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Margaret Weis: El templo de Istar

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Margaret Weis El templo de Istar

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—Crysania —la llamó de nuevo en aquel timbre familiar—. Queda poco tiempo, apresúrate.

Al reconocer el carraspeo del mago, la dama lo buscó enloquecida. No distinguió ninguna presencia, y recapacitó que era su mente la que hablaba.

—Raistlin —contestó—, te he oído. Acudiré sin demora.

Dando media vuelta, recorrió la nave de la cripta en dirección hacia el ala central del Templo. El grito del kender cayó en el vacío.

«¿Raistlin?», se preguntó Tasslehoff desconcertado.

Examinó el desierto entorno, y llegó la inspiración. ¡Crysania iba en busca del hechicero! De algún modo, a través de la magia, él la había llamado y la sacerdotisa corría a su encuentro. Seguro de haber acertado, abandonó la secreta cámara en pos de la dama. Ella obligaría a Raistlin a recomponer el ingenio.

Ya en el pasillo vecino a la cripta, no le costó ningún esfuerzo atisbar a Crysania, si bien le dio un vuelco el corazón al constatar la distancia que los separaba. La Hija Venerable avanzaba tan deprisa que casi había alcanzado el muro donde moría el túnel.

Tras comprobar que los fragmentos del artefacto estaban a salvo en su saquillo, Tas emprendió carrera para no quedar rezagado. Resolvió vigilar en todo momento los ondulantes pliegues de su vestido, mas éstos no tardaron en deslizarse por un recodo.

El kender corrió a un ritmo vertiginoso, como no lo había hecho ni en la ocasión en que imaginó que los espíritus del Robledal de Shoikan pretendían engullirlo. El copete se bamboleaba sobre su cabeza, sus bolsas danzaban tan salvajemente que su contenido salía expelido y dejaba a su espalda un rastro de anillos, brazaletes y otros tesoros.

Cerrados los dedos en torno al saquillo donde yacían las piezas del ingenio, llegó al final del pasillo y, en su desenfrenado impulso, se estrelló contra la pared. El corazón, que hasta entonces saltaba en su pecho, pareció desplomarse a sus pies con un ruido sordo. No podía permitirlo, debía interrumpir aquel pálpito que le producía náuseas.

La sala que se abría, una vez salvado el recodo, estaba atestada de clérigos. ¿Cómo distinguiría a Crysania? Por fortuna, su propia carrera la delató. Estaba en medio de la estancia, centelleante su negro cabello bajo las antorchas, y los eclesiásticos se giraban a su paso para interrogarla sobre la causa de su precipitación.

Tas se sintió aliviado al constatar que la sacerdotisa había aminorado la marcha, incapaz de mantenerla entre el apretado gentío. El kender salvó también los corrillos que se interponían en su camino, ignorando los gritos iracundos de sus miembros y esquivando múltiples pares de garras extendidas.

—¡Crysania! —vociferó desesperado.

Aumentó la afluencia de clérigos y el ajetreo de aquellas criaturas que se afanaban en hallar una explicación a los temblores. ¿Qué podían presagiar?

Crysania tuvo que detenerse más de una vez a fin de apartar a la apiñada muchedumbre. Acababa de desembarazarse del último obstáculo cuando surgió Quarath de un pasillo lateral, llamando al Príncipe. La sacerdotisa, en su ímpetu, no lo vio y tropezó contra él. El clérigo hubo de sujetarla para que no cayera.

—Cálmate, querida —le rogó, convencido de que era víctima de la histeria general.

—¡Suéltame! —le ordenó Crysania al sentirse zarandeada.

—¡El pánico la ha enajenado! Ayudadme a sostenerla —pidió Quarath a unos clérigos cercanos.

De pronto, a Tas le asaltó la idea de que Crysania, en verdad ofrecía el aspecto de una demente. Pudo examinar su rostro al aproximarse, su cabello enmarañado, el color ceniciento que habían adquirido sus ojos, los pómulos congestionados por el esfuerzo. Rodeada de una nebulosa, ninguna voz penetraba sus tímpanos salvo, quizá, la de Raistlin.

