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Margaret Weis: El templo de Istar

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Margaret Weis El templo de Istar

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Unas manos delicadas la sostuvieron, unos miembros entecos la abrazaron, a la vez que una voz pronunciaba su nombre con acento triunfal. La arropó una cálida negrura, que la arrastraba hacia las profundidades del Abismo, y vibraron en sus tímpanos unas frases masculladas en lengua arcana.

Como arañas o dedos acariciadores, los cánticos se enseñorearon de toda su persona. Creció su volumen en armonía con la voz de Raistlin, más poderosa a cada instante, y las luces plateadas centellearon antes de apagarse. El mago estrechó su abrazo hasta que, en un etéreo éxtasis, la sacerdotisa comenzó a dar vueltas en un torbellino que, al lado del nigromante, la arrastraba en pos de las tinieblas.

Rodeó a su compañero con los brazos y, apoyada la cabeza en su pecho, se abandonó a un viaje vertiginoso por las esferas espectrales. Los versículos, el tintineo de su sangre y el de las rocas del Templo se entremezclaron en un salmo que sólo perturbaba una nota discordante, el gemido lastimero de un hombre descorazonado.

Tasslehoff Burrfoot oyó la melodía que entonaban las rocas y, en su ensoñación, esbozó una sonrisa. Era un roedor que, en su deambular, había atravesado el polvo de plata mecido por los cantos de la piedra.

Despertó de forma brusca. Yacía en el frío suelo, cubierto de escombros, pero no tuvo tiempo de pensar en nada porque la rocosa superficie comenzó a bambolearse una vez más. El kender supo, por el extraño miedo que tomaba cuerpo en su interior, que los dioses no se detendrían. Este nuevo terremoto no había de terminar.

—¡Crysania! ¡Caramon! —los invocó, si bien sólo le respondió el eco chillón de su propia voz, que resonaba en las temblorosas paredes.

Incorporándose con dificultad, ignorando el martilleo que latía en su cabeza, Tas vislumbró la tea sobre la arcada que franqueara Crysania. Aún ardía en su pedestal, y se dijo que el subterráneo era la única parte del santuario que no había sido afectada por las convulsiones del terremoto. «La magia lo protege», decidió, al mismo tiempo que penetraba en aquella estancia repleta de artilugios arcanos.

Buscó resquicios de vida, mas sólo halló a las criaturas de las jaulas. Los espeluznantes seres se agitaban en sus prisiones, sabedoras de que se acercaba el fin de su torturada existencia y, pese a su sufrimiento, remisos a dejarla escapar.

El kender escrutó el laboratorio, preso de un invencible temor. Llamó al guerrero en un susurro y no recibió más contestación que un retumbar distante, producido por el imparable vaivén de la tierra. De pronto, bajo la luz indirecta de la antorcha, distinguió un fulgor metálico en el suelo, cerca de un escritorio. A trompicones, cruzó la cámara y recogió el objeto que lo despedía.

Se cerró su mano sobre la empuñadura de una espada de gladiador. Apuntalándose en el decorado mueble para no perder el equilibrio, examinó la sangre de su acero y, mientras lo hacía, detectó algo más. Era un retazo de paño blanco, arrugado en el suelo junto al arma, donde aparecía bordado el símbolo de Paladine en hilos de oro que brillaban tenuemente bajo el reflejo de la solitaria llama. Reparó entonces en el círculo mágico que lo cercaba, un círculo que debió ser argénteo pero que se había tornado negro al consumirse.

—Se han ido —musitó a los enjaulados monstruos—. Se han ido, me han abandonado.

Un repentino combeo del suelo lo arrojó de bruces, en el mismo instante en que rugía un fragor que a punto estuvo de atrofiar sus tímpanos, tan devastador fue. Alzó la cabeza en su incómoda postura a fin de examinar el techo, y su espanto rebasó todos los límites al comprobar que se había rasgado en dos mitades. Crujió la roca, y los cimientos de la mole cedieron a la embestida de las fuerzas divinas.

El edificio se resquebrajó. Los muros volaron por los aires, el mármol se desprendió en aserrados fragmentos y los suelos, uno tras otro, estallaron como los pétalos de la rosa Hiemis al recibir el calor del sol, un influjo que desaparece con la llegada del crepúsculo, agostando su vida. Siguió atentamente el progresivo desmoronamiento hasta que, al fin, vio a través de la hendidura que la torre central se venía abajo, desintegrada, y en su caída provocaba un temblor más desolador que el del terremoto.

Incapaz de moverse, consciente de que lo protegían los malignos hechizos de un mago muerto tiempo atrás, Tas permaneció en el laboratorio de Fistandantilus con la mirada fija en el cielo.

La bóveda celeste escupía lenguas de fuego sobre la malhadada ciudad de Istar.

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