Louise Cooper - Avatar
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impenetrable.
Se encontraban ya por encima de las copas de los árboles, y no había nada que las protegiera del calor que caía sobre ellas como plomo derretido. Grimya flaqueaba, la lengua colgando y los ojos sin brillo, pero se negó a aceptar ninguna ayuda y siguió adelante estoicamente. Subieron aún más, y ahora en cada recodo de la escalera aparecían salientes que conducían a las cuevas que salpicaban la pared. Una cortina de tela de color cubría la entrada de cada cueva, y, a su paso, las cortinas eran corridas a un lado y sus ocupantes salían a contemplar la comitiva. Índigo descubrió con sorpresa que, desde el más anciano al más joven, todos eran mujeres. ¿No había hombres aquí? Estaban los hombres fuera del poblado, o se mantenían ocultos por algún inescrutable motivo? Fuera cual fuera la verdad, no había duda de que las mujeres parecían satisfechas de su llegada, pues cada rostro lucía una sonrisa y varias voces se elevaron en vehemente saludo.
Uluye agradecía sus palabras con un gesto de la mano pero sin detenerse ni aminorar el paso, y no tardaron mucho en llegar a la última repisa, situada a unos seis metros por debajo de la cumbre del zigurat. Uluye tomó por repisa, que era lo bastante ancha como para mitigar ligeramente los efectos de su vertiginosa altura, y condujo la comitiva hasta la entrada de otra cueva, mayor que sus vecinas, rodeada de sigilos tallados en la roca y tapada una cortina tejida. Shalune se adelantó para apartar la cortina, pero Uluye llegó antes que ella. Ambas mujeres intercambiaron una severa mirada; luego Uluye abrió la marcha hacia el interior, y los ojos de Índigo se abrieron en apreciativa sorpresa al ver lo que había al otro lado.
La cueva había sido transformada en un hogar cómodo y bien equipado. El suelo perfectamente llano estaba cubierto de esteras, y las paredes se hallaban adornadas murales pintados. Había tres sillones de juncos trenzado con la tradicional forma de bote propia de la Isla Tenebrosa, un lecho también de juncos trenzados que colgaba a pocos centímetros del suelo, un hogar para cocinar rodeado de pucheros y utensilios, y un surtido de otros objetos prácticos, desde abanicos de plumas con brillantes mangos de madera a un espejo de metal, e incluso instrumentos para escribir tales como papiros y un estilete hueso. La habitación estaba iluminada por lámparas de arcilla que ardían con una luz azulada y despedían un dulzón perfume almibarado desde sus elevados nichos en las paredes.
Uluye miró a Índigo; Shalune permaneció expectante a su espalda. La joven comprendió entonces que esta cueva iba a ser su residencia, y que las dos mujeres aguardaban su reacción. Así pues, las miró, primero a una y luego a la otra, y sonrió vacilante.
—Está muy bien —les dijo en el idioma de ellas—. Muy bonito. Gracias.
Shalune mostró los dientes en la temible mueca que, supuestamente, era una sonrisa, y Uluye relajó su austera! actitud lo suficiente como para esbozar una leve sonrisa forzada.
—Comerás ahora —anunció—. Y luego... —Pero el resto de la frase resultó ininteligible para Índigo, y ésta sacudió la cabeza derrotada.
Permitid. —Era la única palabra que Índigo conocía por el momento del idioma de las mujeres que tenía una cierta relación con una disculpa—. No... estoy... —Pero sus limitados conocimientos no le sirvieron de nada, y realizó un gesto de impotencia.
Shalune pareció comprender y empezó a hablar rápidamente con Uluye, explicando, supuso Índigo, que su huésped no conocía todavía su idioma. Uluye asintió, dijo algo que Índigo creyó que significaba «después», y abandonó la cueva. Shalune la siguió con la mirada y luego se volvió hacia Índigo. Su expresión, con una ceja ligeramente alzada, resultó más elocuente que cualquier frase, y conformó la débil pero creciente sospecha de Índigo de que existía algo más que una pequeña disensión entre las dos mujeres.
