Louise Cooper - Avatar

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«¿Sacerdotisa?»

«¡Sí!» La lengua de Grimya se agitó nerviosa.

Una sacerdotisa, Índigo consideró la idea con inquietud. Le resultaba imposible pensar con claridad; la fiebre no había desaparecido por completo y, además de su debilidad física, todavía sentía que podría recaer en el delirio con demasiada facilidad. Necesitaba tiempo para recuperar las fuerzas y la agudeza mental, tiempo para asimilar lo que Grimya le contaba y, por encima de todo, tiempo para meditar sobre lo que haría. Siempre que las sacerdotisas estuvieran dispuestas a dejarla opinar sobre su propio futuro.

De improviso se escucharon pasos en el pasillo y el murmullo apagado de voces. Grimya volvió la cabeza con un sobresalto culpable, y las cortinas se hicieron a un lado para dar paso a Shalune y a sus tres acompañantes.

Shalune vio a Grimya y su entrecejo se frunció al momento. Con un furioso denuesto, avanzó hacia la cama, dando enérgicas palmadas para sacar a la loba del lecho y de la habitación.

—¡No! —protestó Índigo—. Deja que se quede... quiero que se quede.

Shalune se detuvo. Grimya se había acurrucado en la cama llena de nerviosismo, e Índigo la rodeó con un brazo y la sujetó con actitud protectora. Mirando directamente a los ojos a la rechoncha mujer, repitió despacio y con claridad:

—Quiero que se quede.

Índigo estaba preparada para un enfrentamiento, pero éste no se produjo. En su lugar, la expresión de Shalune se transformó en una de sofoco. Realizó unos cuantos gestos indecisos, como si intentara confirmar lo que quería decir Índigo, y ésta asintió con energía, indicando primero a Grimya y luego dando palmadas sobre el lecho con gran énfasis. Shalune comprendió y, juntando las palmas de las manos en señal de obediencia, inclinó la cabeza, sumisa, y retrocedió un paso.

Entonces, ante el inmenso asombro de Índigo y Grimya, como si el gesto de su jefe fuera una señal convenida, las otras tres mujeres doblaron una rodilla en tierra en un saludo ceremonioso e inequívocamente reverencial.

CAPÍTULO 3

Transcurrieron cinco días más antes de que Shalune considerase que Índigo se encontraba en condiciones de viajar. Resultó un espacio de tiempo peculiar e incómodo, y que la presencia en el kemb de las cuatro sacerdotisas ejercía un efecto inhibidor sobre todos. La vida de la familia de comerciantes se vio alterada en gran medida. Ninguno de sus miembros escatimaba esfuerzos en servir a sus invitadas en todo lo posible, y estaba claro que se consideraban enormemente honrados con la visita, pero, con los mejores dormitorios cedidos a las forasteras, y una buena cantidad de transacciones comerciales perdidas durante las horas que dedicaban a ocuparse de éstas, el agotamiento empezó a hacerse sentir.

Hasta donde le era posible, Grimya se mantenía apartada de las sacerdotisas, pues no acababa de sentirse muy tranquila junto a Shalune y sus compañeras. El sentimiento no llegaba a antipatía o desconfianza; era tan sólo un instinto que no podía explicar de forma racional. No se lo mencionó a Índigo en los pocos momentos en que estaban a solas para no preocuparla, pero optó por el sencillo concurso de evitar la compañía de las cuatro mujeres siempre que podía.

Para empezar, la loba padeció muchas horas de soledad, Índigo dormía la mayor parte del tiempo, recuperando poco a poco las fuerzas, y, durante los cortos espacios de tiempo en que estaba despierta, Shalune acostumbraba mandar al menos a una de sus subordinadas para que le hiciera compañía en la cargada y silenciosa habitación. Por su parte, los habitantes del kemb se encontraban demasiado atareados para prestar mucha atención a Grimya —ni siquiera a los niños más pequeños se les concedía tiempo para poder jugar con ella— y, aparte de la rutina habitual de darle agua y comida y alguna que otra frase amable, se despreocuparon de ella por completo.

