Margaret Weis - El templo de Istar

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Hizo ademán de volverle la espalda pero, sorprendido, se detuvo al constatar que las miradas de los parroquianos confluían en él como una súplica expectante.

«¿Qué quieren que haga yo? ¿Atacarlo? ¡Vaya héroe sería si derribase al borrachín de la ciudad!», pensó en pleno acceso de cólera.

Un sollozo a escasa distancia interrumpió el curso de sus cavilaciones. Era Tika quien gemía, a la vez que se dejaba caer en una silla y, enterrado el rostro entre las manos, rompía a llorar como si le hubieran destrozado el corazón.

—Te pedí que abandonaras el local —logró articular en su llanto.

El perplejo Tanis consultó a Riverwind con la mirada, pero el hombre de las Llanuras estaba tan ignorante de la situación como su amigo y así se lo dio a entender. En el curso de estos breves intercambios, el intruso había avanzado unos pasos inseguros hacia el centro del local, y no cesaba de lanzar enfurecidos improperios contra todos.

—¿Qué es esto? ¿U-una fiesta? Y n-nadie ha in-invitado a su viejo… na-nadie me ha invitado a mí, p-por lo que veo.

No obtuvo respuesta. Los grupos reunidos en torno a las mesas se obstinaban en dirigir sus ojos hacia Tanis, con tal insistencia que incluso el borrachín se fijó en él. Intentó frenar el torbellino que giraba en su mente y le impedía distinguir al semielfo con claridad. A su pesado estupor vino a sumarse un incierto enfado hacia aquel personaje a quien reprochaba los males que él mismo se infligía. Pero, de forma repentina, sus pupilas se dilataron, sus labios se ensancharon en una sonrisa alelada y su cuerpo entero se inclinó hacia adelante, al mismo tiempo que extendía los brazos.

—Tanis, ami…

—¡En nombre de los dioses! —exclamó el interpelado, reconociéndolo al fin.

El colosal individuo, en su vacilante zancada, tropezó contra una silla y permaneció unos momentos meciéndose inestable, cual el árbol recién talado antes de venirse abajo. Sus iris danzaban de un lado a otro, tan enloquecidos que la muchedumbre, asustada, se apartó de él. Con un estrépito que sacudió los cimientos de la posada Caramon Majere, otro héroe de la Lanza, se derrumbó a los pies de Tanis.

3

El ocaso del guerrero

—¡En nombre de los dioses! —repitió el semielfo y, consternado, se volcó sobre el comatoso guerrero—. Caramon…

—Tanis. —El tono apremiante de Riverwind lo obligó a alzar la vista. El hombre de las Llanuras cobijaba a Tika en sus brazos mientras trataba, junto a Dezra, de consolar a la desdichada joven, pero el círculo de parroquianos se cerraba alarmante en torno al trío. Se empecinaban unos en hacer preguntas al que-shu o solicitar la bendición de Crysania y otros, en cambio, exigían más cerveza o bien contemplaban la escena boquiabiertos.

—La taberna queda cerrada a partir de este momento —anunció el semielfo con resolución.

Se produjo un revuelo de protestas entre el gentío, contrarrestadas por unos aplausos en la esquina opuesta. Los clientes allí reunidos creyeron entender que el héroe de la Lanza los invitaba a una ronda de bebidas.

—Hablo en serio —insistió Tanis con firme ademán, sobreponiéndose a abucheos y vítores. Cuando se restableció la calma añadió—: Os agradezco la cálida acogida que me habéis dispensado, no sabría explicaros lo que significa para mí regresar a casa. No obstante, mis compañeros y yo deseamos estar solos. Os ruego pues que os vayáis…

Se alzó un murmullo de comprensión acompañado de algunos palmoteos de buena voluntad, y sólo unos pocos esbozaron mordaces comentarios a tenor de que «cuanto más rango ostenta el caballero tanto más centellea la armadura en sus ojos», un viejo refrán de los tiempos en que la población se mofaba de los Caballeros Solámnicos. Tras dejar a Tika al cuidado de Dezra, Riverwind recorrió la sala a fin de hostigar a varios rezagados, que creían que la orden de Tanis no les incumbía a ellos. El semielfo montaba guardia junto a Caramon, quien exhalaba sonoros ronquidos en el suelo, y de ese modo impedía que alguien lo pisoteara al salir atropelladamente. Intercambió miradas con el hombre de las Llanuras cada vez que pasaba a su lado, pero no hallaron ocasión de hablar hasta que se hubo vaciado el local.

