Margaret Weis - El templo de Istar

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A los labios de Crysania asomó una mueca, pero el semielfo advirtió que no era una señal de asentimiento. Se trataba de un gesto tolerante por el que le daba a entender que estas cuestiones familiares y políticas no merecían el interés de alguien tan elevado en sus miras.

En el momento en que llegaban a la puerta de la taberna, Tanis reveló a su acompañante:

—Además, añoro a Laurana. Resulta curioso el hecho de que en nuestra vida cotidiana, pese a estar cerca uno del otro, nos absorben tanto nuestras respectivas obligaciones que en ocasiones pasamos varios días sin intercambiar un saludo o una caricia, salvo en los intervalos en que salimos de nuestros mundos. Ahora, sin embargo, cuando nos separa una distancia tangible, me asalta a menudo la impresión de que me falta mi brazo derecho. Y no he de pensar en ella para que me invadan tales sentimientos, es algo que surge de forma espontánea…

Calló de repente, convencido de haberse puesto en ridículo al hablar como un necio adolescente. No obstante, pronto constató que Crysania no lo escuchaba en absoluto pues su rostro marmóreo había adquirido, si cabía, una mayor lividez, hasta tal extremo que el resplandor argénteo de la luna se revestía de cierto calor al compararse con aquella epidermis. Meneando la cabeza, el semielfo abrió la puerta sin poder reprimir un suspiro de pesar. «No envidio a Caramon ni a Riverwind», se dijo interiormente.

Los sonidos familiares, la tibia atmósfera de la posada abrumaron a Tanis quien, durante unos segundos, lo vio todo envuelto en una nebulosa. Distinguió el perfil de Otik, más viejo y más orondo, apoyado en un bastón mientras se aproximaba para palmearle fuertemente los hombros en señal de bienvenida. También había personas con las que nada había tenido que ver en el pasado y que, por alguna razón, ahora apretaban su mano entre apasionadas muestras de amistad.

Al fondo, en un segundo plano respecto a la barahúnda, el viejo mostrador lanzaba cegadores destellos a través de su pulida superficie, y al dirigirse hacia él poco faltó para que el semielfo pisara a un enano gully. De pronto, se plantó frente a él un individuo altísimo cubierto de pieles, y se encontró sin saber cómo estrujado en un cariñoso abrazo.

—Riverwind —susurró sin aliento, aferrándose al cuerpo del hombre de las Llanuras.

—Hermano —respondió éste en que-shu, el dialecto de su pueblo. Los parroquianos del albergue se abandonaron a una retahila de atronadoras aclamaciones, si bien Tanis no les prestó atención por haber retenido su mirada la mano que acababa de posar sobre su brazo una mujer poseedora de una flamígera melena y un sinfín de pecas en la faz. Sin deshacerse del abrazo del fornido hombretón, el semielfo atrajo a Tika hacia él y los tres se fundieron en un círculo cerrado de amistad que no admitía ni el paso de una brizna de aire. Era el suyo un vínculo de dolor y de gloria.

Fue Riverwind quien los incitó a recobrar la cordura. Poco acostumbrado a exhibir en público sus sentimientos, el corpulento guerrero se recompuso entre toses nerviosas y retrocedió, pestañeando y adoptando una actitud ceñuda hasta ser otra vez dueño de sus actos. Tanis, bañada su rojiza barba por las lágrimas, dio a Tika un nuevo apretón y estudió el interior del local.

—¿Dónde está ese forzudo que tienes por esposo? —inquirió jovial—. ¿Dónde se ha metido Caramon?

Fue una pregunta sencilla, natural, y Tanis no estaba preparado para la reacción que provocó. Los presentes se sumieron en el silencio, como si una criatura misteriosa los hubiera confinado en un tonel y Tika, por su parte, se ruborizó y, tras farfullar unas palabras ininteligibles, encorvó la espalda a fin de levantar en el aire al enano gully y zarandearlo, con tal fuerza que los dientes de éste comenzaron a castañear.

Anonadado, el semielfo consultó al hombre de las Llanuras con los ojos, pero el bárbaro se limitó a encogerse de hombros y enarcar las cejas. Dio entonces media vuelta, resuelto a esclarecer el misterio directamente con Tika, pero lo inmovilizó el gélido contacto de unos dedos en su brazo. ¡Crysania! La había olvidado por completo.

