocos segundos por el discordante sonar de las enormes trompas.
Sonriendo con torvo placer, Uluye se volvió una ve más y avanzó hacia el sillón de arenisca; tras realizar una superficial reverencia ante el cadáver del trono, extendió los brazos y le quitó la corona de la cabeza. Pedazos de carne y mechones de cabellos muertos se desprendieron de la cabeza al soltarse el tocado. Uluye retrocedió entonces, se dio la vuelta, y se acercó a Índigo con la corona en alto. La muchacha la observó sin comprender todavía hasta que el frenético mensaje mental de Grimya. consiguió atravesar su aturdimiento.
«¡Índigo! ¡He escuchado lo que decía! Esta,..., esta cosa, cadáver... era una persona sagrada para ellas, una de gran oráculo. Ahora el oráculo ha muerto... ¡y quieren que tú ocupes su lugar!»
Índigo sintió como si sus pies se hubieran fundido con la roca sobre la que descansaban. Sus ojos se clavaron en una sonrisa triunfante del rostro de Uluye y vio en los ojos de la alta mujer lo certero de la advertencia de Grimya, Abrió la boca pero, antes de que pudiera hablar o reaccionar, la mujer había dado el último paso al frente acompañada de una renovación de los gemidos y el rugir de las trompas, colocó la enorme y pesada corona en la cabeza de Índigo.
—No... —La joven empezó a retroceder—. No, oh, no. No comprendéis, no os dais cuenta, yo no soy...
Grimya ladró una advertencia, e Índigo se detuvo al encontrarse con que cuatro mujeres armadas le impedían la retirada. No la amenazaron, pero sus implacables expresiones y la simple presencia de las lanzas en sus manos excluían la necesidad de palabras o gestos.
Desesperada, Índigo buscó otras rutas de huida. No había ninguna. La escalera a su espalda era la única forma de descender de la cima del farallón, y las otras mujeres armadas con lanzas la habían rodeado hasta dejarla completamente cercada. Tanto éstas como las otras mujeres, espectadores, la miraban con aire expectante.
Índigo aspiró con fuerza para tranquilizarse y colocó una mano sobre la cabeza de Grimya para contenerla cuantío la loba empezó a gruñir amenazadoramente.
«Aguarda», dijo en silencio; luego, en voz alta, añadió:
—Uluye, se ha producido un gran error. —Sabía que la sacerdotisa no la comprendería, pero debía realizar algún intento de comunicarse antes de que la situación se desmandara por completo—. No sé lo que esto significa, pero no soy una diosa ni un oráculo ni lo que sea que parece creéis que soy. Uluye, tienes que intentar comprender...
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