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Margaret Weis: El templo de Istar

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Margaret Weis El templo de Istar

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Astinus la impidió proseguir.

—He pasado demasiado tiempo fuera de mi estudio —la atajó, y cruzó el suelo marmóreo hacia la puerta de la antecámara—. Llamad a Bertrem cuando queráis partir. Adiós, Hija Venerable de Paladine. Me despido de ti, viejo amigo.

El cronista manipuló el picaporte y el plácido silencio de la biblioteca penetró en el aposento, inundando su frescor a Crysania. Sintió la dama que aquella ráfaga le restituía el ánimo, y relajó la mano que tenía apretada en torno al Medallón. Con un movimiento grácil, aunque formal, respondió al saludo de Astinus, imitada por Raistlin.

Cuando se hubo cerrado la puerta tras el historiador, ambos permanecieron callados largo rato. Fue Crysania quien, sintiendo el poder de Paladine en sus venas, rompió el silencio para reanudar la conversación.

—No recordaba que fuiste tú y quienes viajaban contigo quienes recuperasteis los Discos sagrados. Es natural, pues, que los leyeras. Me gustaría discutir contigo su contenido de un modo más extenso pero, en todas nuestras futuras transacciones, deberás mostrar mayor respeto al referirte a Elistan —le ordenó más que le rogó.

Enmudeció estupefacta, contemplando cómo el enteco cuerpo del mago parecía desmoronarse ante sus ojos.

Convulsionado por espasmos de tos, doblado el pecho hacia adelante, Raistlin hacía denodados esfuerzos para respirar. Se bamboleaba y, de no ser por el bastón en el que se apoyaba, habría caído al suelo. Ignorando su aversión y repugnancia, Crysania alargó el brazo con un gesto instintivo, y, con las manos extendidas sobre los hombros enfermos, murmuró una plegaria curativa. Bajo sus palmas abiertas, el contacto de la túnica negra era suave y cálido en contraste con los músculos agarrotados, que denotaban el dolor de su oponente. La piedad invadió su corazón.

Raistlin se desembarazó de ella apartándola a un lado. Su tos se mitigó poco a poco y, cuando se restableció su pulso, la observó despreciativo y la imprecó:

—Te prohíbo que malgastes tus oraciones en mí, Hija Venerable. —Extrajo un pañuelo de bolsillo y se lo pasó por los labios. Antes de que volviera a guardarlo, no obstante, Crysania advirtió que estaba manchado de sangre—. El mal que me aqueja no tiene remedio —explicó—. Es el sacrificio, el precio que pagué por mi magia.

—No comprendo —balbuceó la sacerdotisa. Crispó las manos al evocar la aterciopelada tibiez de sus ropajes y, sin saber por qué, cruzó los dedos tras la espalda.

—¿De verdad? —inquirió Raistlin a la vez que penetraba su alma con aquellos inefables ojos dorados—. ¿Qué has sacrificado tú a cambio de tu poder?

Un tenue rubor, apenas visible bajo las agonizantes llamas, cubrió los pómulos de Crysania, del mismo modo que la boca del hechicero se enrojeció durante el ataque de tos. Alarmada por la intrusión de aquel ser en sus entrañas, desvió la mirada para posarla de nuevo en la ventana. La noche se cernía sobre Palanthas. Solinari, la luna argéntea, se perfilaba como una rendija de luz en la negrura mientras que su gemela Lunitari, la luna encarnada, no había surgido todavía en el firmamento. «Y la negra —se preguntó sin poder evitarlo—, ¿dónde está? ¿Puede verla realmente?».

—Debo irme —afirmó el mago con un molesto carraspeo—. Estos espasmos me debilitan, necesito descansar.

—Es natural. —Crysania había recobrado el sosiego, los últimos vestigios de sus emociones se recogieron en lo más profundo de su ser y pudo hacer frente de nuevo a la enigmática criatura—. Te agradezco que hayas acudido a mi cita…

—Pero no hemos concluido nuestra charla —la atajó Raistlin sin violencia—. Me gustaría que me concedieras la oportunidad de demostrarte que los resquemores de tu dios son infundados. Voy a hacerte una sugerencia: visítame en la Torre de la Alta Hechicería, allí me verás entre mis libros y entenderás el alcance de mis estudios. Cuando lo hagas se apaciguarán tus miedos. Como bien se nos enseña en los Discos, sólo tememos aquello que ignoramos.

