Louise Cooper - Avatar
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Esta mañana, Shalune y sus acompañantes mostraban un aire de ansiosa expectación. Mientras andaban, las porteadoras de la litera cantaban una rítmica canción de marcha en una tonalidad menor ligeramente inquietante. Grimya que pudo comprender algunas de las palabras, dijo que era para expulsar a cualquier criatura, humana o no, que pudiera desearle algún mal al grupo. Parecía una precaución innecesaria, pues hacía más de un día que no habían pasado junto a ningún poblado, ni visto señal de actividad humana, en lo que parecía ser bosque virgen; pero, a medida que transcurría la mañana y el aire se calentaba hasta convertirse en un infierno abrasador, la canción se volvió más enfática, más apremiante... y, justo antes del mediodía, llegaron al final del viaje.
Índigo dormitaba de forma irregular e incómoda detrás de las cortinas corridas de la litera, pero la llamada telepática de Grimya la despertó con un sobresalto. Se incorporó sobre un hombro, apartando a un lado los sofocantes velos para poder ver, y sus ojos se abrieron de par en par por el asombro.
La maraña de árboles y maleza había cesado tan de improviso como si una guadaña gigantesca hubiera pasado por allí, y se encontraban a la orilla de un lago circular que reflejaba el profundo azul del cielo como si se tratara de un enorme espejo. El sol, casi directamente encima de sus cabezas en esta latitud, tenía un brillo cegador que blanqueaba el paisaje y laceraba los ojos de Índigo con su intensidad. Alrededor de la orilla del lago, los árboles se apiñaban unos contra otros, pero, en la orilla opuesta, el muro verde-grisáceo quedaba roto por un gigantesco farallón de roca roja, escalonado y aplanado en la cima para formar un zigurat que se alzaba por encima de los árboles. La fachada del zigurat estaba asaeteada de lo que parecían cuevas de una simetría antinatural, y en la cima truncada, demasiado distante para poder apreciar su origen, un fino penacho de humo se elevaba por el aire inmóvil.
Las mujeres depositaron la litera sobre el suelo. Miraban con ansiedad el farallón rocoso situado al otro lado del lago, e Índigo hizo intención de descender de la litera para reunirse con ellas. Al ver sus intenciones, Shalune hizo un gesto negativo, indicándole que permaneciera donde estaba. Luego rebuscó en la bolsa que llevaba y sacó un brillante disco de metal que parecía latón de unos veinticinco o treinta centímetros de diámetro. Shalune levantó los ojos hacia el cielo, guiñándolos un poco, y dio unos pasos en dirección al lago con el disco en alto, inclinándolo adelante y atrás para que reflejara los rayos del sol. Luego aguardó, y segundos más tarde un brillante puntito de luz centelleó desde el farallón como respuesta a su señal. Con un gruñido de satisfacción, Shalune volvió a guardar el disco en la bolsa; las mujeres levantaron la litera de nuevo y comenzaron a rodear el perímetro del lago. Llevaban recorrida quizá la mitad de la distancia que las separaba del zigurat, cuando una estruendosa fanfarria quebró el silencio. Grimya lanzó un agudo gañido de sorprendida protesta, e Índigo, inclinándose peligrosamente fuera de la litera, vio a un grupo de personas de piel oscura sobre un saliente cerca de la cima, con largos cuernos de latón apoyados contra los labios. Por dos ocasiones y luego tres veces más los cuernos resonaron ensordecedores; entonces se produjo un movimiento en el farallón, Índigo vio que un cortejo descendía a su encuentro.
