Margaret Weis - El templo de Istar
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—Esta noche Istar habrá cesado de existir, junto a todos sus moradores —persistió el gladiador—. El tiempo apremia. No puedo explicároslo, sólo os ruego que no intentéis detenerme.
Pheragas separó los labios, presto a hablar, pero se lo impidió un nuevo temblor de tierra, éste más violento.
Todos los presentes lo sintieron, era imposible no hacerlo. La plataforma se tambaleó sobre su entramado, los puentes de los pozos se resquebrajaron y el suelo se combó con tal fuerza que a punto estuvo de lanzar al minotauro por los aires. Kiiri se aferró a Caramon, mientras Pheragas trataba de apuntalar sus piernas como un navegante en la cubierta de su zarandeado galeote. La muchedumbre de las gradas se inmovilizó al percibir el balanceo de sus asientos, gritando unos al oír los crujidos de la madera y permaneciendo otros de pie, mudos. Pero el rugido de la naturaleza se mitigó al instante.
Sucedió al caos un silencio ominoso. Al guerrero se le erizó el cabello, se le puso la piel de gallina al comprobar que los pájaros no cantaban, ni ladraban los perros. En medio de la tensa quietud, una voz interior lo conminaba a huir sin demora.
Tomó una determinación. Sus amigos ya no importaban, todo carecía de sentido. Sólo abrigaba un propósito: matar a Raistlin.
Tenía que actuar enseguida, antes de que sobreviniera el próximo embate o la audiencia se recuperase de éste. Lanzando una rápida mirada a su entorno, Caramon divisó a Raag junto a la salida, arrugado el rostro por la sorpresa e incapaz de adivinar, con su torpe mente, lo que en realidad ocurría. Arack se hallaba a escasa distancia del ogro y estudiaba el panorama, temeroso sin duda de tener que devolver a sus clientes el dinero recaudado si había de anular el espectáculo. Pareció sosegarse al constatar que renacía la normalidad, si bien algunos de los asistentes se mostraban recelosos y espiaban el suelo de manera furtiva.
El fornido humano respiró hondo y, sujetando a Kiiri entre sus brazos, la levantó con todas sus fuerzas para arrojarla contra Pheragas. Ambos gladiadores se desmoronaron en un amasijo sobre la plataforma al cogerles desprevenidos su agresión.
Tras cerciorarse de que, en su aturdimiento, ninguno de ellos había de presentarle batalla, Caramon tomó impulso y se lanzó cual un ariete hacia el ogro, hundiendo su cabeza en el estómago del adversario con toda la energía que le conferían sus meses de entrenamiento. Semejante impacto habría matado a cualquier criatura normal, pero a Raag tan sólo le dejó sin resuello. La arremetida los había estrellado a ambos contra el muro.
Mientras su oponente luchaba para recuperar el aliento, el guerrero se abalanzó sobre su maza a fin de arrebatársela mas, cuando la desprendía de su manaza, el atacado emitió un aullido de rabia y le asestó un certero golpe debajo de la barbilla. Caramon, que no estaba preparado para recibir su puño, salió catapultado y fue a aterrizar sobre la arena.
Al principio no vio sino un torbellino de cielo y tierra. Abrumado bajo un vértigo irrefrenable, cerró los ojos si bien, por fortuna, su instinto de luchador lo instigó a rodar sobre sí mismo en el instante en que el tridente del minotauro descargaba su peso donde segundos antes se hallara su brazo. Oyó un gruñido animal, y comprendió que la rabia de aquel engreído iba en aumento tras la fallida intentona.
Logró incorporarse, a la vez que agitaba la cabeza a fin de despejarla, pero sabía que no eludiría el segundo ataque de la fiera. Sin embargo, se produjo un hecho inesperado. Una figura negra se interpuso entre su cuerpo y el Minotauro Rojo, el plateado acero de una espada rechazó al tridente que se disponía a acabar con la vida de Caramon. El guerrero retrocedió torpemente y sintió el contacto de unas frías manos, las de Kiiri, posadas en su cinto.
—¿Estás bien? —preguntó la mujer.
