Margaret Weis - El templo de Istar
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—… Recuerdo que era una noche de otoño y yo tenía más trabajo que un sargento de instrucción draconiano. —Tales comentarios siempre suscitaban risas aunque a Tika le rechinaban los dientes, en una actitud muy dispar. Era innegable que la audiencia aumentaba por momentos y nadie haría callar al ufano narrador—. La posada estaba entonces en lo alto de un árbol vallenwood, igual que toda la ciudad antes de que los dragones la arrasaran. ¡Ah, qué hermosa era en aquellos tiempos que nunca han de volver! —En este punto solía suspirar e iniciar un breve sollozo, que despertaba la compasión de la concurrencia—. ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! Me hallaba yo detrás del mostrador, ocupado en mi quehacer, cuando se abrió la puerta…
Se abrió la puerta, con tal sincronización que se diría que era una escena ensayada. Tika apartó una mecha pelirroja de su sudorosa frente y aguzó la vista entre las cabezas. Invadió la estancia un repentino silencio, a la vez que el cuerpo de la muchacha se tornaba rígido y clavaba las uñas en su carne.
Un hombre altísimo, que incluso tuvo que bajar la cabeza para entrar, se erguía en el umbral. Tenía el cabello moreno, y un rictus severo y sombrío torcía sus labios. Aunque arropado en una gruesa zamarra de piel, su cadencia al andar y su porte denotaban la fuerza de sus músculos. Lanzó una fugaz mirada al atestado albergue, un escrutinio que inmovilizó a los presentes y que era, en realidad, fruto de su desconfianza frente a cualquier indicio de peligro.
Aquel examen paralizador fue sólo una reacción instintiva, pues cuando sus penetrantes ojos se posaron en Tika se relajaron sus rasgos en una sonrisa, que acompañó con el gesto de abrir los brazos.
La joven vaciló, pero la visión de su amigo la llenó de júbilo y, también, de una indecible nostalgia. Abriéndose paso entre el gentío, se dejó estrechar por el recién llegado.
—¡Riverwind, querido compañero! —susurró con voz entrecortada.
Tras afianzar a la mujer entre sus manos, Riverwind la alzó en volandas sin el menor esfuerzo. Los clientes comenzaron a vitorearlos aunque, en lugar de aplaudir, golpearon sus jarras contra las mesas en un sordo repiqueteo. No daban crédito a su suerte, puesto que había irrumpido en la posada uno de los héroes de la Lanza como si lo hubieran transportado hasta aquí las alas del relato de Otik. ¡Incluso su ropa respondía a la descripción! Estaban fascinados.
Así pues, después de soltar a Tika, el hombretón se despojó de su zamarra de piel y todos pudieron distinguir el pectoral de jefe de los habitantes de las Llanuras, con sus secciones en forma de «V» cosidas en cueros de distinta textura, representativas de cada una de las tribus que gobernaba. Su atractivo rostro, aunque más avejentado que cuando Tika lo viera por última vez, estaba curtido por el sol y las inclemencias atmosféricas, pero brillaba en sus ojos una llama de júbilo interior que demostraba que había hallado la paz tan perseguida durante años de penalidades.
A la muchacha se le hizo un nudo en la garganta y comprendió que debía apartarse, pero no fue lo bastante rápida.
—Tika —dijo él abrazándola de nuevo, con un acento algo hermético a causa de su larga permanencia entre su pueblo—, me produce un gran placer volver a verte ¡más bella que nunca! ¿Dónde está Caramon? Ardo en deseos de saludarle… ¿Ocurre algo, amiga mía?
—Nada en absoluto —respondió la joven con falso ánimo, al mismo tiempo que agitaba sus rojizos bucles y parpadeaba—. Ven, he reservado un lugar junto al fuego. Debes sentirte exhausto… y hambriento.
Lo guió a través de la muchedumbre sin parar de hablar, de tal modo que el hombre de las Llanuras no logró intercalar una sola palabra. Los parroquianos la ayudaron sin proponérselo, manteniendo a Riverwind ocupado al apiñarse en su derredor a fin de tocar su atuendo y maravillarse frente a la suavidad de sus pieles, o bien estrechar su mano —costumbre que los de su raza consideraban pura barbarie— o, incluso, verterle las copas contra el rostro en un intento de ofrecerle su contenido.
