Margaret Weis - El templo de Istar

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Escudriñó el arcano ingenio que tenía suspendido en el aire y, desconcertado, se afanó en manipular sus moldeables fragmentos. Esta vez la fina lluvia se convirtió en un auténtico chaparrón de alhajas, que cayeron al suelo en un sonoro repiqueteo.

El kender no abrigaba una total certeza, pero estaba persuadido de que no era éste el resultado correcto. «De todos modos, con las zarandajas de los magos nunca se sabe», se dijo. Apaciguado por tal reflexión, contuvo el resuello y esperó que surgiera la luz.

De pronto, el suelo se encrespó, abultándose en una sólida ola que le hizo perder el equilibrio. Tan violento fue el embate, que el hombrecillo salió despedido entre los cortinajes y aterrizó, de bruces, delante del Príncipe de los Sacerdotes. No obstante, y contra todo pronóstico, el mandatario no se percató de nada, no vio su rostro ceniciento. Estaba demasiado absorto en la contemplación de su entorno, en examinar con embeleso el revoloteo de sus propios ropajes y las resquebrajaduras que surcaban el marmóreo altar. Sonriendo para sus adentros, envuelto en una egregia serenidad hija de su convicción de hallarse frente a una muestra de la aquiescencia de los dioses a sus demandas, se alejó de la maltrecha ara para recorrer la nave central, entre los oscilantes bancos, y encaminarse a la parte del Templo donde estaban situadas sus dependencias.

—¡No! —gimió Tas, perdido el control del artilugio mágico.

En aquel momento, los tubos que ensamblaban los dos extremos del cetro se separaron en sus manos y la cadena se deslizó de sus dedos. Despacio, temblando al ritmo del suelo sobre el que todavía yacía, se puso en pie a duras penas. En su palma sujetaba las piezas rotas del ingenio.

—¿Qué he hecho mal? —se desesperó—. He seguido las instrucciones de Raistlin con perfecta meticulosidad.

Y entonces lo comprendió todo. Las lágrimas, que asomarón a sus ojos sin que atinara a contenerlas, nublaron las fragmentadas partes del objeto.

—Fue tan amable conmigo —balbuceó—. Me hizo repetir los versos una vez y otra, según él para asegurarse de que no me equivocaría.

Entrecerró los párpados, deseoso de hallar, cuando los levantara de nuevo, los vestigios de una pesadilla. Lo hizo, mas no fue así.

—Aprendí las instrucciones correctamente —insistió—. ¡He caído en su trampa, su intención era que lo desarticulase! ¿Y por qué? ¿Acaso pretende dejarnos atrapados en el pasado, causar nuestra muerte? No puede ser, los magos de la Torre afirmaron que necesita a Crysania. Claro, ella es la clave.

Giró sobre sus talones y llamó a la sacerdotisa, sin obtener respuesta. Perdida la mirada en el infinito, inmóvil a pesar de las sacudidas que agitaban sus rodillas puestas en tierra, Crysania exhibía en sus ojos un fulgor fantasmal, interno. Tenía las manos enlazadas como si rezase, pero la manera en que se apretaban una contra otra, tanto que los dedos habían adquirido un tono purpúreo y los nudillos se habían tornado blancos, denotaba que no era tal la actividad a la que estaba entregada.

Un quedo aliento escapaba entre sus dientes, si bien el kender nada podía oír de lo que murmuraba.

Introduciéndose tras los cortinajes, Tas recogió algunas de las gemas esparcidas del ingenio antes de volver al altar y, una vez allí, recuperar la cadena, que estaba a punto de desaparecer en una fisura del suelo. Lo embutió todo en su saquillo, cerró éste a conciencia y, tras dar una última ojeada, se aproximó al lugar de la cripta donde se hallaba la eclesiástica.

—Crysania —susurró. Detestaba molestarla, pero la situación era crítica.— ¿Crysania? —repitió a la vez que se plantaba frente a ella, pues era evidente que todavía no se había percatado de que tenía compañía. Como no reaccionaba, el kender optó por leer el movimiento de sus labios y averiguar así el motivo de su ensimismamiento.

—Me ha sido revelado su error —mascullaba—, ahora sé que quizá los dioses me otorgarán un día lo que a él le han negado.

