Louise Cooper - Avatar
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«¡No puedo llegar hasta ti! ¡Me sujetan! Índigo... »
Pero de improviso la llamada de la loba, los cánticos y la parpadeante y febril escena se vieron interrumpidas si uno si un grueso muro hubiera ido a caer entre Índigo y sus propios sentidos. Una violenta sacudida le recorrió todo el cuerpo, y un ramalazo de dolor insoportable se apoderó de ella; entonces la claridad regresó y le pareció ir flotando, sin cuerpo, en medio de la calma, la oscuridad y el silencio. Y alguien le hablaba.
No oyó las palabras, pero las sintió, y sintió detrás de rila la presencia que impregnaba la oscuridad que la rodeaba. Fría, reservada, secreta... e intensamente poderosa.
Existía algo amenazador en ella, pero Índigo no sintió temor. Era como si conociera —o casi conociera— la naturaleza de este poder, como si se hubieran encontrado en algún momento del pasado, aunque ese recuerdo se le escapaba ahora. Mientras la presencia hablaba, supo también que su mente inconsciente absorbía el mensaje, aunque al nivel consciente ella no percibía el contenido del mensaje ni su significado. Pero no parecía tener importancia. Estaba tranquila; se sentía en paz. No le importaba dejar que este momento de calma se prolongara todo el tiempo que la presencia lo deseara.
No sabía cuánto tiempo había transcurrido —si es que el tiempo era relevante en ese estado de ensoñación— antes de darse cuenta de que el insistente e inexpresivo mi mullo había cesado. La presencia empezó a retirarse, y repente Índigo sintió una sensación de frío tan Ínter como si estuviera inmersa en un invierno polar. Intentó abrir la boca para protestar, pero carecía de cuerpo, de presencia física, de medios con los que expresar su conmoción. Sintió que tiraban de ella, que la arrancaban del tranquilo corazón de la oscuridad para lanzarla contra discordante mundo exterior de luz y ruido, y, aunque intentaba luchar contra la tracción, estaba impotente. La oscuridad desaparecía cada vez más deprisa, más deprisa Entonces, justo antes de verse arrojada otra vez al mundo físico, Índigo vio dos ojos que la contemplaban desde vacío que dejaba atrás. Los ojos eran humanos, pero llenos del terrible conocimiento que trasciende las limitaciones humanas. Eran de un negro brillante, como estrellas negras, y alrededor de cada iris tenían una reluciente aureola plateada.
El mundo de las tinieblas expulsó a Índigo, que gritó de dolor y sorpresa cuando mente y cuerpo se fundieron de nuevo en una sola entidad, y la joven se encontró sentada muy erguida en el trono de arenisca bajo un cielo tormentoso iluminado por los relámpagos. Unas figuras oscuras se acercaban corriendo hacia ella; intentó levantarse pero perdió el control de las piernas, y habría caído del asiento de no haber sido por las manos que se extendieron para sujetarla. Algo siseaba a lo lejos como si fueran serpientes; escuchaba los ladridos de Grimya pero no podía verla. En ese momento, un rayo cegador centelle sobre sus cabezas, y el siseo que escuchaba como trasfondo se convirtió de improviso en un atronador rugido tiempo que los cielos se abrían y se iniciaba el diluvio.
Índigo lanzó una exclamación ahogada y se tambaleo bajo el terrible aguacero. El pie le resbaló sobre la piedra húmeda y perdió el equilibrio, produciéndose un doloroso arañazo en la pierna con el trono al doblársele las dulas. Voces agudas resonaron en sus oídos; mientras la mujeres intentaban ayudarla a incorporarse, la acometieron las náuseas y un delgado hilillo de líquido brotó de su garganta para derramarse sobre el suelo de piedra. De pronto se sentía sin fuerzas para luchar. Se encontraba demasiado enferma y débil para oponerse a las manos —parecía haber cientos de manos— que la tocaban, tiraban de día y la conducían. Ya no le importaba. Que hicieran lo que quisieran. Todo lo que quería era escapar. Lanzó un débil y sordo suspiro y se desplomó en sus brazos.
