Margaret Weis - El templo de Istar
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—Sólo he sufrido un leve sobresalto —arguyó, pero no pudo reprimir un escalofrío al divisar el féretro—. ¿Quién es… quién era? —inquirió.
—Supongo que uno de los aprendices de Fistandantilus —repuso el hechicero—. Debió de absorber su energía para prolongar su vida, era un experimento que realizaba con frecuencia.
Le enmudeció un ataque de tos, ensombrecidos sus ojos por algún recuerdo inconfesable, y Crysania detectó un espasmo de temor en sus, normalmente, inalterables rasgos. Antes de que atinara a indagar sobre el motivo de tan repentino cambio, resonó un estampido en la puerta y el mago recobró la compostura. Alzó la vista más allá de la dama para saludar al intruso.
—Adelante, hermano. Estaba pensando en la Prueba y, por supuesto, he revivido tu memoria.
¡Caramon allí! Sosegada a causa de su oportuna aparición, Crysania giró el rostro a fin de darle la bienvenida pensando que su presencia aliviaría la tensa atmósfera. Mas la frase murió en sus labios, engullida por una negrura que no había hecho sino intensificarse con su llegada.
—Hablando de pruebas, me alegro de que hayas sobrevivido a la tuya —declaró Raistlin entre cínico y cortés—. Esta dama necesitará que alguien la escolte en el lugar al que nos dirigimos —agregó, al mismo tiempo que señalaba a la Hija Venerable—. No sabría describirte el placer que me produce contar con un ser tan digno de mi confianza.
Crysania se encogió al percibir el sarcasmo que ribeteaba su discurso, y también Caramon fue más sensible a esta actitud que a su amabilidad pues, al oírle, se revolvió como si hubieran incrustado en su carne una lluvia de dardos envenenados. El hechicero, por su parte, hizo caso omiso de su reacción, fijó de nuevo su atención en el esotérico volumen y se puso a trazar círculos en el aire con sus delicadas manos, recitando versículos ininteligibles para los no iniciados.
—Sí, he salido airoso de tu examen —afirmó el guerrero en tonos apagados.
Se adentró el hombretón en la estancia y, al verle entrar en el radio luminoso del cayado, Crysania ahogó un alarido de pánico.
—¡Raistlin! —exclamó, reculando unos pasos ante el avance del gladiador que, despacio, había enarbolado la espada.
—¡Raistlin, mírale! —insistió la eclesiástica. En su miedo topó con el escritorio y, sin saberlo, se introdujo en un círculo de polvo de plata. Algunos granos se adhirieron al repulgo de su vestido, relampagueando bajo el influjo de la vara.
Irritado por la interrupción, el nigromante alzó la faz.
—He sobrevivido a tu prueba —repitió Caramon—, del mismo modo que tú superaste la de la Torre. Allí debilitaron tu cuerpo, a mí me has desgajado el corazón. Ahora ocupa su lugar un vacío tan negro como tus vestiduras, un vacío que, al igual que mi espada, se ha teñido de sangre. Un minotauro ha muerto bajo su filo, un amigo ha dado su vida por salvarme y otra, una nereida, ha expirado en mis brazos. No contento con tantas desventuras, también has provocado la destrucción del kender. ¿Cuántas criaturas han sucumbido a tus nefastos designios? —Su voz se convirtió en un susurro letal al proferir su amenaza—: Todo ha terminado, hermano. Nadie más perecerá por tu culpa salvo yo mismo, tu ejecutor. Las piezas encajan al fin, ¿no crees? Vinimos juntos al mundo, y juntos lo abandonaremos.
Dio un paso al frente. Raistlin quiso hablar, pero él lo atajó.
—No puedes valerte de tu magia para detenerme, no en esta ocasión —le recordó—. Aunque no conozco los entresijos de tu arte, sé que el hechizo que te propones invocar requiere todo tu poder. Si malgastas un ápice de tus dotes en mi contra, si dejas de concentrarte sólo un segundo, no te restarán fuerzas con las que completar el encantamiento y, así, mi objetivo se cumplirá de todas maneras. No morirás a mis manos, sino a las de los dioses.