Se aproximó a Crysania, y los ojos de la mujer estuvieron a punto de salirse de sus órbitas. Intentó alejarse, totalmente atónita, pero ella misma se había ido arrinconando hacia la ventana.

—No puedo entrar en la Torre —aventuró, asfixiada por la vecindad amenazadora del mago. Apenas sin aliento hizo ademán de alejarse, si bien el bastón que él blandía delante de ella le impidió todo movimiento. Resignada, concluyó su frase—: Los hechizos que guardan la mole no permiten franquear su umbral.

—Salvo a quienes yo quiero admitir —replicó Raistlin. Estiró entonces la mano y aferró la de la muchacha—. Eres muy valiente, Hija Venerable de Paladine —comentó—. No tiemblas al sentir mi contacto.

—Mi dios me protege —contestó Crysania desdeñosa.

El hechicero esbozó una sonrisa cálida y oscura a un tiempo, secreta como si estuviera destinada a sellar su complicidad. Aquella mueca fascinó a Crysania, quien dejó que la atrajera hacia sí. Transcurridos unos momentos él aflojó su garra y, colocando el bastón contra el respaldo de una silla, descansó sus esqueléticos dedos sobre la capucha blanca que rodeaba la delicada cabeza de la sacerdotisa. Ahora sí, ahora Crysania se estremeció, pero no acertaba a repeler su mano ni tampoco a hablar, tan sólo era capaz de contemplarlo asaltada por un pánico que no estaba en su mano superar ni aprehender.

Sujetándola firmemente, Raistlin rozó con sus labios ensangrentados la frente de la joven a la vez que farfullaba unas palabras ininteligibles. Luego la soltó sin más preámbulos.

Crysania se tambaleó con desmayo. Se llevó, aún mareada, la mano al lugar donde los labios de su interlocutor habían estampado la hiriente huella, que ardía en su piel como una marca de fuego.

—¿Qué has hecho? —exclamó en un jadeo entrecortado—. ¡No puedes sumirme en un encantamiento! Mi fe me protege…

—Por supuesto —repuso él sin dejarla terminar. El mago suspiró y en su semblante se dibujó una expresión de pesar, el pesar de aquellos que se saben incomprendidos y son objeto de constantes sospechas—. Me he limitado a transmitirte la fuerza mágica que te permitirá atravesar el Robledal de Shoikan. No resultará fácil —apareció de nuevo su sarcasmo—, pero sin duda tu fe te sostendrá.

Levantando la capucha sobre su cabeza, de tal modo que le ocultaba casi los ojos, Raistlin se despidió mediante un leve ademán de la sacerdotisa y se encaminó hacia la puerta con paso vacilante. Bajo el atento escrutinio de la Hija Venerable de Paladine, tiró del cordón de la campanilla y al instante acudió Bertrem, tan raudo que ella adivinó que había estado apostado al otro lado durante su plática. Apretó los labios y lanzó al Esteta una furibunda mirada, tan cargada de ira que éste palideció pese a ignorar el crimen cometido y se enjugó la húmeda frente con la manga de su vestidura.

Raistlin echó a andar en dirección hacia el pasillo, pero Crysania lo detuvo.

—Quiero disculparme por no haber confiado en ti —le dijo con suave acento—. Y también reiterar mi gratitud por tu presencia.

—Yo debo pedirte perdón por mi lengua desatada —repuso él girando la cabeza—. Adiós, Hija Venerable. Si no te asusta penetrar en el universo de la sabiduría ve a la Torre dentro de dos noches, cuando Lunitari se alce en la bóveda celeste.

—Allí nos encontraremos —le aseguró Crysania sin titubear, observando complacida cómo el terror demudaba el semblante de Bertrem. Tras despedirse con una fugaz sonrisa, depositó la mano en el respaldo de una trabajada butaca.

El hechicero abandonó la alcoba seguido por el Esteta, que cerró la puerta al salir.

Sola en la caldeada y silenciosa estancia, la sacerdotisa hincó las rodillas frente al asiento.

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