Louise Cooper - Avatar
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Aquella mañana resultó interminable para Grimya. Los sonidos de actividad humana se filtraban a través de las delgadas paredes del kemb desde la habitación almacén, confundiéndose con el soporífico zumbido de fondo de la jungla que rodeaba la edificación como una blanda manta. Uno de los niños le llevó un plato de comida y un cuenco de agua, pero, aunque bebió un poco, la loba no tenía hambre y la comida permaneció intacta.
Índigo murmuraba en su anormal sueño, revolviéndose de un lado a otro como si intentara escapar del particular infierno de la fiebre. En dos ocasiones gritó en voz alta en el idioma de su antiguo país de origen, llamando a su padre y a su madre y hermano, que llevaban muertos más de medio siglo, y gritando, también, el nombre de Imyssa, su anciana niñera. La mujer joven apareció al momento al escuchar los gritos y consiguió tranquilizarla, pero, cuando se fue, Índigo empezó a llorar con largos y terribles sollozos desquiciados, y sus labios secos y su inflamada lengua musitaron otro nombre que Grimya conocía muy bien: Fenran; el amor que Índigo había perdido, el hombre cuyo cuerpo y alma se encontraban retenidos en un mundo entre mundos, y al que soñaba con liberar. La loba cerró los ojos y volvió la cabeza cuando el murmullo vibró a través de la sofocante habitación, sintiendo que se inmiscuía en algo en lo que no tenía derecho a aventurarse, y lamió con la lengua el hirviente aire mientras intentaba refrescarse y pensar en otras cosas.
Grimya no podía calcular las horas en esta latitud desconocida, pero consideró que debía de ser cerca del mediodía cuando escuchó el ruido de gente que llegaba al kemb. La alertó el sonido de pies golpeando sobre los peldaños de madera; luego se escucharon exclamaciones, sofocadas apresuradamente, y nuevas voces —tres, o quizá uno— en la sala almacén. Grimya levantó la cabeza, las orejas estiradas al frente para captar los matices de los desconocidos sonidos. Tenía toda la impresión de que los recién llegados eran personas de cierta importancia, ya que la familia parecía hablar en tono respetuoso y parecía como si se llevara a cabo una especie de interrogatorio. Entonces la puerta situada al final del pasillo se abrió con una violenta sacudida y cuatro mujeres desconocidas hicieron su aparición.
Grimya, que se encontraba tumbada en el pasillo, se puso de pie al instante, aguijoneada por dos instintos independientes y violentos que sacudieron su mente de forma simultánea. Las recién llegadas eran desconocidas, una incógnita, y por lo tanto enemigas potenciales. Pero, junto con esto, sus agudos sentidos psíquicos habían registrado una acentuada sensación de poder.
El jefe del grupo vio a Grimya y levantó una mano para detener la pequeña procesión. Era una mujer de mediana rilad, piel caoba, cabellera negra y aspecto
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rechoncho, con grandes pliegues de grasa en los brazos desnudos y el pecho apenas cubierto. Llevaba una bolsa de piel colgada de un hombro, y en la mano derecha sujetaba un pesado bastón. La mujer se quedó inmóvil con las piernas clavadas en el suelo como pequeños troncos de árbol, y las intrincadas tallas de hueso que le colgaban sobre el rostro sujetas a una cinta de cuero que le rodeaba la cabeza tintinearon entre sí mientras contemplaba a Grimya con expresión feroz. Sus tres acompañantes eran más jóvenes pero no menos intimidantes. Más altas y delgadas que su jefe, llevaban los cabellos peinados en un complicado sistema de trenzas; dos de ellas tenían sigilos pintados en mejillas y barbilla, y las tres llevaban machetes colgados a la cintura.
Los pelos del lomo de Grimya se erizaron; les mostró los clientes, no queriendo demostrar una agresividad abierta pero indicando de todos modos que no se la podía tomar a la ligera. Entonces hizo su aparición la mujer joven del kemb, abriéndose paso por entre el grupo con gestos pacificadores y conciliadores. Tras hablar con la mujer gorda en tono respetuoso, inclinando la cabeza y juntando las manos, se acercó apresuradamente a Grimya y la tranquilizó, dándole a entender que las mujeres no constituían ninguna amenaza. La loba se apaciguó, aunque el halo de poder seguía inquietándola, y el grupo siguió adelante sin hacerle caso, en dirección a la cortina que cubría la entrada de la habitación de Índigo. La loba intentó seguirlas pero, llena de nerviosismo, la joven la empujó hacia atrás, repitiendo con gran énfasis la palabra que Grimya creía significaba «ayuda».