El arcano personaje lanzó una mirada soslayada a su gemelo antes de reanudar su estudio, encogiéndose de ombros. El gladiador avanzó un poco más y fue entonces, al oír el repiqueteo de sus adornos metálicos, cuando Raistlin emitió un exasperado suspiro y se encaró con él. Sus ojos, que refulgían en el interior de su capucha, parecían ser los únicos focos de luz en la estancia.
—Te equivocas en tus predicciones, hermano —lo corrigió—. Alguien más exhalará su último suspiro.
Sus pupilas, aquellos espejos insondables, traspasaron a Crysania quien, embutida en su refulgente hábito, se interponía entre los rivales.
Los ojos de Caramon se llenaron de conmiseración al volverse, asimismo, hacia la sacerdotisa, pero no flaqueó en su empeño.
—Las divinidades la albergarán en su seno —apuntó—. Pertenece al grupo de los clérigos auténticos, y ninguno de ellos murió en el Cataclismo. Por eso la envió Par-Salian —aseveró, ignorante de la confesión que este último hiciera a Ladonna—. Fíjate, alguien ha acudido en su busca —concluyó con el índice extendido.
Crysania no necesitaba seguir la dirección que el guerrero indicaba para constatar la presencia de Loralon. La sentía en todas sus vísceras.
—Acompáñalo, Hija Venerable —la aconsejó Caramon—. Tu lugar está en la luz, no en las tinieblas.
Raistlin no despegó los labios ni hizo el menor movimiento, se limitó a permanecer junto al escritorio con la enteca mano apoyada en el libro de magia.
La sacerdotisa, rígida como una estatua, intentó recapacitar sobre las palabras de Caramon que, similares a las errantes criaturas de la Torre de la Alta Hechicería, aleteaban en su mente. Lo había escuchado pero su parlamento carecía de sentido, no podía concentrarse. Tan sólo se le aparecía su propia imagen, armada con el Medallón y guiando a las huestes de fieles. La llave, el portal, también se perfilaban claramente. Era Raistlin quien poseía la clave del triunfo, y la llamaba junto a él. Incluso sintió, como le ocurriera en sus horas de soledad, el ardoroso beso del hechicero en su piel.
Una luz osciló hasta apagarse. Loralon se había ido.
—No me es posible obedecerte —musitó la dama, aunque con la voz tan quebrada que se hizo inaudible. No importaba. El hombretón la comprendía y, tras una breve vacilación, tomó aliento para decir:
—Sea. Una muerte más no ha de afectar a ninguno de nosotros ¿verdad, hermano?
Adentróse a su vez en el círculo argénteo y Crysania, fascinada, contempló el brillo de la espada bajo los haces del cayado. La visualizó en el acto de hundirse en su cuerpo y, al consultar la expresión de Caramon, halló reflejada la misma escena. Constató que ni siquiera tal pensamiento le haría desistir, que ella no suponía sino un obstáculo en su camino. No era un ser de carne y hueso, tan sólo una sombra que le impedía materializar sus aspiraciones: acabar con su gemelo.
«¡Cuán arraigado está su odio!», reflexionó si bien, al zambullirse en el alma de aquella criatura ahora tan próxima, percibió un sentimiento aún más desgarrador, un amor infinito.
El hombretón se abalanzó sobre ella con la mano abierta, deseoso de apartarla. Movida por el pánico, la sacerdotisa esquivó su embestida y tropezó contra Raistlin, que nada hizo para tocarla. La garra de Caramon atrapó una manga de su alba túnica, la arrancó de sus costuras y, en un acceso de furia, la arrojó al suelo. Crysania comprendió que su fin era inminente, pero se mantuvo entre los dos hombres.
El acero destelló. Desesperada, la eclesiástica aferró el Medallón de Paladine que siempre portaba ceñido a su cuello.
—¡Alto! —ordenó con voz imperiosa, pese a entornar los ojos a causa del pánico.
Se convulsionó en anticipación al dolor que había de infligirle la espada al ensartarla. Oyó en aquel momento un lamento, seguido por el estrépito del metal al chocar contra el suelo, y una oleada de alivio inundó su cuerpo. Débil, mareada y sollozante, se dejó caer.
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