Margaret Weis - El templo de Istar
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«¡Crysania! —susurró al reconocerla—. ¿Qué hace aquí antes de que arribe el cortejo?».
Un amargo desengaño atenazó su garganta. ¿Y si la sacerdotisa se proponía impedir el Cataclismo por su propia iniciativa? No, Raistlin lo había elegido a él, no debía sacar conclusiones precipitadas.
Más sosegado, espió los movimientos de la dama. Estaba hablando o quizás orando, era difícil adivinarlo. El kender tuvo que hacer un esfuerzo para no aproximarse y rogarle que alzara la voz. Se conformó, no obstante, con situarse lo mejor posible y aguzar el oído.
—Paladine, prudente dios del Bien eterno, escucha mi plegaria en este día trágico —murmuró quedamente Crysania—. Sé que no puedo evitar el suceso que se avecina, y que quizá sea tan sólo una flaqueza de mi fe cuestionar tus resoluciones, pero he de suplicarte que me ayudes a comprender. Si tengo que morir revélame el motivo, convénceme de que mi sacrificio será útil al mundo. Demuéstrame, te lo ruego, que no he fracasado en todos los cometidos que debía desempeñar en Istar.
»Permíteme que permanezca aquí, sin ser vista, para presenciar aquello que ningún mortal ostentó el privilegio de contemplar ni relatar: el encuentro del Príncipe con las divinidades. Es un hombre bondadoso, acaso en demasía. Mis creencias, las que creía más arraigadas, penden de un hilo —añadió, en un siseo tan tenue que Tas apenas distinguía sus palabras—. Necesito que justifiques ante mí tu terrible acción, aunque se trate de uno de tus inescrutables designios prometo acatar tu voluntad. Si tal es tu deseo, o mi sino, pereceré junto a quienes perdieron la fe en los auténticos dioses…
—No es ésa la expresión adecuada, Hija Venerable —la corrigió una voz surgida de la nada, tan imprevista que el kender casi cayó de bruces—. Di mejor que su fe en los dioses verdaderos fue sustituida por la esclavitud a los falsos, la riqueza, el poder, la ambición.
Crysania levantó la cabeza y emitió un grito ahogado que Tas coreó si bien fue el rostro de la mujer, no el refulgente contorno que se materializaba a su lado, lo que provocó su pasmo. Exhibía en sus rasgos la huella de varias noches en vela, los oscuros ojos se hundían en sus cuencas y le conferían un aire espectral. Su tez, demacrada, enmarcaba unos labios exangües, resecos, y su cabello, que no se había molestado en peinar, se enmarañaba como una negra telaraña en torno a aquel semblante que oteaba, entre alarmado y temeroso, a la fantasmal figura.
—¿Qu-quién eres? —balbuceó la dama.
—Me llamo Loralon, y he venido para llevarte conmigo. Los hados no han dictaminado que mueras, Crysania, eres la última sacerdotisa auténtica de Krynn y deseo ofrecerte que te unas a nosotros, a los clérigos que abandonaron el Templo días atrás.
—Loralon, el más respetable eclesiástico de Silvanesti —murmuró ella—. No puedo irme, todavía no —rehusó, después de estudiar a su oponente y desviar la mirada hacia el altar—. He de escuchar al Príncipe, despejar las incógnitas que me atormentan. —Su aparente firmeza contrastaba con su manera de retorcerse las manos.
—¿No entiendes ya lo suficiente? ¿Qué más buscas, Hija Venerable? —inquirió Loralon severo—. Por ejemplo, ¿qué sintió tu alma la pasada noche?
Crysania tragó saliva antes de susurrar, apartándose la melena de la faz:
—Humildad, sobrecogimiento. Todos experimentamos lo mismo en presencia del poder de las divinidades.
—¿Estás segura? —indagó el anciano, persistente—. ¿No te ha asaltado la envidia, el deseo de emularles? ¿No te gustaría alzarte a su mismo nivel?
—¡No! —vociferó la mujer, pese a que el rubor de sus pómulos desmentía tan tajante negativa.
—Acompáñame, Crysania —la instó el regio elfo—. La fe sincera no precisa demostraciones, pruebas tangibles para creer lo que el corazón juzga justo.