Como no deseaba tomar partido hasta conocerlas mejor, la muchacha mantuvo una expresión reservadamente neutral, y, al cabo de unos pocos segundos, Shalune se encogió de hombros y se dirigió hacia el hogar. Los rescoldos de un fuego de leña brillaban entre las piedras, y algo hervía despacio en un puchero tapado de arcilla situado , aun lado del foco de brillantes rescoldos.
—Para ti —dijo Shalune, indicando la comida.
—¿Comerás conmigo? —se aventuró a tantear Índigo.
—No, no —respondió ella meneando la cabeza con energía; luego añadió una palabra que Índigo no comprendió—. Regresaré más tarde. Come y descansa. — Con las manos imitó a alguien durmiendo por si Índigo no la hubiera comprendido del todo y, tras dedicarle un respetuoso saludo, salió de la cueva.
Grimya, con las orejas bien estiradas hacia el frente, aguardó hasta que consideró que Shalune ya no podía oírlas; entonces se dio la vuelta y miró a Índigo.
—Ella y la otrrra no son muy bu... buenas amigasss, me parece —dijo en voz alta.
—Estoy de acuerdo. También yo intuyo que confiaría en Shalune antes que en Uluye, lo que es una lástima, ya que es evidente que es Uluye quien manda aquí.
—Sssí. —Grimya se sacudió de la cabeza a los pies—. Y todavía no sabemos qué es lo que qui... quieren de ti. Ese esss lo que másss me prrreocupa.
—Bueno, por el momento su actitud es tranquilizadora y eso parece confirmar lo que la piedra-imán nos dijo —Índigo jugueteó con la bolsa de cuero que le colgaba al cuello— Tendremos que esperar y ver.
—Crrreo —dijo la loba, bajando la cabeza— que esto es una especie de lugar religioso, como se nos ha dado a entender. Ese humo en la parte superior del farallón... ¿y templo, quizá?
—Probablemente. Aunque, si lo es, entonces, tal y cor dijiste antes, es casi seguro que no está dedicado a la Madre Tierra tal y como nosotros la vemos.
—También eso me prrreocupa —repuso Grimya echan do las orejas hacia atrás—. Si...
—No.
Índigo alzó una mano, anticipándose a las palabras la loba. Sabía que Grimya pensaba en la siguiente prueba que les aguardaba, el siguiente demonio que debían encontrar y derrotar, y dijo con suavidad:
—No creo que sea sensato hacer conjeturas sobre esto por ahora. En el pasado nos hemos equivocado demasía do a menudo para arriesgarnos ahora a dar por sentad que las cosas son necesariamente lo que parecen. Heme de tener paciencia, esperar el momento. —De improviso esto le resultó irónicamente divertido, y dejó escapar un débil carcajada hueca—. Después de todo, tiempo es la única cosa que no nos falta.
CAPÍTULO 4
Uluye regresó cuando el sol se ponía, Índigo había dormido algunas horas después de dar cuenta de la comida que las mujeres le habían dejado preparada, lo que resultaba sorprendente, ya que no había hecho otra cosa que dormir durante los últimos cinco días, pero el calor y el silencio resultaban soporíficos y se había amodorrado sin querer. Grimya —que había compartido la comida, aunque la encontró demasiado picante para su sencillo paladar— yacía enroscada en el rincón más fresco, y las dos levantaron la cabeza con un sobresalto culpable cuando la cortina se hizo a un lado y la alta sacerdotisa apareció en el umbral.
Uluye llevaba todavía el tocado de plumas pero había cambiado la túnica por un vestido largo y sin mangas, y de su cuello pendía un collar hecho de innumerables huesos ensartados, cada uno tallado para representar algún .animal o ave, que tintineaba a cada movimiento que realizaba.
—Estamos listas —dijo; al menos, Índigo creyó que eso era lo que quería decir—. Ven.
—¿Ven? —repitió la joven frunciendo el entrecejo, para luego inquirir—. ¿Adonde?
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