Ahora le tocó a su semblante el turno de sonrojarse, y se apresuró a hacer las consabidas, aunque tardías, presentaciones.

—La dama que me acompaña es Crysania de Tarinius, Hija Venerable de Paladine —anunció con tono formal—. Crysania, éstos son Riverwind, príncipe de las tribus de las Llanuras, y Tika Waylan Majere.

La sacerdotisa se desanudó la capa de viaje y retiró la capucha de su cabeza, de tal manera que el Medallón quedó al descubierto y despidió chispas bajo las velas. La túnica de pura y blanca lana de oveja de la mujer asomó entre los pliegues del manto, y un murmullo de respeto y temor circuló de boca en boca.

—Una alta dignataria del culto a los dioses…

—¿Has oído bien su nombre?

—Es Crysania, la persona de confianza de…

—¡La sucesora de Elistan!

La mujer hizo una leve inclinación de cabeza mientras Riverwind se sumía en una honda y solemne reverencia y Tika, tan encendidos aún sus pómulos que parecía víctima de un ataque de fiebre, arrojaba a Raf detrás de la barra y dedicaba a la recién llegada un saludo de cortesía.

Al escuchar la mención del apellido Majere, impuesto a Tika por el matrimonio, Crysania se giró inquisidora hacia Tanis y recibió en respuesta una señal de asentimiento.

—Es para mí un honor —declaró la sacerdotisa con su voz de hielo— conocer a dos seres cuyas hazañas perduran en nuestro recuerdo como un ejemplo que a todos debería guiar.

Tika quedó turbada pero complacida ante tan elocuente alabanza. En cuanto a Riverwind, aunque su severo rostro no se alteró, Tanis detectó sin dificultad cuánto significaba para un hombre de hondas creencias como él, una frase laudatoria proveniente de la sacerdotisa. El gentío que los rodeaba, y que no se había perdido aquel intercambio preliminar, aplaudió rabiosamente y prorrumpió en vítores. Otik, investido de un porte ceremonioso poco frecuente en él, condujo a los huéspedes hasta una mesa. Estaba radiante en compañía de aquellos héroes, como si hubiera organizado la guerra de modo que redundara en su beneficio.

Al sentarse, Tanis se sintió molesto a causa del griterío y la confusión del local, mas no tardó en decidir que quizá lo favorecería ya que, al menos, le daba la oportunidad de hablar con Riverwind sin ser oído. Sea como fuere, lo primordial ahora era averiguar el paradero de Caramon.

Una vez más empezó a preguntar por el desaparecido guerrero pero Tika, tras acomodarlos y apartar con grandes aspavientos a los curiosos que agobiaban a Crysania, vio que abría la boca y huyó rauda hacia la cocina.

El semielfo estaba desconcertado y deseoso de perseguir a la joven, pero las preguntas proferidas por Riverwind apartaron de su mente aquel extraño asunto. Unos minutos más tarde, ambos amigos se hallaban sumidos en una larga plática.

—Todos creen que la guerra ha concluido —afirmó Tanis—, y este hecho nos coloca en una situación más peligrosa de lo imaginable. Las alianzas entre elfos y humanos, que llegaron a ser muy sólidas en los días tenebrosos, comienzan a diluirse bajo la luz del sol. Laurana está ahora en Qualinesti, donde asiste al funeral de su padre a la vez que trata de sellar un pacto con Porthios, su terco hermano, y los Caballeros de Solamnia. El único rayo de esperanza susceptible de iluminar su camino es el que dimana de Alhana Starbreeze, la esposa de Porthios. Nunca creí que viviría lo bastante para presenciar cómo esta mujer elfa no sólo se muestra tolerante con los hombres y las otras razas de Krynn, sino que incluso los defiende frente a su intransigente marido.

—Extraño matrimonio el suyo —dijo Riverwind, a lo que el semielfo asintió con la cabeza. Los pensamientos de los dos compañeros volaron hacia la persona de su entrañable amigo, el Caballero Sturm Brightblade, quien después de su muerte fue ensalzado como el héroe de la Torre del Sumo Sacerdote. Uno y otro sabían que el corazón de Alhana yacía enterrado en la penumbra junto al de Sturm.

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