Había escalones tallados en la roca, que descendían las empinadas terrazas zigzagueando junto a salientes y entradas de cuevas hasta una parcela de terreno arenoso que formaba un coso al aire libre entre el farallón y la orilla del lago. Una docena de mujeres bajaban por la escalera, como un refulgente río, conducidas por una figura alta y huesuda vestida con una delgada falda y un peto a juego de tela multicolor, y coronada con un tocado de plumas. La comitiva alcanzó el pie del último tramo de escaleras en el mismo instante en que llegaban ante él Shalune y el resto del grupo. Shalune se adelantó hacia la mujer alta y le dirigió un saludo ceremonioso. La mujer inclinó la cabeza, pronunció algunas palabras concisas como respuesta, y pasó junto a Shalune en dirección a la litera. Grimya, que se había acurrucado a la sombra de la litera y contemplaba a la desconocida con desconfianza, transmitió a su amiga:
«Me parece que es la que manda aquí, la soberana. Ten cuidado, Índigo. »
«Lo tendré. »
Índigo ya se había dado cuenta de que las acompañantes de la mujer alta iban armadas con largas lanzas y que unas incluso llevaban machetes colgando de sus cinturones de cuero, y sintió tanta desconfianza como Grimya mientras, despacio, salía de la litera y se quedaba de pie junto a ella.
Durante unos pocos segundos ella y la recién llegada se contemplaron fijamente, Índigo era alta pero esta mujer la sobrepasaba en más de media cabeza, y el tocado ponía aún más de relieve su altura, de modo que la joven se sintió empequeñecida. Unos intensos ojos oscuros situados en un rostro severo de mandíbula firme contemplaron a Índigo con suma atención; luego la mujer extendió una mano morena de dedos larguísimos y posó los primeros, dos dedos en la frente de Índigo. La muchacha contuvo la respiración pero no se movió, y al cabo de unos instantes la mano se retiró. Entonces, ante la sorpresa de Índigo,: la mujer inclinó la cabeza con los brazos extendidos en; un gesto inequívoco de respeto.
—Me llamo Uluye —dijo en su propia lengua, que en estos momentos Índigo conocía lo bastante bien como para comprender al menos unas pocas palabras—. Soy... —siguió; una palabra desconocida, que Grimya le facilitó en silencio.
«Es una. sacerdotisa,, como Shalune. Y yo estaba en lo cierto: ella es quien gobierna aquí. »
Índigo le dedicó una respetuosa reverencia al estilo de las viejas Islas Meridionales, que incluso después de todos estos años todavía le resultaba un gesto natural.
—Me llamo Índigo.
Le dio la impresión de no haberlo dicho con la inflexión correcta, pero Uluye pareció comprender perfectamente, ya que inició un largo discurso durante el cual repitió varias veces el nombre de Índigo. Grimya, realizando un supremo esfuerzo para poder seguirla y traducir el torrente de palabras, explicó a Índigo que se trataba de un discurso efe bienvenida y agradecimiento; agradecimiento: no sólo a Índigo, sino también a algo o alguien cuya naturaleza no comprendió.
«Una deidad, quizá», dijo, «pero no la Madre Tierra, o al menos no en la manera en que nosotras la vemos». Hizo una pausa mientras Uluye seguía hablando; luego continuó: «Quiere que la acompañemos, que subamos al farallón».
Uluye finalizó su discurso y extendió un brazo para! indicar en dirección a la escalera, Índigo indicó su conformidad con la cabeza y se volvió hacia la escalera. Las demás mujeres formaron detrás de ellas, Shalune justo a la espalda de Índigo, y las trompas volvieron a resonar mientras iniciaban el largo ascenso por la zigzagueante escalera. Resultó una ascensión agotadora, pero, tras cinco días sin poder hacer otra cosa que descansar en el interior de la litera, Índigo había recuperado una buena parte de las tuerzas y, aunque no transcurrió mucho tiempo antes de que los muslos le empezaran a doler terriblemente, sabía que podía llegar a la cima sin demasiadas dificultades.
El lago, con su franja de árboles, quedó a sus pies. Al verlo desde una nueva perspectiva Índigo descubrió que era casi un círculo perfecto, y, desde lo alto, sus aguas parecían un espejo azul-verdoso. Sospechó que debía de ser muy profundo; quizá se tratara de un volcán apagado desde hacía mucho tiempo, aunque no existía ninguna otra elevación exceptuando el farallón que pudiera haber formado parte de las paredes de un antiguo cráter. Pero, fuera el fuera su origen, una cosa era cierta: esta especie de poblado era una fortaleza ideal y prácticamente
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