Varios clérigos la agarraron, obedientes a la orden de Quarath. Lanzando incoherentes alaridos, la sacerdotisa forcejeó con la energía que le daba la desesperación y, en algún momento, estuvo a punto de escapar. Su alba túnica se rasgó entre las manos de quienes intentaban retenerla, y Tas creyó advertir sanguinolentos arañazos en la faz de sus aprehensores. Decidió abalanzarse sobre el más tenaz y golpearlo en la cabeza para ayudarla, mas lo cegó una repentina luz que paralizó a todos los presentes, incluida Crysania.

En medio de aquella inmovilidad, lo único que oía Tas eran los jadeos de la dama y de cuantos habían tratado de refrenarla. Transcurridos unos segundos, sin embargo, se elevó una voz.

—Los dioses se aproximan —anunció un acento musical surgido del resplandor—, porque yo los he invocado.

El suelo en el que se apoyaban trazó una sinuosa curvatura y el kender, en su cresta, voló por el aire ligero como una pluma. En el instante en que se posaba de nuevo un segundo bombeo interrumpió su trayectoria, recibiendo el hombrecillo un impacto tal que quedó sin resuello.

Se produjo entonces una explosión en la que el polvo, los cristales y las astillas de los muebles se entremezclaron con los gritos despavoridos de los clérigos. Tas no atinó sino a luchar para recobrar el aliento, permaneció acostado en la marmórea superficie que se agitaba bajo su vientre. Contempló inerme cómo las columnas se derrumbaban, los muros se separaban en hondas grietas y las vigas, al caer despedazadas, aplastaban a toda criatura viviente que, en su estupor, no lograba esquivarlas.

El Templo de Istar sucumbía a una terrible destrucción.

Arrastrándose sobre sus miembros, Tasslehoff intentó acercarse a Crysania para no perderla de vista. La eclesiástica parecía ajena al caos y, al soltarla sus aterrorizados colegas, reanudó su periplo por las dependencias del santuario atenta, tan sólo, a la voz de Raistlin. Quarath, resuelto a detenerla, se lanzó tras ella, pero en el momento en que la asía se desprendió el fuste de un enorme pilar y se desplomó entre ambos.

Tas contuvo la respiración. Por un instante el polvo que levantaban los escombros envolvió la sala, mas cuando se disipó el kender pudo constatar las consecuencias del accidente. Quarath yacía en una masa informe mientras Crysania, ilesa a juzgar por su actitud, observaba al elfo, cuya sangre había salpicado su blanca túnica.

La llamó por enésima vez, y por enésima vez ella no le oyó. A trompicones, con paso inseguro, sorteó los escollos y se encaminó hacia el lugar donde el hechicero la requería con creciente premura.

Incorporándose, magullado su cuerpo, el hombrecillo ignoró el dolor y la siguió. Después de salir de la estancia oteó el horizonte, y vislumbró el borde de una vestidura que, doblando una esquina de la estancia, iniciaba el descenso de un tramo de escaleras. Aunque sabía que no podía demorarse, la curiosidad lo impulsó a espiar lo que ocurría a su espalda.

La brillante luz todavía inundaba la sala, perfilando los cuerpos de los muertos y los postrados. Las fisuras, la polvareda, se intensificaron y, en tan dantesca confusión, la voz hablaba inmutable, si bien se había esfumado su musicalidad. Los sonidos que emitía eran chillones, discordantes.

—Los dioses se aproximan…

Fuera del circo, en las calles de Istar, Caramon se debatía para acudir, al igual que Crysania, al lado de Raistlin. Pero la voz del mago no lo llamaba, lo que el guerrero oía eran los murmullos que percibiese en el seno materno, un timbre familiar que lo delataba como su gemelo, como el ser con quien compartía su sangre.

No prestó atención a los gemidos de los moribundos, a las súplicas de aquellos que habían quedado atrapados. No lo inquietaban los edificios que se derrumbaban a su alrededor, las rocas que rodaban por las avenidas, arrastrándolo casi. Sangraban sus brazos y su torso y tenía numerosos cortes en las piernas.

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