Louise Cooper - Avatar
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Retiró la cabeza de la abertura y volvió a deslizarse al interior de la cueva para ir a tumbarse junto a Índigo. La muchacha parecía dormir, lo que resultaba una bendición. Grimya rezó para que no se despertara en muchas horas. No quería tener que enfrentarse a ella e intentar responder a las preguntas que su amiga inevitablemente le haría, pues no sabía cómo podría explicar lo que había visto y oído en la cima del farallón cuando Índigo se había sentado en el trono de piedra.
Creía que la palabra para definir lo ocurrido era «trance», pero no estaba segura. Lo que sí sabía era que algo extraño y espantoso le había sucedido a Índigo allí arriba esta noche, y que la joven todavía no se había dado cuenta de ello. Algo, y Grimya no sabía lo que era o lo que podía presagiar, había ocupado el lugar de su amiga en aquel trono, y, durante unos pocos minutos aterradores, Índigo no había sido ella misma sino otra persona. Alguien que llevaba consigo el tufo de la muerte como una aureola.
Uluye y su séquito se habían deshecho de su viejo oráculo esta noche y habían colocado otro nuevo en su lugar, Índigo creía que las mujeres habían cometido un terrible error, pero, después de lo acaecido esta noche, Grimya empezaba a preguntarse si no sería Índigo, y no las sacerdotisas, quien estaba equivocada.
CAPÍTULO 5
De acuerdo con las estrictas órdenes de Shalune, a Índigo se la dejó descansar durante tres noches y los dos días que mediaban entre éstas. Al parecer, la fiebre había regresado, aunque con menos fuerza, y Shalune estaba claramente convencida de que su paciente no debiera haberse visto expuesta a los rigores de la ceremonia de la cima del farallón justo nada más llegar. Ella y Uluye sostuvieron una nueva discusión al respecto. En opinión de Grimya, que presenció la escena, la discusión pareció terminar en una especie de punto muerto, pero Shalune se salió con la suya e Índigo pudo recuperarse con tranquilidad.
Entretanto, Grimya y Shalune habían alcanzado un acuerdo tácito y no desprovisto de cierta reserva, basado si no en la confianza al menos en el respeto mutuo. Al ver aparecer a la mujer con la muñeca vendada la mañana siguiente a la ceremonia, Grimya se sintió totalmente avergonzada por su comportamiento, pero Shalune no le guardaba rencor y lo cierto es que parecía admirar la inquebrantable lealtad de la loba que la había impulsado a atacar ruando creía que Índigo podía estar en peligro. La sacerdotisa llevó a la loba un platillo especial de carne sin especias, que Grimya sospechó que era una oferta de paz, Y desde este momento se estableció entre ambas una relación regida por la cautela.
La verdad era que, con gran sorpresa por su parte, Grimya descubrió que ocupaba un lugar de honor en la ciudadela. Incluso Uluye, aunque reacia a abandonar su aire de rígida autoridad, la trataba con cortesía, y la actitud de algunas de las mujeres de los escalafones inferiores bordeaba casi en la veneración. Grimya tenía total libertad para vagar a su antojo por el poblado, y allá a donde iba encontraba gente que le daba la bienvenida, le llevaba pequeñas ofrendas de comida o cuencos de agua, e incluso le acariciaban el pelaje con suavidad como si creyeran que la loba les traería buena suerte. Grimya no tardó en comprender que, en su calidad de compañera de Índigo, se la consideraba casi como un avatar de la misma Índigo, y, hasta que la joven se recuperara de su recaída y pudiera, estar entre ellas otra vez, Grimya sería su apoderada a los ojos de las mujeres.
En otras circunstancias, Grimya habría disfrutado enormemente con las atenciones que se le brindaban, pero negros e inquietantes pensamientos le negaban tal placer. A juzgar por el comportamiento de las mujeres, y por las ofrendas que se amontonaban cada día a la entrada de la cueva, estaba claro que las sacerdotisas veneraban profundamente a Índigo, hasta tal punto que su posición en la ciudadela parecía encontrarse a sólo un paso de la de una diosa.
