Margaret Weis - El templo de Istar

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El gladiador no se detuvo, ni siquiera sintió el dolor. Encaramándose a los montones de piedras fragmentadas, alzando enormes vigas para apartarlas de su camino, atravesó la ruinosa Istar en dirección al Templo, que reverberaba bajo los declinantes rayos solares. Portaba en su mano una espada manchada de sangre.

Tasslehoff siguió a Crysania hasta las entrañas de la tierra, o así se lo pareció en el curso de su inacabable descenso. Ignoraba que existieran tales reductos en el interior del Templo, y se preguntó cómo había podido pasarlos por alto en su continuo deambular. También le extrañaba que la sacerdotisa los conociera, que traspasara puertas secretas invisibles incluso para su aguda percepción de kender.

Se mitigó el terremoto, aunque sus efectos se hicieron sentir unos segundos en la mole antes de que reinara, de nuevo, el silencio. En el exterior anidaba la muerte, en las ocultas escaleras prevalecía la paz. Tas tuvo la sensación de que el mundo contenía el aliento, a la espera de peores sucesos.

En aquellas simas misteriosas no se apreciaban daños importantes, quizá por hallarse resguardadas de la intemperie. El polvo enrarecía el ambiente, dificultando la respiración, y alguna que otra hendidura surcaba los muros, coreada por la caída de las antorchas a ellos adosadas. Pero la mayor parte de las teas ardían sobre sus pedestales y sus llamas, incandescentes, imprimían un halo fantasmal en los brumosos corredores.

Crysania, sin un titubeo, trazaba la ruta, si bien Tas se había desorientado por completo tras coronar los primeros tramos. Logró mantener el ritmo trepidante de la sacerdotisa a pesar de su cansancio, a pesar de ignorar su paradero, mas confiaba en llegar pronto dondequiera que fuese pues, de lo contrario, temía desfallecer. Le crujían las costillas, cada vez que inhalaba aire le estallaban los pulmones y, para colmo de desventuras, sus piernas apenas le respondían, como si pertenecieran a un cansino y torpe enano.

Jalonó, tras su desprevenida guía, unos escalones de mármol, obligando a sus plomizos músculos a moverse. Ya al pie de los peldaños alzó, exhausto, los ojos, y dio un respingo de júbilo. El motivo de semejante cambio se debía a que el oscuro y estrecho túnel donde se hallaban desembocaba en un muro, no en otra escalera.

Una solitaria antorcha iluminaba el arco de una vetusta puerta. Al no hallarla cerrada, Crysania emitió una exclamación de alegría y se desvaneció en la negrura del otro lado.

«¡Claro! La sacerdotisa se ha adentrado en el laboratorio de Raistlin», comprendió Tas.

Se disponía a traspasar el umbral cuando una imponente sombra, surgida de la penumbra del pasadizo lo empujó y lo hizo caer al suelo. Alzó el rostro, con las costillas doloridas, y atisbó el resplandor de una áurea capa. La tea alumbró el filo de una espada y, en su reflejo, detectó unos brazos broncíneos, un musculoso cuerpo, que reconoció de inmediato. Sin embargo, el rostro, un rostro que debería resultarle familiar, se le antojó el de un desconocido.

—¿Caramon? —indagó incierto. Pero el hombretón no dio muestras de reparar en él.

Trató Tas de incorporarse inmerso en un nuevo temblor de tierra que, esta vez, se hizo patente en el subterraneo. Llevado por su instinto, corrió a refugiarse en el rocoso muro al mismo tiempo que el techo, hasta entonces firme, empezaba a ceder.

—¡Caramon! —vociferó, mas disipó sus ecos el crujido del entramado de madera al quebrarse.

Recibió un golpe en la cabeza. Aunque se esforzó en mantenerse consciente, en resistir el dolor, las luces de su cerebro se apagaron, como si rehusaran beligerar contra la confusión. El kender se precipitó en la oscuridad.

19

El Cataclismo

Con la voz de Raistlin resonando en su mente, atrayéndola más allá de la muerte y la destrucción, Crysania penetró en la estancia que se abría en las entrañas del Templo. Pero, al traspasar el dintel, detuvo su veloz carrera y miró su entorno dubitativa, refrenada por el pálpito de sus sienes.