Las mujeres la bajaron por la escalera, traicioneramente resbaladiza ahora a
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causa de la lluvia, y la condujeron a la cueva que le servía de alojamiento. Grimya, que había descendido el tramo de escalera bien sujeta por dos de las sacerdotisas más fuertes, consiguió finalmente liberarse y se abalanzó sobre Shalune, a la que mordió cuando se . Cachaba para cubrir el cuerpo tiritante de Índigo con una manta. La mujer lanzó un juramento pero no permitió que las sacerdotisas golpearan a la loba en represalia. En lugar de ello, con una fuerza sorprendente, sujetó al furioso animal por el cogote hasta que éste se tranquilizó lo suficiente para comprender que nadie pretendía hacer daño a Índigo; luego la soltó y ordenó a las otras mujeres que abandonaran la cueva.
Índigo se daba cuenta de todo aquel alboroto pero se sentía demasiado agotada para abrir los ojos siquiera y ver lo que sucedía. Oyó cómo las mujeres se retiraban y escuchó voces que le pareció que eran las de Shalune y Uluye discutiendo cerca de la entrada de la cueva. Tras un violento intercambio de palabras, Uluye se marchó, pero, antes de que terminara la discusión, la palabra «fiebre», que Índigo conocía bien, llegó a los oídos de la joven en varias ocasiones. ¿Había regresado la fiebre? Eso temía, pues se sentía a la vez ardiendo y helada, y no podía desprenderse de la ilusión de que flotaba en el aire y de que sus dedos se habían hinchado hasta ser cinco veces más grandes de lo normal.
Alguien en algún momento le había quitado el pesado tocado. Le alegraba estar libre de él, le alegraba no estar sentada ya en el trono de piedra, con la carne de su rostro descompuesta y el cabello cayéndosele a mechones, y... No, no debía dejar que sus pensamientos fueran en esa dirección. Ella no era el oráculo muerto; ella era... otra persona. Otra persona.
El rumor de unas pisadas sordas penetró en su mente distraída, y una áspera mano cuadrada, mojada por la lluvia, se posó con firmeza sobre su frente. Shalune gruñó como si hubiera obtenido justificación a alguna opinión particular suya; luego miró con severidad a Grimya, que se agazapaba a la defensiva cerca de Índigo, sobre el suelo de la cueva.
—Quédate ahí —dijo con firmeza; el tono de su voz indicó a Grimya que la mujer no tenía la menor duda de que la loba la comprendería—, Índigo necesita descansar.. ! Guárdala.
¿De qué?, pensó Grimya, pero no podía preguntarlo, y Shalune no facilitó más explicaciones. El ruido de la tormenta quedaba amortiguado en el interior de la cueva aunque alguno que otro relámpago iluminaban vívidamente el interior de vez en cuando. Shalune removió las brasas del fuego del hogar para reanimarlas y, tras comprobar las lámparas de arcilla para asegurarse de que no era precioso volver a llenarlas, se dirigió a la cortina que cubría. entrada. Volviendo la cabeza, dijo algunas palabras más, de entre las cuales Grimya captó las que querían decir «dormir», «fiebre» y «por la mañana»; luego apartó la cortina a un lado y salió al torrencial aguacero.
Grimya se quedó contemplando la cortina durante uní buen rato después de la marcha de Shalune. Por fin se alzó y avanzó despacio hasta la entrada de la cueva. La tormenta estaba consiguiendo refrescar un poco la noche, pero la creciente humedad provocada por la lluvia convertía la atmósfera en opresiva. Un siniestro olor a tierra procedente del bosque que se extendía allá abajo se entremezclaba con el aroma eléctrico del ozono. Volvió a centellear el relámpago, pero en la lejanía ahora, y el trueno que lo siguió no fue más que un débil retumbo en la distancia. La loba levantó la cabeza y clavó la mirada en los escalones que ascendían por la ladera del peñón hasta la cima.
No se percibía olor a incienso; no había la menor señal de humo ni se reflejaba ningún resplandor procedente del fuego del brasero. Las mujeres se habían retirado a sus alojamientos, y la noche permanecía en calma.
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