Louise Cooper - Avatar
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Viendo que la expresión de la mujer no había cambiado, pasó de inmediato al lenguaje telepático.
«¡Grimya, no tiene la menor idea de lo que digo! ¡Ayúdame, por favor!»
Devanándose los sesos, Grimya encontró una palabra en el lenguaje de la Isla Tenebrosa que creía que significaba «equivocado», Índigo la pronunció repitiéndola tres veces en tono perentorio y suplicante. La sonrisa de Uluye se tornó altanera, y la mujer sacudió la cabeza.
—No es un error —dijo con firmeza, y extendió una mano—. Ven.
«Grimya... »
«¡No quiere escuchar! Incluso aunque supiera las palabras apropiadas, ella no haría, caso, ¡Índigo, esto es peligroso! ¡Si no haces lo que quieren, temo que se vuelvan contra nosotras, y hay demasiadas lanzas para que podamos hacerles frente!»
Índigo había llegado a la misma conclusión. Parecía como si, por el momento al menos, no tuviera otra elección que acatar la voluntad de Uluye. Hizo un gesto del asentimiento, esperando que su nerviosismo no resultase demasiado evidente, y permitió que la mujer la tomara de la mano y la condujera hasta el trono de piedra. En el espacio de unos pocos minutos, el sol se había desvanecido por completo y el crepúsculo había dado paso a la oscuridad. Dos sacerdotisas alimentaban en aquellos momentos el enorme brasero, cuyas llamas se elevaron de improviso con más fuerza, iluminando la cumbre del farallón con una potente luz amarilla.
La criatura del trono pareció inclinarse en dirección al Índigo como si de improviso hubiera regresado a la vida,; ! y la muchacha se encogió con una exclamación ahogada antes de darse cuenta de que no se trataba más que de una ilusión creada por la parpadeante luz. La mezcla de los olores del incienso y del cuerpo en descomposición la mareaban, y el peso de la monstruosa corona le hacía perder el equilibrio; se sentía irreal, descontrolada, como inmersa en una pesadilla, sin nadie para despertarla.
Se produjo un leve centelleo en el cielo, y a lo lejos se escuchó el enojado retumbar del trueno. Uluye condujo a Índigo hasta el trono y ambas se detuvieron ante él. El hedor del oráculo difunto inundó las fosas nasales de la muchacha, y ésta se creyó a punto de vomitar, o incluso de desmayarse; consiguió mantenerse erguida con un gran esfuerzo, y entonces Uluye realizó un imperioso gesto con la mano libre y dos figuras borrosas se adelantaron. Avanzando hasta el Billón, levantaron el cuerpo del asiento. ! Uluye apartó a Índigo a un lado mientras bajaban el cadáver. Luego, con gran solemnidad, siguieron a la pequeña procesión por el suelo de losas hasta el borde del zigurat. Índigo miró abajo pero no vio nada excepto un débil fulgor oscuro allí donde debía de estar el lago. Todo
lo demás quedaba inmerso en la intensa oscuridad de la noche tropical.
De repente volvieron a brillar los relámpagos, dando momentáneamente a la noche un tono azul eléctrico y haciendo resaltar nítidamente a las dos figuras y su espantosa carga. Las mujeres allí reunidas empezaron a gemir de nuevo, y los gemidos se convirtieron en un cántico regular, rítmico y ululante que tenía como acompañamiento las trompas y un sonido que Índigo no había escuchado Insta entonces: el sordo retumbar de pesados tambores resonando allá abajo, ocultos en la oscuridad.
Las dos mujeres detenidas al borde del farallón —Índigo pudo ver ahora que una de ellas era Shalune— lanzaron un grito agudo que se elevó por encima del estruendo. Balancearon los brazos hacia atrás, las piernas firmemente apoyadas en el suelo, y, con un segundo grito ensordecedor, arrojaron el cuerpo del antiguo oráculo hacia arriba y lejos del farallón, Índigo tuvo una fugaz visión del cuerpo Arando y dando vueltas sobre sí mismo como una muñeca de trapo recortada contra el cielo. Entonces el zigzag de un cegador relámpago brilló casi encima mismo de sus cabezas, y el rugido del trueno ahogó todo otro sonido mientras un centelleo fosforescente allá abajo indicaba que el lago había aceptado la ofrenda arrojada a él.
