Margaret Weis - El templo de Istar

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«Y la aprendí —musitó al amigo cuyo espíritu no había cesado de acompañarlo—. A sangre y fuego, pero asimilé su enseñanza».

Lo invadió un agradable aroma de madera quemada que, junto a los agonizantes reflejos solares y el fresco aire de primavera, le recordaron que aún faltaba por recorrer un largo trecho. Dio entonces media vuelta y contempló el valle donde habían transcurrido los agridulces años de su primera juventud. Sí, al girarse Tanis, el Semielfo, fijó su vista en Solace.

Era otoño cuando había visto por última vez la pequeña ciudad. Los árboles vallenwood deslumbraban al curioso con el abanico de matices propios de la estación, los rojos brillantes y dorados amarillos que se mezclaban, se difuminaban casi en el espectro purpúreo de las cumbres de los montes Kharolis, o el intenso azul del cielo reflejado, como si necesitara constatarse, en las aguas tranquilas del lago Crystalmir. Cubría el valle una ligera neblina formada por el humo de los hogares al elevarse a través de las chimeneas de la pacífica ciudad, un burgo cuyas construcciones se mecían sobre las ramas de los vallenwoods como nidos de pájaros. Flint y él estudiaron el oscilar de las luces que, una tras otra, se encendían en las casas protegidas por las hojas de los árboles. Solace era una de las maravillas de Krynn.

Durante unos minutos Tanis visualizó aquella panorámica en su imaginación con tanta claridad como si fuera auténtica y hubiera retrocedido en el tiempo. Despacio, sin que apenas lo percibiese, la primavera reemplazó al otoño y se borraron los contornos de su ensoñación. En efecto, el humo trazaba todavía espirales sobre los tejados, pero la mayoría de éstos resguardaban casas edificadas en el suelo. Dominaba la escena el verdor de los brotes nacientes, de la vida renovada, si bien a Tanis se le antojó que tal circunstancia no hacía sino realzar las negras heridas de la tierra; nunca desaparecían del todo las cicatrices de la hecatombe, aunque los surcos del arado las suavizasen en los campos de cultivo.

El semielfo meneó la cabeza en ademán negativo. Todos los moradores de Krynn creían que, al destruirse el retorcido Templo de la Reina Oscura en Neraka, la guerra había concluido. Todos ellos estaban ansiosos por sembrar el terreno asolado, socarrado bajo los hálitos de los Dragones, y olvidar así su sufrimiento.

Desvió los ojos hacia un gran círculo negro que se desplegaba en el centro del pueblo. Allí nada reverdecía, ningún arado podría sanar el suelo devastado entre las llamas y saturado por añadidura, de la sangre inocente de los millares de criaturas que asesinaran en su avance las tropas de los Señores de los Dragones.

Una débil sonrisa cruzó los labios de Tanis. Comprendía, sin que nadie se lo explicase, cuánto debía irritar aquella llaga abierta a quienes trabajaban para enterrar los vestigios de la espantosa epopeya. Él, sin embargo, se alegraba de que permaneciera indeleble y esperaba que su presencia perdurase por toda la eternidad.

Repitió en un susurro las palabras que oyera pronunciar a Elistan cuando el clérigo dedicó, en una solemne ceremonia, la Torre del Sumo Sacerdote a la memoria de los Caballeros que allí sucumbieron.

—Debemos recordar o caeremos en una peligrosa complacencia, tal como hicimos en el pasado, y el Mal volverá a surgir de las tinieblas.

«Si no lo ha hecho ya», se dijo Tanis desanimado. Con tal pensamiento pululando en su mente, inició el descenso de la colina.

«El Último Hogar» estaba abarrotado aquella noche. Aunque la guerra había destruido a numerosos habitantes de Solace, su término aportó tanta prosperidad a los sobrevivientes que algunos ya comenzaban a afirmar que «no fue tan terrible».