De haberse encontrado en cualquier parte del mundo que no fuera la Isla Tenebrosa, pensaba Grimya, podría haber pasado el tiempo cazando, uno de sus mayores placeres y que le habría permitido recompensar a sus generosos anfitriones con algo de carne fresca. Pero mediaba un gran abismo entre cazar en este malsano y opresivo bosque y andar al acecho y perseguir las presas por el fresco verdor del continente occidental o las nieves de El Reducto. Aquí existían trampas a cada paso: flores y hojas que picaban como avispones, reptiles que escupían veneno, criaturas reptantes que podían atravesar el pelaje más espeso para chupar sangre y provocar erupciones en la piel.

Además, Grimya no estaba muy segura de que quisiera atrapar —y mucho menos comer— los animales que había visto agazapados entre los árboles de por allí, pues había algo en ellos que le repelía. Tenían un aspecto insalubre, insulso, deforme y arisco, y totalmente extraño para una loba nacida y criada en el límpido y vigorizante frío del lejano sur. Sospechaba que la carne de estos seres, cruda y sin condimentos, poseería un sabor tan repelente como su aspecto, y — aunque sabía que era una comparación disparatada— le recordaban a las deformes criaturas que había visto, hacía más años de los que podía contar, en las emponzoñadas montañas volcánicas de Vesinum. Deseaba ardientemente que no se hubieran visto obligadas a venir aquí. La Isla Tenebrosa era conocida en todo el mundo como un lugar malsano y sórdido del que era mejor mantenerse apartado, y, cuando Índigo había tomado la decisión de abandonar la ciudad-estado de Davakos en el continente occidental y había iniciado de nuevo su peregrinar, Grimya había intentado por todos los medios persuadirla de no cruzar la enorme isla y buscar otra ruta para su viaje, Índigo se había negado en redondo. Debían ir en dirección nordeste, había dicho, y nordeste quería decir precisamente esto. La única otra posibilidad era navegar hacia el norte por el estrecho de las Fauces de la Serpiente y luego girar en dirección a las Islas de las Piedras Preciosas y el continente oriental situado más allá, y eso era algo que ella no deseaba hacer. Grimya había comprendido el motivo de su renuncia. Tanto las Islas de las Piedras Preciosas como el continente oriental guardaban terribles recuerdos para Índigo: recuerdos de amigos muertos hacia ya un cuarto de siglo durante su desesperada tentativa de desenmascarar a la Serpiente Devoradora de Khimiz; recuerdos, también, de amigos que habían sobrevivido a aquella prueba con ella pero que habían envejecido un cuarto de siglo mientras que Índigo permanecía igual, amigos que ahora resultarían irreconocibles, Índigo se resistía desesperadamente a correr el riesgo de volver a encontrarlos. Peor aún, no quería arriesgarse a descubrir que el tiempo había podido más que ellos y habían pasado a mejor vida. Ya había tenido que soportar ese golpe en una ocasión, cuando ella y Grimya regresaron a Davakos tras una ausencia de más de veinte años. Tenían una vieja y querida amiga entre los davakotianos, una dura mujer de pequeña estatura llamada Macee, que había sido a la vez, compañera de navegación y confidente de la época en que Índigo había formado parte de la tripulación del Kara Karai bajo sus órdenes, Índigo había prometido a Macee que algún día regresaría y, finalmente, había cumplido la promesa, pero para entonces ya era demasiado tarde y, cuando ella y Grimya llegaron a las costas de Davakos, descubrieron que la menuda capitana había llegado al final de MIS días e ido a reunirse en paz con la Madre Tierra.

Índigo se había sentido terriblemente afligida. Consideraba —y nada de lo que Grimya pudiera decir la haría cambiar de opinión— que había traicionado a su vieja amiga. La loba no comprendía tan complejo y típicamente humano razonamiento, pero conocía a Índigo lo suficiente como para creer que su decisión de viajar directamente a través de la Isla Tenebrosa y someterse a su malevolencia en lugar de tomar la ruta más fácil era una especie de penitencia autoimpuesta, una forma de expiar su fracaso infligiéndose a sí misma privaciones. Macee, pensaba Grimya con tristeza, jamás habría aprobado un comportamiento tan estúpido.

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