Margaret Weis - El templo de Istar
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—Utiliza mi espada. ¡Apresúrate, necio! —urgió a su solícito compañero.
El motivo de su apremio era que el minotauro se disponía a reanudar la liza, entre iracundos bramidos. Caramon sólo vaciló unos segundos antes de empuñar el arma que el moribundo le brindaba.
Un espasmo de Pheragas, quizá un estertor, despertó la sed de venganza en las entrañas del guerrero. Dio media vuelta, justo a tiempo para frustrar la arremetida de su feroz oponente, y tomó posiciones. Pese a que cojeaba ostensiblemente, anidaba en el animal una gran energía que compensaba su dolorosa herida y, además, sabía que le bastaba con inocular una gota de ponzoña en su víctima mientras que ésta, en inferioridad de condiciones, debía abrirse camino a través de su tridente si quería clavarle la espada.
Sin precipitarse, los contrincantes trazaron círculos uno frente a otro en busca de un descuido que les permitiera arremeter. Caramon apenas oía al público, los pateos y silbidos que arrancaba en las gradas la visión de la sangre. Tampoco pensaba en huir, pues ni siquiera sabía dónde estaba. Tan sólo obedecía al dictado de sus instintos: pelear y, a ser posible, matar.
Aguardó paciente. Los minotauros tenían un punto flaco, tales fueron las enseñanzas de Pheragas. Creyéndose superiores a las otras criaturas, solían infravalorar a sus adversarios y acababan por cometer errores, que había que aprovechar. El hombretón leía en los ojos de su rival, era consciente de su cólera, del ultraje al que le había sometido al derribarlo, de su ansia por eliminar a aquel ser vulgar que osaba ponerle en ridículo.
En su mutuo tanteo se acercaron al lugar donde Kiiri seguía enzarzada en una cruenta lucha con Raag, a juzgar por los alaridos que profería el ogro y que Caramon no dejó de percibir. Alerta al parecer a las evoluciones de la osa, el gladiador resbaló en un charco de sangre amarillenta, viscosa. Exultante de júbilo, el minotauro corrió a ensartarle en su arma.
Pero la pérdida de equilibrio fue fingida. La espada brilló bajo el sol tardío y el monstruo de encarnado pelaje, al constatar que le habían burlado, intentó detener su carrera. No obstante, había olvidado su dañada rodilla que, incapaz de soportar su mal repartido peso, dio con sus huesos en la arena. El hombreton se apresuró a levantarse y traspasar limpiamente su cráneo.
Liberó la hoja de un tirón al oír un aullido desgarrado y, alzando la vista, contempló cómo la osa hendía la garganta de Raag con sus garras. Sin soltar a su presa, la encarnación de Kiiri mordió su vena yugular y el ogro abrió la boca para lanzar un grito que nadie había de escuchar.
Caramon echó a andar hacia los contendientes, mas interrumpió su avance al detectar un movimiento a su derecha. Desvió la faz, despiertos sus sentidos al posible agresor. Era el enano, que pasó por su lado con el rostro convertido en una máscara de furia y una daga centelleando en su mano, inequívoca muestra de sus intenciones. Sin pensarlo dos veces el fornido humano se abalanzó sobre él, pero no logró impedir que el filo penetrara el cuerpo de la osa. Al instante la palma de Arack se tiñó de rojo, a la vez que el descomunal plantígrado rugía de dolor, de rabia. Extendió una zarpa en un postrer alarde de energía de tal manera que, tras atrapar al repugnante hombrecillo, lo catapultó al espacio. El proyectil viviente se incrustó en el Obelisco de la Libertad del que pendía la llave dorada, en una de las artísticas prominencias que lo decoraban. Lanzó un alarido espeluznante y se vino abajo el pináculo entero, con él adherido, zambulléndose en los llameantes pozos.
También Kiiri se derrumbó, debilitada por la copiosa sangre que manaba de su herida. Aunque la muchedumbre repetía en una estruendosa batahola el nombre de Caramon, éste se hallaba tan sólo pendiente del luctuoso espectáculo que lo rodeaba. Tomó en sus brazos a la nereida, que había abandonado su mágica forma para volver a ser su compañera, y la estrechó contra el pecho.
