No contestó nadie.
Se quedó petrificada por el miedo en ese momento. ¿La había engañado Loki? ¿Había huido? Echó un vistazo al hueco, casi esperando que un alud de efémeros emergiera del pozo abierto a sus pies.
Pero en vez de eso únicamente hubo silencio. «Confía en mí», le había dicho, pero él le había mentido y fue entonces cuando le vinieron a la cabeza las palabras del Oráculo: «Veo un traidor en la puerta».
¿Era Loki el traidor?
Sólo había una forma de averiguarlo.
La muchacha cerró los ojos y saltó.
No tuvo sensación alguna de caída. Maddy pasó del corredor a la celda de debajo con un único paso y durante unos segundos permaneció sumida en la más absoluta oscuridad. No había nada a sus pies ni encima de su cabeza, ni tampoco ningún indicio, ni siquiera el eco, de lo que podría esperarle.
– ¿Estás ahí, Loki?… -susurró a la oscuridad.
Entonces, formó la runa Sol, la Luminaria, y una luz fulgurante iluminó todo el espacio.
Maddy se quedó muy aliviada al ver que su compañero de aventura seguía allí. Ambos se hallaban de pie sobre un estrecho saliente mirando un bloque de piedra más o menos del tamaño de las puertas de un granero. Daba la impresión de estar suspendido sobre la nada más absoluta encima de un abismo que devoraba la luz de Sol sin devolver a cambio otra cosa salvo vacío. La piedra estaba dando vueltas en el aire muy despacio a poco más de quince metros de ellos. Ella logró atisbar cadenas fijadas a la parte inferior de la roca y al final de las mismas había un juego de bamboleantes grilletes vacíos…
…pero lo que atrajo de verdad la atención de Maddy fue la criatura colgada encima del bloque y su ponzoña, tan fétida que bastaba para licuarle las tripas a pesar de la distancia.
– Todo está en orden -le aseguró Loki-. No puede moverse de la roca.
– ¿Cómo lo sabes? -inquirió Maddy, mirándole fijamente.
– Confía en mí. Lo sé. Te enteras de ese tipo de cosas cuando llevas un par de años frecuentando a los parroquianos de por aquí. -Entrecerró los ojos para observar a la serpiente que no dejaba de girar en círculos-. Imagínate, si puedes, Maddy, cómo sería estar encadenado a esa roca cabeza abajo con esa cosa. -Se estremeció-. ¿A que ahora entiendes por qué estaba más que predispuesto a hacer lo que fuera para liberarme? ¿Verdad, Maddy? -La serpiente siseó como si le hubiera oído-. Lo sé, lo sé -continuó Loki-, pero en realidad, no tuve elección. Sabía que podía escapar solo… El Averno es un lugar enorme y podía haberles llevado siglos percatarse de mi desaparición, pero si intentaba liberarte a ti también…
– Disculpa -le interrumpió Maddy-, ¿le estás hablando a la serpiente?
– Ésa no es una serpiente cualquiera -repuso Loki-. Permíteme que te presente a Jormungard, Maddy, también conocido en la buena sociedad como la Serpiente de los Mundos, el flagelo de Tor, el dragón de las raíces del fresno Yggdrásil. Mi hijo.
Muy lejos, en una cámara inexpugnable de la Ciudad Universal en Finismundi, las inquietantes noticias de las lejanas Tierras Altas habían originado un debate de varias horas de duración en el seno del Consejo de los Doce, donde había tenido lugar una acalorada discusión.
Las alarmantes nuevas habían provocado una reunión tan apresurada de dicho órgano que muchos la habían calificado de improcedente. En circunstancias normales, habrían tenido lugar muchos encuentros previos al debate en el Consejo, además de una semana de plegarias, ayuno y meditación acerca de los estados elementales, intermedios y avanzados de la dicha espiritual para concluir finalmente con una reunión de notables armados con la Palabra de entre cuyos instruidos miembros se elegiría a los doce encargados de invocar al Innombrable.
