Margaret Weis - El templo de Istar
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—¿Cómo lo detendrá? —aventuró el kender entusiasmado—. ¿Brotará de su seno un rayo de luz o algo parecido? ¿Se desmoronará inconsciente el eclesiástico?
—No —contestó el mago entre toses—, no abatirá al dignatario. Pero has acertado en lo de la luz.
—¿De verdad? —se asombró Tas—. ¡Es fantástico! Creo que me estoy perfeccionando en tu arte.
—Cierto —admitió Raistlin secamente—. Y ahora, deja que continúe en el punto donde me has interrumpido.
—Disculpa, no volverá a ocurrir. —El hombrecillo cerró la boca al percibir la fulgurante mirada del maestro.
—Debes entrar en la cripta secreta durante la noche. En la zona posterior del altar hay unos gruesos cortinajes, nadie te descubrirá si te ocultas tras ellos.
—Impediré el Cataclismo y regresaré sin tardanza junto a Caramon para contárselo. ¡Me convertiré en un héroe! —Calló unos segundos, asaltado por un pensamiento—. ¿Pero cómo puedo ser un héroe si conjuro un evento antes de que se produzca? ¿Cómo se sabrá que lo hice si no llega a suceder?
—Se sabrá —lo tranquilizó el mago.
—¿Estás seguro? —se obstinó el kender—. No lo comprendo. Pero supongo que estás ocupado y es mejor que me vaya. Cuando todo esto termine imagino que abandonarás Istar —apuntó, sintiéndose empujado hacia la puerta por la mano que Raistlin tenía apoyada en su espalda—. ¿Dónde dirigirás tus pasos?
—Donde me apetezca —fue la tajante contestación.
—¿Puedo acompañarte? —solicitó Tas ilusionado.
—No, te necesitarán en tu tiempo —declaró el nigromante con un extraño destello en sus ojos—. Debes cuidar de Caramon.
—Tienes razón, he de protegerlo.
Llegaron al umbral y Tas, indeciso, pidió una gracia a su oponente.
—¿Te importaría catapultarme a algún lugar, como hiciste la última vez?
Exhalando un paciente suspiro, Raistlin le concedió su deseo. El kender apareció junto a un estanque, con gran regocijo por su parte. Tuvo que reconocer que, cuando quería, el hechicero era muy gentil.
«Quizá sea por mi intervención providencial en este asunto. Se siente agradecido ante quien va a evitar el desastre, aunque no sabe expresarlo. De todas maneras, dudo que la gratitud tenga cabida en las criaturas perversas», pensó ingenuamente el kender.
Recapacitando sobre tan interesante idea, el hombrecillo vadeó la enfangada charca y regresó a la arena.
Retomó el hilo de tales cavilaciones cuando abandonó su alcoba la noche anterior al Cataclismo, pero los elementos enfurecidos se encargaron de romperlo. No había reparado en la intensidad de la tormenta y la violencia del huracán le dejó perplejo, ya que el fortísimo viento lo alzó literalmente en volandas y lo arrojó contra la tapia en el momento de salir. Tras hacer un alto para recuperar el resuello y asegurarse de no estar herido, emprendió su camino hacia el Templo con el ingenio sujeto en su mano.
Esta vez, ya prevenido, tuvo la suficiente presencia de ánimo para acercarse a los edificios, donde el viento no lo zarandearía a su antojo. Recorrer la ciudad en medio del caos resultó una experiencia enriquecedora. Pudo observar cómo un relámpago derribaba un árbol a escasa distancia, y comprendió lo que significaba la expresión «hacer astillas». Un poco más adelante calculó mal la profundidad del torrente que invadía la calzada y fue arrastrado por un auténtico rápido, una estupenda aventura si hubiera podido respirar, pero el hecho de estarse casi ahogando lo incomodaba. Al fin el curso de agua lo lanzó al interior de un callejón, donde logró incorporarse y proseguir el viaje.
Casi lamentó llegar al Templo después de vivir tantas emociones pero, consciente de su importante misión, atravesó raudo el jardín. Una vez en el interior del recinto, tal como Raistlin había augurado, el escurridizo kender se perdió en la confusión sin que nadie advirtiera su presencia. Los clérigos corrían de un lado a otro, achicando el agua que se filtraba por las fisuras de las ventanas, recogiendo cristales, encendiendo las antorchas apagadas o reconfortando a quienes no soportaban la prueba a la que los sometían las furias desencadenadas.