Las cuatro desconocidas desaparecieron en el interior de la habitación, y de detrás de la cortina surgieron unos murmullos rápidos y apenas audibles. Grimya oyó crujir la cama; luego, al cabo de unos momentos, la cortina se hizo a un lado y salió la mujer gorda. Las miró a las dos, con una mirada aguda e intensa, y pronunció tres palabras con vehemencia antes de darse la vuelta y volver a penetrar a grandes zancadas en la habitación. Los rudimentarios conocimientos que Grimya poseía de la lengua de estas gentes no eran suficientes para que estuviera segura de lo que se decía, pero una impresión telepática del significado, y la exclamación ahogada de la mujer del kemb, que parecía ser una mezcla de sorpresa y temor, fueron suficientes para confirmar su sospecha de que las palabras de la mujer gorda venían a decir más o menos: «es ella».
Grimya no sabía de dónde habían venido las cuatro desconocidas ni quién o qué eran, pero estaba claro desde el principio que la familia residente en el kemb las temía y respetaba. Lo que era más importante aún era que, al parecer, creían que las recién llegadas podían ayudar a Índigo allí donde sus propios esfuerzos habían fracasado. No se permitió a nadie presenciar lo que sucedía tras la cortina de la habitación, y Grimya no llegó a saber si los conocimientos utilizados por las mujeres se basaban en la medicina o en la magia, pero, después de una hora más
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o menos, la que parecía el jefe regresó a la habitación almacén con una expresión de austera satisfacción en el rostro.
Para cuando hizo su aparición, el kemb había sufrido una metamorfosis. La familia, cogida por sorpresa por la inesperada llegada de sus visitantes, había realizado un estudio desesperado para tener dispuesto todo honor y comodidad posibles para sus invitadas. Habían puesto a los niños a barrer y ordenar bajo las chillonas órdenes de una de las mujeres jóvenes, y la anciana señora y la esposa regordeta se encontraban muy ocupadas junto a la estufa de leña, mientras que los hombres habían colgado en las ventanas y puerta de la sala almacén un extraño pero evidentemente valioso surtido de adornos y fetiches. Del bosque circundante se habían traído a toda prisa manojos de hojas y flores carnosas de aspecto extraño para incorporarlos a las decoraciones y esparcirlos por el suelo, y también se había adornado un sillón de junco trenzado a modo de improvisado trono.
La mujer gruesa se detuvo en el umbral de la puerta que daba al pasillo y paseó la mirada por la habitación con expresión crítica. Todos los habitantes del kemb se encontraban reunidos con aire respetuoso en un lado de la sala, y durante quizá medio minuto nadie dijo nada. Entonces la mujer gorda hizo un rápido gesto de asentimiento con la cabeza y, tras proferir un gruñido que parecía significar muy bien, avanzó hasta el adornado sillón y se sentó.
La atmósfera se relajó de forma ostensible. Con un apagado suspiro de alivio, el más anciano de los hombres chasqueó los dedos en dirección a las mujeres de menor edad, y éstas corrieron junto a la estufa y empezaron a llenar cuencos de madera con el contenido de tres ollas que hervían sobre ella. Otro hombre sacó copas y vertió en ellas una infusión de olor penetrante contenida en una jarra de piedra. Entregó la primera copa a la anciana señora de la casa, quien por su parte la ofreció a la mujer gruesa, y la aceptación de ésta fue la señal para que se llenaran otras copas. Llegados a este punto, a la anciana se le permitió sentarse; los demás, no obstante, permanecieron en pie mientras las mujeres, mudas y con los ojos abiertos de par en par, depositaban cuencos de comida en el suelo a los pies de su invitada. La mujer seleccionó un bocado de cada uno, lo masticó con cuidado, asintió aprobadora y luego se volvió para hablar con la anciana, quien, al parecer, era la única de los presentes que merecía ser tratada de modo parecido a un igual.
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