Los cánticos cesaron y trompas y tambores quedaron en silencio mientras los ecos del trueno se desvanecían, Y, durante quizá diez segundos, la atmósfera resultó opresivamente silenciosa e inmóvil. Luego, débilmente al principio pero elevándose con rapidez en tono y en fuerza, las mujeres allí reunidas iniciaron un rítmico y susurrante cántico en el que repetían una y otra vez una única palabra: «habla, habla, habla», Índigo no comprendía su significado, pero las voces de las mujeres poseían un desagradable e insistente matiz que le produjo un escalofrío. De improviso, Uluye, que era la única que no se había unido al cántico, alzó de nuevo los brazos hacia el cielo y gritó con voz potente que resonó por encima del lago y del bosque:
— ¡Habla!
Uluye giró para colocarse frente a ella y se sumó al cántico de las demás mujeres. El brillo ansioso y casi fanático de sus ojos heló la sangre de Índigo al comprender ésta súbitamente lo que significaba.
—¡Habla! ¡Habla! ¡Habla!
Era una letanía ahora, una letanía y una exigencia que la muchacha no podía satisfacer. Intentó protestar, intentó hacer comprender a Uluye que ella no era y jamás podría ser su oráculo, pero las mujeres se apelotonaban a su alrededor, empujándola quisiera o no en dirección al trono de piedra, y sus negativas quedaron ahogadas por el cántico y por un nuevo trueno que sacudió el farallón. El trono se alzaba amenazador ante ella, y decenas de manos la empujaban hacia el elevado sillón y la obligaban a darse la vuelta; se estremeció al sentir el contacto de la dura piedra en la espalda y bajo los muslos. Entonces las mujeres retrocedieron como una ola al retirarse, e Índigo se encontró sola, sentada en el trono del oráculo.
El olor del incienso la hacía sentirse mareada, olor que se mezclaba ahora con el fuerte aroma de la inminente lluvia. No veía a Grimya entre el gentío que se amontonaba bajo la plataforma, y había perdido el contacto tal; su mente estaba demasiado trastornada y confundida para permitirle pensar con claridad.
Uluye se encontraba junto a ella, y de algún lugar había sacado un cuenco de madera lleno de agua, que colocó frente a los labios de Índigo. Ésta bebió agradecida con avidez antes de darse cuenta de que había algo más que agua en el recipiente: hierbas, polvos medio disueltos, sabores que no reconoció. Sintió cómo la refrescante bebida descendía por su garganta, y pensó que al menos le había suavizado los resecos labios y la garganta. La corona le pesaba; empezaba a dolerle la cabeza y se sentía arder, como si hubiera regresado la fiebre.
Los cánticos de las mujeres crecían y disminuían de volumen, crecían y disminuían, e Índigo tuvo la impresión de que formaban ahora en una procesión que desfilaba ante el trono de piedra; cada una de ellas, desde la más joven hasta la más anciana, se detenía para inclinarse respetuosamente ante ella al pasar. Vio las toscas facciones de Shalune y sus largas y ondulantes trenzas. Vio a una anciana que mascullaba y apenas si podía juntar sus artríticas manos. Vio a una jovencita solemne que se parecía a Uluye pero con veinte años menos. Vio a un bebé, farfullando y agitando las gordezuelas piernas, colgado de los brazos de su madre. Rostros oscuros en la penumbra, ojos que relucían como lámparas a la luz de las llamas, el rumor de pies desnudos al arrastrarse por el suelo y el incesante cántico: «¡habla, habla, habla!».
¡Grimya! Su mente era como un torbellino y gritó en voz alta el nombre de la loba, buscando desesperadamente algo a lo que aferrarse en el revuelto oleaje en que se hallaba sumida su conciencia.
La voz mental de Grimya pareció venir de muy lejos.
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