—¡Necesito un arma! —consiguió balbucear el humano, aún mareado tras el colosal golpe que le propinara el ogro.
—Toma la mía —ofreció Kiiri, depositando una daga en su palma—. Pero antes, descansa. Yo me ocuparé de Raag.
El macilento individuo, dominado por la excitación de la batalla, cargaba contra ellos con la mandíbula abierta.
—¡Úsala tú! —empezó a protestar Caramon, mas la mujer rechazó el pertrecho y le contestó, sonriente:
—Calla y observa.
Pronunció entonces unas frases ininteligibles que el hombretón asoció con el lenguaje de la magia, aunque éstas tenían un acento casi elfo.
De pronto, se desvaneció la mujer y ocupó su lugar una gigantesca osa. Caramon ahogó una exclamación, incapaz de adivinar lo sucedido, si bien recordó que Kiiri era una nereida, del grupo de las sirenas, y por consiguiente poseía el don de mudar su identidad.
Irguiéndose sobre sus patas traseras, la osa se enfrentó al descomunal ogro que se había detenido con los ojos desorbitados. Kiiri lanzó un rugido de cólera y, al hacerlo, dejó al descubierto sus refulgentes colmillos. El sol reverberó en su zarpa cuando hundió sus afiladas uñas de un ágil sesgo en la frente del paralizado Raag.
Brotó la amarillenta sangre a través de los hondos arañazos y el herido gimió de dolor, cegado por la masa de savia coagulada que cubría sus cuencas oculares. Sin desaprovechar la ocasión, la osa se abalanzó sobre su víctima y ambos adversarios se revolvieron en una masa informe de pelambre y piel desteñida.
El gentío, que al principio se entusiasmó, comprendió ahora que la lid no era una farsa. Se trataba de una confrontación auténtica, alguien iba a morir. Tras unos momentos de paralizado silencio, se oyeron algunos vítores aislados hasta que, todos al unísono, prorrumpieron en ensordecedoras ovaciones.
Caramon no tardó en olvidar a la audiencia, atento a su oportunidad de escapar. Sólo el enano bloqueaba la salida y, consciente del miedo que su grotesca faz rezumaba, el gladiador supuso que no le resultaría difícil escabullirse.
Oyó un gruñido de satisfacción procedente del minotauro, que dio al traste con su plan. En efecto, tal como temía, Pheragas había sido abatido y, encorvado sobre sí mismo, agarraba el extremo romo del tridente para evitar el ataque definitivo. Su rival invirtió la trayectoria del arma y, dueño de sus movimientos, se aprestó a rematar al caído, pero en ese instante Caramon emitió un sonoro aullido, atrayendo de inmediato la atención del feroz animal.
El Minotauro Rojo aceptó el desafío, esbozada una siniestra mueca en sus rojizas facciones, más aún al constatar que su rival blandía una insignificante daga. Se arrojó contra el humano, resuelto a zanjar sin demora la desigual pugna, pero el guerrero lo esquivó hábilmente, y consiguió propinarle un puntapié en la rodilla. Fue una acometida lacerante, que hizo tropezar al agredido y desplomarse en la arena.
Sabedor de que permanecería unos minutos fuera de combate, Caramon corrió en pos de Pheragas. El esclavo negro se sujetaba el vientre con ambas manos en medio de una terrible agonía.
—Vamos —lo reprendió, a la vez que le prestaba el apoyo de su robusto brazo—. He visto en numerosas ocasiones cómo, después de recibir varios golpes como éste, te incorporabas y engullías una cena pantagruélica.
No obtuvo respuesta. El cuerpo de Pheragas se revolvía en violentas convulsiones, su brillante tez negra estaba bañada en sudor. Al examinarle de cerca, el hombretón descubrió los tres surcos sanguinolentos que el tridente había abierto en su pecho.
Al reparar en la expresión aterrorizada de su amigo, el herido supo que éste comprendía su fin inminente. Temblando a causa del veneno que circulaba por sus venas, hizo un esfuerzo para ponerse de rodillas. Sin embargo, no logró sostenerse y se dejó caer cuan largo era.
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