La actual reunión se había convocado en cuestión de días, lo cual, en opinión de su portavoz, el magistrado emérito número 369, un menudo octogenario ataviado con ropajes escarlata a quien el enorme trono del cargo empequeñecía hasta hacerle parecer un monito, demostraba una impetuosidad y una irreflexión que resultaban tan peligrosas como indecorosas.
Empero, los demás no estaban de acuerdo con esa postura y a resultas de esa opinión la ceremonia había sido lo más breve posible y se había elegido mediante sorteo a los doce miembros, todos extraídos de los altos cargos del Orden, que iban a disfrutar del privilegio de la comunión.
Entre los afortunados figuraban el magistrado emérito, su cofrade el magistrado 73.838, que a sus setenta y cinco años no pasaba de ser un subalterno, y otros magistrados más de diferente jerarquía, incluyendo al miembro más antiguo del Orden, el magistrado número 23.
Todos ellos habían ayunado y orado para purificarse, todos habían entonado los cánticos y practicado unos profundos ejercicios de meditación acerca de la Palabra antes de congregarse finalmente en la Cámara Sinodal, un enorme auditorio, sito en el centro de la Ciudad Universal, donde había una docena de hileras de bancos vacíos alrededor de una única mesa de conferencias, un enorme y pesado mueble tallado en roble.
La comunión con el Innombrable era un espectáculo poco interesante, como la mayoría de las ceremonias más secretas del Orden, y cualquier observador externo la habría calificado como un soberano aburrimiento: doce ancianos vestidos de rojo alrededor de una mesa con un ejemplar del Buen Libro en el atril de lectura, ubicado en el centro. Varios de los participantes parecían dormidos y la escena podría haber pasado por la de un seminario cualquiera donde el lector parecía estar desplomado sobre el facistol entre el polvo en suspensión que brillaba a la luz de los rayos del sol vespertino.
Ese hipotético concurrente habría tenido dificultades para percibir la Palabra, pronunciada en voz alta una hora más tarde por todos los asistentes sentados a la mesa de forma simultánea. Irrumpió como un estremecimiento en el aire, el efecto de la Palabra parecía como si un niño pequeño hubiera hecho cabrillas y la piedra rebotara sobre la superficie del agua, causando a lo largo de todo el trayecto una serie de ondulaciones cada vez más amplias.
El primero en sentirla fue el magistrado número 23, el más antiguo de los miembros del Consejo de los Doce, un hombre consumido de piel arrugada como una manzana de invierno, de quien se rumoreaba que su pasado se remontaba al comienzo mismo del Orden.
– Oh, Innombrable -saludó el anciano.
Todos cuantos se hallaban sentados a la mesa se estremecieron de temor a pesar de haber gozado de la experiencia de la comunión al menos una docena de veces a lo largo de sus vidas y tuvieron que luchar con la misma sensación que había estado a punto de aplastar a Elías Rede.
Aquellos hombres eran los notables del Orden, y eso suponía una diferencia, por supuesto, pero aun así, el magistrado número 23 sintió una pesadez abrumadora cuando el Innombrable le ocupó la mente con su presencia.
«OS ESCUCHO», bramó una voz que reverberó en las mentes de los participantes en el Consejo e hizo estremecer a todos, desde el magistrado y el examinador hasta el más humilde de los participantes.
El magistrado número 23 sintió el peso abrumador de la voz mientras creía atisbar la lejana orilla de los dominios del Innombrable en el rincón más recóndito de su mente, un lugar donde gobernaba el Orden Perfecto de modo absoluto y el creyente recibía tanta dicha como era capaz de soportar.
El magistrado se preguntó si lograría resistirlo. Temía que su mente no fuera otra cosa que Caos incluso después de todas sus prolongadas jornadas de meditación, y el temor que había ocultado con tanta diligencia durante todos sus años de carrera como magistrado salió a la luz como un corcho picado sale a la superficie del agua.
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