Respiró hondo y bajó la cabeza, antes de añadir:

—¡Gracias, Paladine!

El kender la oyó entonar un fervoroso cántico y, sin apenas intervalo, la sacerdotisa se incorporó. Tras observar sorprendida los objetos de la cripta, que pululaban en una mortífera danza, sus ojos se fijaron en el vacío, por encima de Tas.

—¡Crysania! —vociferó éste, tirando ahora de sus albas vestiduras—. Crysania, escúchame. He roto el único instrumento que había de permitirnos volver. Una vez destruí uno de los Orbes de los Dragones, pero lo hice a propósito mientras que, con el ingenio, no sé que ha podido fallar. ¡Pobre Caramon! Tienes que ayudarme, si tú se lo pides, Raistlin accederá a recomponerlo.

La sacerdotisa miró a Tasslehoff con la expresión de quien es abordado por un extraño en plena calle.

—¡Raistlin! —coreó, desprendiendo de su atavío los dedos del kender—. Trató de decírmelo, pero yo no le hice caso. No importa, al fin conozco la verdad.

Apartó de su lado al atónito kender y, tras recoger los pliegues de su túnica para no tropezar, echó a correr por el pasillo central sin volver la mirada. El Templo se bamboleaba sobre sus cimientos.

Cuando Caramon empezó a ascender los peldaños que conducían a la arena, Raag deshizo las ataduras de sus muñecas. Flexionando sus entumecidos dedos, el gladiador siguió a Kiiri, Pheragas y el Minotauro Rojo a la plataforma para, bajo una lluvia de aclamaciones, situarse entre los que fueran sus amigos. Miró al cielo donde, sobrepasado su cénit, el sol iniciaba su lento recorrido hacia el ocaso, un ocaso que los habitantes de Istar nunca contemplarían.

Al pensar en el funesto destino de la ciudad, y en que no vería de nuevo los rojizos rayos del astro recortando el perfil de una almena, fundiéndose en el azul del mar o iluminando las copas de los vallenwoods, afloraron las lágrimas a sus ojos. No lloraba tanto por sí mismo como por la suerte de sus compañeros, que debían perecer esta tarde, o por los centenares de inocentes que sucumbirían sin comprender el motivo.

También dedicó sus sollozos al hermano que en un tiempo amase, no al Raistlin actual, sino a un ser entrañable que había perdido años atrás.

—Kiiri, Pheragas —murmuró mientras el minotauro avanzaba unos pasos para recibir las ovaciones del público—, ignoro qué ha podido contaros el mago, pero os aseguro que yo nunca os traicioné.

Kiiri no se dignó mirarle, se limitó a torcer el labio en aquella mueca tan particular. Pheragas, por su parte, lo espió de manera soslayada y, al percibir los riachuelos que surcaban las mejillas del guerrero, vaciló antes de darle la espalda.

—Me tiene sin cuidado que me creáis o no —continuó el musculoso humano—, podéis mataros por la posesión de la llave si es eso lo que queréis. Yo buscaré la libertad valiéndome de mis propios medios.

Ahora sí, ahora la mujer lo examinó con la perplejidad dibujada en sus rasgos. La muchedumbre se había puesto en pie y aclamaba al minotauro, que caminaba por la arena blandiendo el tridente sobre la testa.

—¡Estás loco! —imprecó la nereida al hombretón, sin alzar la voz más de lo imprescindible. Desvió la vista hacia Raag cuyo cuerpo, enorme y macilento, obstruía la única salida.

Caramon la imitó imperturbable, sin mudar la expresión.

—Nuestras armas son auténticas —intervino Pheragas—, la tuya no.

El guerrero asintió, mas se abstuvo de pronunciar una palabra.

—Has de avenirte a razones —lo reprendió Kiiri—. Te ayudaremos a fingir que estás herido, ninguno de nosotros creyó en el nigromante aunque, debes admitirlo, resultaba sospechoso tu empeño en ahuyentarnos de la ciudad. Por un momento pensamos, como él afirmó, que pretendías hacerte con el triunfo, pero hemos cambiado de idea. Te sugiero que en cuanto empiece el combate te arrojes al suelo y te dejes llevar al interior. Nos las arreglaremos para que escapes esta misma noche.

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