Había permanecido ciega a los horrores del zozobrante santuario, incluso ahora fue incapaz de imaginar a quién pertenecía la sangre que manchaba su túnica. No obstante, en esta cámara los objetos se destacaban con absoluta nitidez a pesar de la escasa iluminación procedente, al parecer, del puño cristalino de un bastón. Abrumada por el halo de perversidad que envolvía el laboratorio, no se decidía a penetrar en sus brumas.

Oyó un sonido, sintió el contacto de una mano en su brazo. Volviéndose alarmada, distinguió a unas criaturas, informes pero vivientes, que se agitaban en jaulas de madera. Al olfatear su sangre aquellos entes se agitaron en sus celdas, y fueron sus garras las que erizaron su piel. Temblorosa, Crysania retrocedió frente a ellos y tropezó contra algo sólido.

Era un féretro abierto, que contenía el cadáver de un hombre joven. Su epidermis se estiraba cual un pergamino sobre los huesos, tenía la boca abierta en un alarido silenciado para toda la eternidad. Los repetidos bombeos del suelo hicieron que el cuerpo saltase salvajemente, observándola con sus vacías cuencas oculares, y tan espantosa visión le arrancó un grito que no llegó a manifestarse, que se congeló en el aire.

Bañada en un sudor gélido, sujetándose la cabeza con ambas manos, Crysania cerró los ojos a fin de conjurar el espeluznante espectáculo. Cuando el mundo se difuminaba en un torbellino de abstractos contornos, una voz vino en su auxilio.

—Serénate, querida —dijo Raistlin en su seductor siseo—. Conmigo estás a salvo, las maléficas criaturas de Fistandantilus no te lastimarán en mi presencia.

Reanimada por las reconfortantes palabras del mago, Crysania se aventuró a levantar los párpados y lo descubrió a cierta distancia, espiándola entre las sombras de su capucha con aquellos brillantes ojos que lo caracterizaban. Pese a refugiarse en su mirada, no pudo sustraerse a los monstruos de las jaulas. Se estremeció, sin apartar la vista del pálido semblante de su protector.

—¿Fistandantilus? —preguntó a través de sus labios resecos—. ¿Fue él quien construyó esto?

—Sí, el laboratorio es obra suya —explicó Raistlin—. Lo creó hace ya muchos años. Al abrigo de los curiosos clérigos, utilizó su magia para hurgar en los subterráneos del Templo y, como una larva, cavó la roca, la moldeó en escaleras y puertas ocultas, sumió en sus poderosos hechizos a cuantos sospechaban de sus actividades. De este modo, fueron pocos los que averiguaron su existencia.

Crysania advirtió la sarcástica sonrisa que surcaba los labios de su interlocutor al exponerse a la luz.

—No se lo mostró a casi nadie, tan sólo un puñado de aprendices ostentaron el privilegio de compartir su secreto —continuó—. Y no vivieron para revelarlo. Pero Fistandantilus cometió un error —añadió con aire enigmático—, se lo mostró a un acólito joven, frágil y avispado que memorizó hasta el último recoveco de los sinuosos corredores, que estudió los encantamientos destinados a abrir los accesos y tras recitarlos una y otra vez, los aprendió. Era un personaje tenaz, que ensayaba las fórmulas más complejas cada noche, antes de acostarse. Gracias a su perseverancia estamos hoy aquí, indemnes, de momento, al castigo de los dioses.

Concluido su relato, hizo señal a Crysania de acercarse a la parte de la cámara donde él se erguía, apoyado en un escritorio de exquisita talla. Descansaba en su superficie un libro arcano encuadernado en plata, que había estado leyendo minutos antes.

—Haces bien al clavar tus pupilas en las mías —comentó el nigromante—. Así las tinieblas no parecen tan aterradoras.

La sacerdotisa no pudo replicar, consciente de que, de nuevo, había tenido la flaqueza de permitirle leer en sus ojos más de lo deseable. Ruborizándose, ladeó la faz.

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