—Los mandatos de mi corazón no hallan eco en mi mente —repuso la sacerdotisa—. Son simples sombras, por eso debo palpar la verdad, penetrarla a plena luz. No, no he de partir. Me quedaré en la cámara y escucharé sus palabras. No me entregaré a unas divinidades a las que no puedo defender sin conocimiento de causa.
Loralon la examinó detenidamente, con más piedad que ira, y sentenció:
—Tú no penetras la verdad como presumes, te sitúas frente a su luminosa aureola y divisas una sombra, la tuya. No adquirirás la facultad de ver hasta que sean las tinieblas las que te cieguen, unas tinieblas infinitas. Adiós, Hija Venerable.
Tasslehoff pestañeó. ¡El anciano elfo se había evaporado! ¿Había visitado en realidad la cripta, o era producto de su imaginación? Vencido el inicial desconcierto el kender concluyó que él no podía haber inventado tan insondables frases. ¿Qué significaba el extraño parlamento que pronunció el clérigo antes de desaparecer? ¿Qué quiso decir Crysania al aseverar que había viajado en el tiempo para morir?
Su desazón no duró mucho, al rato recordó jubiloso que ambas dignidades ignoraban su proyecto de impedir el Cataclismo. Era lógico que Crysania se sintiera deprimida, que fuera víctima de tal extravío.
«Probablemente recobrará el ánimo cuando descubra que el mundo no va a ser devastado», reflexionó el hombrecillo.
En aquel momento percibió, en la distancia, un coro de voces que entonaban un salmo. ¡La procesión había salido del edificio central! En su alborozo escapó de sus labios una exclamación que, pese a sofocarla de inmediato cubriendo su boca con la mano, podría haberle delatado de no estar Crysania absorta en sus cábalas. Sometió a un último escrutinio a la dama que, ahora sentada, se convulsionaba al son de la música, como si ésta fuera una pócima dolorosa. El kender hubo de reconocer que, en efecto, las notas llegaban en una áspera discordancia, debido, tal vez, a la distancia. Sea como fuere, la sacerdotisa tenía la tez tan cenicienta que Tas se alarmó. Sin embargo, se sobrepuso a su desmayo, y el pequeño espía respiró al distinguir sus apretados labios, y el leve color que teñía sus pómulos.
—Pronto te restablecerás del todo —la reconfortó en un siseo inaudible, antes de agazaparse entre las cortinas y extraer de su bolsa el portentoso ingenio. Sentándose, se dispuso a esperar con el arcano artefacto en la mano.
La procesión se prolongó durante siglos, o al menos así se le antojó al kender. Se dijo entre bostezos que las misiones importantes eran ciertamente tediosas, a la vez que renacía su antigua inquietud de no ser valorado en su justa medida cuando todo hubiera concluido. Le habría gustado entretenerse jugando con aquel espléndido objeto, pero se había grabado en su memoria la orden de Raistlin de no manipularlo hasta el instante oportuno, de respetar sus directrices al pie de la letra, y tuvo que desistir. Tan seria había sido la expresión de sus ojos, tan fría su voz, que incluso traspasó la capa de despreocupación en que se envolvía Tas. En una actitud de obediencia insólita en él, el hombrecillo no se atrevía casi a moverse.
Cuando empezaba a desesperar, y su pie derecho perdía la sensibilidad, oyó un estallido de voces en el exterior de la estancia. Una brillante luz traspasó las cortinas y, pese a su esfuerzo de refrenar su curiosidad, Tasslehoff no pudo sustraerse a dar una rápida ojeada. Después de todo, nunca había visto al Príncipe de los Sacerdotes. Persuadido de que debía seguir con atención las evoluciones del mandatario, se asomó a la rendija que antes abriera.
—¡Por el gran Reorx! —exclamó, tan deslumbrado a causa de la luminosidad que hubo de poner la mano como visera sobre sus párpados.
Revivió la ocasión, hacía ya muchos lustros, en que intentó examinar el sol para discernir si era un gigante o una moneda de oro y, en este último caso, arrancarlo de la bóveda celeste. Permaneció tres días postrado con una venda en los ojos.
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