Sin embargo, bajo la superficie, existía un mar de fondo que la loba percibía pero no podía precisar, como un.; rastro en medio de un viento cambiante. No podía olvidar lo sucedido en el punto culminante de la ceremonia de la cima del farallón, y tampoco podía olvidar la expresión embelesada y ávida de los rostros de las sacerdotisas —y en particular del rostro de Uluye— al producirse aquel extraño acontecimiento. Aunque la información había permanecido sumergida durante los últimos días a causa de sucesos más inmediatos, la loba no había olvidado que la piedra-imán las había conducido aquí en busca de un demonio. Pero ¿qué clase de demonio sería?
Preocupada por sus reflexiones, decidió utilizar su libertad para moverse por el poblado. Con la ayuda de sus poderes telepáticos, que en ocasiones le permitían leer en mentes desprevenidas la esencia de intenciones ocultas, se dedicó en primer lugar a aprender más cosas sobre la lengua de la Isla Tenebrosa. Seguía grupos de mujeres cuantío se reunían para lavar la ropa en el lago y escuchaba sus conversaciones con atención, memorizando tantas palabras desconocidas como le era posible. Jugaba con las criaturas, cuya constante repetición de sus juegos favoritos las convertía en maestras excelentes aunque involuntarias. Permanecía en la cueva superior mientras Shalune se ocupaba de Índigo y la alimentaba con un oloroso caldo, y escuchaba los ceremoniales cánticos curativos que la mujer murmuraba en tanto realizaba su tarea. Y, gracias a tanto escuchar, observar y memorizar, Grimya aprendió con rapidez muchas cosas sobre su nuevo entorno.
Enseguida averiguó que los habitantes de la ciudadela del farallón eran exclusivamente del sexo femenino. Los hombres —de cualquier edad— tenían prohibida la entrada en la ciudadela, y el tabú, al parecer, era estrictamente respetado por la población local. Al igual que la familia de comerciantes del kemb, las gentes de los pueblos y aldeas de los alrededores sentían un temor reverencial por las sacerdotisas. Estas eran no sólo las guardianas e intérpretes indiscutibles de toda cuestión espiritual, sino también legisladoras, jueces, curanderas y consejeras. Con frecuencia se acercaban peticionarios a la ciudadela, y, a medida que la noticia de la presencia del nuevo oráculo se extendía, su número fue creciendo con rapidez.
En su primera mañana de estancia allí, Grimya vio llegar a la orilla del lago varios grupos e individuos solos, incluida una procesión de unas ocho o nueve personas de aspecto inquieto que tiraban de una carretilla cargada de provisiones. El convoy se detuvo junto a un árbol cuyas ramas más bajas estaban adornadas con pañuelos y fetiches de madera, y aguardaron allí hasta que dos sacerdotisas ataviadas con sendas túnicas descendieron del farallón con aire arrogante para ir a su encuentro. Inspeccionaron el contenido de la carretilla, que, al parecer, encontraron aceptable; otras dos mujeres descendieron de la ciudadela para llevarse las ofrendas, y los visitantes se sentaron a la orilla del lago para parlamentar con las sacerdotisas. La conversación se prolongó durante algo más de una hora; luego la carretilla, ahora vacía, les fue devuelta y los aldeanos se marcharon con las bendiciones de las sacerdotisas y una bolsa de hierbas medicinales. A su regreso a la ciudadela» las dos mujeres pasaron junto a la roca plana situada en el círculo de arena en la que estaba sentada Grimya; dedicaron a la loba una sonrisa unida a un gesto de saludo y siguieron adelante. Y, al escuchar su conversación mientras se alejaban, Grimya percibió por vez primera el nombre de «Dama Ancestral».
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