Ignoraba en qué ala del santuario se encontraba la cripta, mas nada podía gustarle más que merodear por lugares ignotos. Dos o tres horas más tarde, con sus bolsas repletas de tesoros, se internó en una estancia subterránea que respondía a la descripción de Raistlin en todos sus pormenores.
No la alumbraba ninguna tea, muestra palpable de que no pensaban utilizarla, pero el resplandor de los relámpagos a través de un ventanuco en el techo bastaba para que se revelasen a sus ojos el altar y las cortinas que mencionara el mago. Estaba fatigado, necesitaba descansar, así que inspeccionó someramente la cámara y, tras hallarla vacía, rodeó la tarima y asomó la cabeza entre los recios pliegues con la esperanza de descubrir alguna cueva secreta donde el Príncipe de los Sacerdotes celebrara sus rituales, vedados a los mortales.
Escudriñó el entorno y suspiró. No había nada que mereciese la pena, tan sólo un muro cubierto por los cortinajes. Se sentó detrás de éstos, extendió su capa para que se secara, deshizo su copete a fin de enjugar las gotas de lluvia y desprenderse del granizo y, bajo la exigua, intermitente luz, examinó los interesantes objetos que se habían caído «accidentalmente» en sus saquillos.
Al poco rato le pesaban tanto los párpados que apenas podía levantarlos, sus repetidos bostezos le causaban un molesto dolor en las mandíbulas. Arrebujándose en el suelo, se entregó al sueño sin dejar que le afectara el retumbar de los truenos. Dedicó su último pensamiento a Caramon, temía su cólera cuando reparara en su aparente fuga.
La calma vino a interrumpir su plácido reposo, un fenómeno en verdad sorprendente. ¿Por qué había de sobresaltarle el silencio? Y no fue éste el único enigma al que se enfrentó. Al principio tampoco reconoció la estrecha estancia.
No tardó en recordar. Estaba en la cripta secreta del Templo de Istar y hoy sobrevendría el Cataclismo, es decir, habría sobrevenido de no anticiparse él a la Historia, remodelándola. O, expresado de otro modo, era el día del Cataclismo sin Cataclismo, habría habido una hecatombe pero ésta no tendría lugar. Confundido por el galimatías que él mismo creaba, recapacitando que alterar el destino era un fastidio, Tas decidió investigar el motivo de aquella quietud.
Entonces se le ocurrió. Se habían cumplido las predicciones de Raistlin, la turbonada se había disipado tan misteriosamente como empezó. Se puso en pie, oteó el panorama desde las cortinas y, al otro lado de la cámara, vio los haces solares que, tímidos, traspasaban la angosta claraboya.
No tenía idea de la hora pero, a juzgar por el brillo, debía estar próximo el mediodía. La procesión se iniciaría pronto y jalonaría las dependencias del santuario, en un sinuoso trayecto. El Príncipe de los Sacerdotes, si sus noticias eran ciertas, había convocado a los dioses para el momento en que el sol alcanzara el cénit.
El kender pensaba en todo esto, cuando oyó un tañir de campanas sobre su cabeza, tan trepidante que su ruido le pareció más ensordecedor que el del trueno. Por un momento se preguntó si estaba condenado a vivir con un perenne zumbido resonando en sus tímpanos, mas se hizo el silencio en la torre y, de inmediato, murió el repiqueteo de sus sienes. Aliviado, se asomó de nuevo a la estancia para asegurarse de que nadie había acudido a ultimar los preparativos. ¡Cuál no sería su sorpresa al atisbar una sombra en la nave central!
Retrocedió y, dejando una mera rendija entre los pliegues, aplicó un ojo resuelto a no perderse nada. La figura tenía la cabeza inclinada, sus pasos eran lentos e inciertos. Hizo una pausa a fin de apoyarse en uno de los bancos de piedra que flanqueaban el altar, como si el cansancio le impidiera seguir, y se arrodilló en el suelo. Aunque le cubrían las albas vestiduras que portaban casi todos los moradores del Templo, Tas creyó advertir algo familiar en aquel ser, de modo que, tras constatar que el recién llegado no prestaba atención a los cortinajes, se arriesgó a ensanchar su campo de mira.
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