El guerrero aceptó con estoicismo aquel despliegue de atenciones mientras acechaba los movimientos de Tika en medio de la batahola, acariciando a intervalos la espléndida espada elfa que pendía de su costado. Su serio semblante adquiría matices sombríos cada vez que miraba hacia las ventanas como si, hastiado del viciado ambiente de la posada, del calor y el ruido, sólo pensara en salir a los campos que tanto amaba. Con una habilidad muy propia de ella, la muchacha hizo a un lado a los curiosos más exuberantes y no tardó en sentarse junto a su viejo amigo en una mesa aislada, próxima a la cocina.
—Enseguida vuelvo —le prometió, dedicándole una sonrisa y desapareciendo entre los fogones antes de que su interlocutor despegara los labios.
Los ecos de la voz de Otik se elevaron de nuevo, acompañados por un inesperado estallido. Al ver interrumpido su relato, el anciano utilizaba el bastón —una de las armas más temidas en Solace— para restituir el orden. Cojeaba de una pierna y también contaba, a la primera oportunidad que se presentaba, cómo le habían herido durante la caída de Solace cuando, por su propia cuenta, luchó con las manos desnudas contra los ejércitos de draconianos que invadían la ciudad.
Tras disponer en una fuente un plato de patatas especiadas y regresar junto a Riverwind, Tika clavó en Otik una mirada furibunda. Conocía la historia verdadera, es decir, que se lastimó la pierna al ser arrastrado fuera de su escondrijo bajo el suelo. La conocía pero nunca la reveló ya que, en el fondo de su alma, quería a aquel hombre como a un padre. Fue él quien la acogió y la crió al desaparecer su progenitor y fue él también quien le proporcionó un trabajo honrado en un momento de su vida en que, quizás, hubiera incurrido en el robo a fin de salir adelante. El mero hecho de recordar telepáticamente a Otik que estaba en situación de ponerle en evidencia bastaba para impedir que sus exacerbadas narraciones escalaran cumbres más altas.
El alboroto se había apaciguado cuando la joven se instaló en la mesa de Riverwind, así que pudo al fin establecer un diálogo.
—¿Cómo están Goldmoon y vuestro hijo? —inquirió jovial, sabedora de que su oponente la estudiaba con suma atención.
—Goldmoon está muy bien y te manda besos —respondió él con su profunda voz—. En cuanto al niño —sus ojos se llenaron de orgullo—, sólo tiene dos años y ya monta mejor que muchos guerreros y es muy alto para su edad.
—Esperaba que Goldmoon se decidiera a acompañarte —comentó Tika, emitiendo un suspiro que no estaba destinado a ser oído.
El hombre de las Llanuras engulló su cena en pocos minutos y, a su término explicó:
—Los dioses nos han bendecido con otro par de hijos. —Observó a la joven con una extraña expresión en sus oscuros ojos.
—¿Un par? —repitió ella perpleja—. ¡Ah, te refieres a un par de gemelos! —comprendió de pronto—. Igual que Caramon y Raist… —Se interrumpió, y comenzó a mordisquearse el labio.
Riverwind frunció el ceño y trazó en el aire la señal que ahuyentaba los malos presagios mientras ella, ruborizándose, desviaba los ojos. Una voz rugía en sus oídos, y tanto el calor como la algazara general contribuían a marearla. Se tragó como pudo el amargo sabor de boca que atenazaba su lengua para obligarse a preguntar más detalles sobre la vida de Goldmoon y, pasado un rato, pudo centrarse en la parrafada del hombretón.
—… Hay aún pocos clérigos en nuestras tierras. Tenemos numerosos conversos, pero los poderes de los dioses se manifiestan con lentitud. Ella trabaja duro, demasiado en mi opinión, pero cada día está más hermosa. Y los gemelos, que en realidad son niñas, han heredado su cabello áureo y plateado.
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