La ciudad, situada en una estratégica encrucijada de los caminos que jalonaban el país de Abanasinia, era visitada por múltiples viajeros. Sin embargo, en los días anteriores al estallido del conflicto la cantidad de itinerantes se redujo de manera considerable: los enanos, salvo algunos renegados como Flint Fireforge, se habían cobijado en su montañoso reino de Thorbardin o parapetado en las colinas circundantes, en un patente rechazo a comunicarse con el mundo; y los elfos habían hecho lo mismo, refugiándose en las bellas tierras de Qualinesti en el sudoeste o en las de Silvanesti, en el extremo oriental del continente de Ansalon.

La avasalladora contienda había alterado de nuevo las costumbres, reanudándose el movimiento que reinara en sus sendas antes de anunciarse los graves acontecimientos bélicos. Ahora elfos, enanos y humanos se desplazaban a menudo de un lugar a otro, tras abrirse sus urbes y territorios a quien quisiera conocerlos. Era una lástima que para alcanzarse este frágil estado de fraternidad se hubiera necesitado la aniquilación casi absoluta de los moradores del mundo de Krynn.

Pero volviendo a «El Último Hogar», hay que decir que, si bien fue siempre popular entre los nómadas por su excelente bebida y las patatas especiales de Otik, en los últimos tiempos había adquirido aún mayor renombre. La cerveza seguía siendo buena y las patatas, pese a haberse retirado su dueño, tan sabrosas como antaño, pero el auténtico motivo de la creciente fama de la posada era otro. Efectivamente, había corrido el rumor de que los héroes de la Lanza, como el pueblo llano había dado en apodarlos, frecuentaron el local varios años atrás.

Antes de abandonar el negocio, Otik había reflexionado seriamente sobre la conveniencia de colocar una placa conmemorativa cerca de la chimenea que dijera algo así como «Tanis, el Semielfo, y los Compañeros bebieron aquí». Tika, no obstante, se había opuesto con tanta vehemencia a su proyecto —sólo imaginarse lo que Tanis pudiera decir si veía algo semejante incendiaba las mejillas de la muchacha— que al fin renunció. Se resignó a no instalar ningún rótulo, pero no cesaba de contar a sus parroquianos la historia de la noche en que la mujer bárbara entonó su extraño cántico y curó a Hederick, el Teócrata, con una Vara de Cristal Azul, dando así testimonio de la existencia de los dioses antiguos y verdaderos.

Tika, que se había hecho cargo de la posada al dejarla Otik y esperaba ganar el dinero suficiente para comprarla, esperaba fervientemente que el anciano patrón se abstuviera de relatar estas proezas en el curso de la velada de esta noche. ¡Pobre muchacha! Ni siquiera todas las plegarias del mundo habrían conjurado tan difícil silencio.

Había en la sala varios grupos de elfos venidos desde Silvanesti para asistir a los funerales de Solostaran, Orador de los Soles y monarca de las tierras de Qualinesti. No sólo instaban éstos a Otik a repetir su narración, sino que la sazonaban con sus propias leyendas sobre cómo los héroes visitaron las regiones donde residían y los liberaron de un dragón perverso llamado Cyan Bloodbane.

La pelirroja muchacha advirtió que Otik la miraba de soslayo al mencionarse aquel nombre, ya que ella había sido uno de los miembros de la expedición a Silvanesti, pero se apresuró a silenciarlo mediante una briosa sacudida de sus bucles. Ésta era una de las partes de su viaje que siempre rehusaba explicar, ni siquiera discutir, y lo cierto era que rezaba todas las noches para olvidar las espantosas pesadillas relativas a tan torturada región.

Tika cerró los ojos unos segundos, deseando en lo más profundo de su ser que los elfos cambiaran de tema. Ya tenía bastantes sueños que la atormentaban en el presente como para evocar otros, pertenecientes a un pasado remoto.

«Ojalá lleguen y se vayan sin demora». Dedicó este anhelo a sí misma y a cualquier dios que pudiera escucharla.

Había concluido el fascinador crepúsculo y los clientes entraban sin cesar, ordenando platos y brebajes. Tika se había disculpado frente a Dezra y, después de derramar sendos torrentes de lágrimas, ambas corrían muy atareadas de la cocina a la barra y de ésta a las mesas, sin apenas dar abasto en el servicio. La nueva posadera se sobresaltaba cada vez que se abría la puerta, y rezongaba improperios cuando oía elevarse la voz de Otik por encima del entrechocar de jarras y cubiertos.

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