—Has vencido —le susurró—. Eres libre.
La mujer lo miró y sonrió, antes de que sus ojos se abrieran para dejar escapar la vida. Sus pupilas se fijaron en el cielo de un modo casi expectante, o así se le antojó al gladiador, como si al fin comprendiera que la hecatombe estaba próxima.
Depositando suavemente su cuerpo exánime en la arena, Caramon se puso en pie y vio paralizarse a Pheragas tras expulsar un último hálito.
«Pagarás por lo que has hecho, hermano», masculló con el corazón en un puño.
Percibió un ruido tras él, un murmullo semejante al rugido del mar antes de la tormenta. Desazonado, el guerrero aferró su espada y se preparó para combatir a cualquier enemigo que quisiera retarlo. No había tal, sin embargo, eran los otros gladiadores quienes se acercaban y, al vislumbrar el rostro desencajado del hombretón, se apartaban uno tras otro a fin de franquearle el paso.
Al observarlos, Caramon supo que era libre. Libre de encontrar a su hermano, de acabar con su maléfica existencia. Desnuda su alma de emociones, perdido el miedo a la muerte, respiró el aroma de sangre que se adhería a sus vías olfativas y le invadió la fragante locura de la batalla.
Con la venganza por único aliado, comenzó a descender la escalera del subterráneo en el instante en que un nuevo terremoto, heraldo de destrucción, azotaba la ciudad de Istar.
18
Los dioses se aproximan
Crysania no vio ni oyó a Tasslehoff. Poblaba su mente un torbellino multicolor que se arremolinaba en sus profundidades, refulgiendo con los destellos de un millar de joyas intangibles. Ahora sabía que, si Paladine la había mandado al pasado, no era para reivindicar la memoria del Príncipe de los Sacerdotes sino para que aprendiera de sus errores. Y, en su fuero interno, era consciente de haber asimilado la lección. Invocaría a los dioses y éstos responderían, otorgándole poder. La negrura se había rasgado, había liberado a una criatura nueva que, fuera de su concha, estalló bajo la luz del sol.
Tuvo una visión en la que se le apareció su propia imagen blandiendo el Medallón de Paladine, ardiente su superficie de platino. Con la otra mano hacía señal de acercarse a las legiones de creyentes, los cuales se congregaban en su derredor embelesados, deseosos de que los condujera a un país de indescriptible belleza.
Aún no poseía la llave que le permitiría desatrancar el portal, y era ostensible que el prodigio no se obraría en un lugar donde la ira de las divinidades neutralizaba cualquier avance. ¿Cómo hallar esa llave, cómo dar con el vedado acceso? Los danzantes colores le mareaban, le impedían reflexionar. Intentaba desembarazarse de su obcecación cuando, de pronto, sintió que unas manos agarraban su túnica y una voz susurró en su oído el nombre de Raistlin, sucedido por unas palabras que se perdieron en el abismo.
Tuvo aquel siseo la virtud de despejar las incógnitas. Se desvaneció el torbellino, al igual que la luz, y quedó envuelta en una penumbra tranquila, reconfortante.
«Raistlin trató de decírmelo», musitó.
Las manos seguían prendidas de sus vestiduras. Con aire ausente, se deshizo de ellas mientras se repetía que Raistlin la llevaría al portal y la ayudaría a encontrar la llave. «El Mal se vuelve contra sí mismo», solía afirmar Elistan y, en efecto, el nigromante le prestaría su concurso sin proponérselo. El alma de la sacerdotisa entonó un cántico en honor a Paladine, un salmo que preconizaba el futuro: «Cuando regrese con la benignidad en la mano, cuando la perversidad del mundo haya sido derrotada, Raistlin verá mi poder y se iluminará su fe dormida».
—¡Crysania!
El suelo se agitó bajo sus pies, mas ni siquiera se percató. Una voz tenue, quebrada por la tos, había pronunciado su nombre.
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