Otik Sandeth se apostó en el umbral, desde donde daba las gracias a todos por su presencia y les aseguraba que la posada se abriría la noche siguiente a la hora habitual. En cuanto se hubieron marchado los últimos clientes, Tanis avanzó hacia el retirado propietario, incómodo y avergonzado, pero antes de que le ofreciera sus excusas éste se apresuró a susurrarle:

—Me alegro de que hayas vuelto. Atrancad los accesos cuando termine la reunión. —Tenía la mano del semielfo estrechada entre las suyas, y aún la apretó más al lanzar a Tika una furtiva mirada y recomendar al héroe, como si quisiera conspirar con él—: Si ves que la muchacha sustrae una pequeña cantidad de dinero de la caja, no te preocupes. Sé que lo repondrá, así que finjo no advertirlo. —Desvió entonces los ojos hacia el yaciente Caramon y la tristeza invadió sus facciones—. Estoy convencido de que puedes ayudarle.

Tras concluir su discurso el anciano se despidió con una inclinación de cabeza y se dejó engullir por la negrura, apoyado en su bastón.

«¡Ayudarle! —se desesperó Tanis—. ¡Y pensar que yo he acudido a la posada buscando su auxilio!». El guerrero emitió un ronquido más estentóreo de lo corriente, se incorporó sobresaltado, eructó una bocanada de efluvios alcohólicos y se zambulló de nuevo en su sopor. Tanis consultó en silencio a Riverwind y meneó la cabeza, presa del desencanto.

Crysania, que se había mantenido al margen de la situación, dedicó a Caramon una mirada entre reprobatoria y piadosa.

—Pobre hombre —comentó sin alzar la voz, con el Medallón de Paladine refulgiendo a la luz de las velas—. Quizá yo…

—No hay nada que puedas hacer por él —se opuso Tika llena de amargura—. No necesita que le curen, sólo está ebrio. ¡Ha pillado una tremenda borrachera, eso es todo!

La sacerdotisa quedó perpleja ante una respuesta tan desabrida pero Tanis, al imaginar que su réplica podía crear un serio conflicto, decidió no darle tiempo a reaccionar.

—Creo que entre los dos podremos transportarlo a su cama —sugirió a Riverwind después de examinar a Caramon.

—Dejadle donde está —lo atajó Tika, enjugándose las lágrimas con el repulgo de su mandil—. Ha dormido muchas noches en el suelo de la taberna, una más no le hará daño. Quería contártelo, de verdad —dijo al semielfo—. Si no lo hice fue porque abrigaba la esperanza de que se obrase un milagro. Verás, se excitó sobremanera al recibir tu mensaje y, durante un tiempo, recuperó la serenidad. Era casi el Caramon de nuestras aventuras, el que yo amé, y supuse que un encuentro contigo lo cambiaría definitivamente. Ése fue el motivo de que te dejara venir. Lo siento —se disculpó, y hundió la cabeza en su pecho.

Tanis se erguía aún al lado del guerrero, indeciso y petrificado.

—No entiendo nada. ¿Desde cuándo…?

—¡Con lo que me habría gustado asistir a tu casamiento! —suspiró la joven pelirroja sin cesar de formar nudos en los pliegues del delantal—. Pero no podía llevarle en un estado tan lamentable. —Prorrumpió de nuevo en sollozos, y Dezra la rodeó con sus brazos.

—Vamos, siéntate e intenta tranquilizarte —la confortó, conduciéndola hasta un banco de trabajado respaldo.

La posadera obedeció, pues las piernas apenas la sostenían, y siguió sumida en su crisis, ajena a cuanto sucedía a su alrededor.

—Imitemos a Tika y tomemos asiento —propuso el semielfo—, todos debemos recobrar la compostura. —Al descubrir que el enano gully los espiaba desde detrás del mostrador, le encargó—: Sírvenos un barril pequeño de cerveza con varias jarras, vino para la sacerdotisa Crysania y una fuente de patatas especiadas…

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