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Margaret Weis: El templo de Istar

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Margaret Weis El templo de Istar

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Ningún atisbo de emoción alteró la plácida expresión de la sacerdotisa. Sin cesar de sonreír, indicó al cronista con el dedo extendido hacia la calle:

—Míralo, ahí viene.

El sol se ocultó tras las lejanas montañas y el cielo, iluminado por un postrer resplandor, asumió unas bellas tonalidades purpúreas. Unos criados entraron en silencio en la alcoba para encender la fogata, que prendió sin sobresalto, como si el historiador le hubiera enseñado a mantener intacto el reposo de la Gran Biblioteca. Crysania volvió a sentarse en la incómoda silla, juntando de nuevo las manos en su regazo. Su semblante denotaba la frialdad y calma habituales, si bien un tenue fulgor en sus ojos grises revelaba la intensa excitación de su pálpito.

Nacida en el seno de la noble y acaudalada familia Tarinius de Palanthas, una familia casi tan antigua como la ciudad misma, Crysania había gozado del bienestar que el dinero y el rango suelen otorgar. Inteligente, poseedora de una férrea voluntad, podría haberse convertido en una mujer testaruda y caprichosa de no haber alimentado sus sabios y amantes progenitores el enérgico talante de su hija para que floreciera bajo la forma de una inquebrantable confianza en sí misma. En toda su vida, Crysania había cometido tan sólo un acto susceptible de disgustar a sus padres, pero de tal naturaleza que les había causado un hondo pesar. Había rehusado contraer matrimonio con un apuesto y aristocrático joven, llevada por el deseo de consagrar su existencia al servicio de unos dioses largo tiempo olvidados.

Oyó por vez primera las palabras del clérigo Elistan cuando éste visitó Palanthas tras concluir la Guerra de la Lanza. Su nueva religión, que no era sino una manifestación de las creencias más ancestrales, se extendía como la pólvora por Krynn desde que la leyenda atribuyera a su fe un papel decisivo en la derrota de los reptiles perversos y sus amos, los Señores de los Dragones.

Mientras lo escuchaba, su actitud estaba teñida de escepticismo. Aquella mujer se había criado entre relatos en los que se explicaba cómo las divinidades habían castigado a Krynn con el Cataclismo, derribando la montaña de fuego para asolar la tierra y hundir la ciudad sagrada de Istar bajo el Mar Sangriento. Más tarde, según el rumor popular, los dioses volvieron la espalda a sus criaturas y rechazaron cualquier vínculo con ellas. Crysania estaba dispuesta a oír cortésmente a Elistan, pero guardaba argumentos contrarios a sus afirmaciones y deseaba exponérselos.

Al conocerlo recibió una impresión favorable. Elistan se hallaba por entonces en pleno apogeo, era un ser atractivo y fuerte pese a su edad algo avanzada y se asemejaba a aquellos antiguos clérigos que batallaron —así lo contaban las leyendas— con el caballero Huma. Al iniciarse la velada Crysania encontró motivos para admirarle y al concluir se arrodilló a sus pies sollozando de gozo, convencida de que su alma había dado con el ancla que le faltaba.

El mensaje de su arenga fue que los dioses no habían abandonado a los hombres. Fueron éstos quienes se alejaron de las divinidades, exigiendo en un alarde de orgullo lo que el gran Huma había pretendido obtener a través de la humildad. Al día siguiente Crysania dejó hogar, riquezas, servidumbre, padres y cortejadores para mudarse al frío y reducido habitáculo sobre el que Elistan quería construir el nuevo templo de Palanthas.

Ahora, dos años después, la muchacha se había convertido en una de las Hijas Venerables de Paladine, una de las pocas elegidas que habían sido juzgadas dignas de conducir a la Iglesia en sus nuevos balbuceos. Esta paciente institución necesitaba de sangre fuerte y joven para propagarse, como respaldo de la energía y vitalidad que tan generosamente le había instilado Elistan. Al parecer el dios al que éste había servido con abnegada lealtad se disponía a llamarle a su regazo, y cuando sucediera el triste evento había de ser Crysania quien realizase su trabajo o, al menos, ésta era la creencia generalizada.

La sacerdotisa sabía que estaba preparada para aceptar el liderazgo de la Iglesia, pero ¿era suficiente? Como le había confesado a Astinus, presintió desde su tierna infancia que estaba en su destino ofrecer al mundo un importante servicio. Guiar a los fieles en tareas rutinarias, ahora que la guerra había concluido, se le antojaba aburrido e incluso mundano, razón por la que suplicaba a menudo a Paladine que le asignase una tarea realmente espinosa. Anhelaba sacrificarlo todo, incluso la vida, en aras de su fidelidad al dios del Bien.

Y, al fin, sus plegarias obtenían respuesta. En estos momentos esperaba, presa de una ansiedad que no lograba disimular. Ni siquiera el encuentro con aquel hombre, al decir de muchos la más poderosa fuerza del Mal en Krynn, le inspiraba el más ínfimo temor. De habérselo permitido su exquisita educación habría torcido el labio en una mueca desdeñosa. ¿Qué perversidad podía resistirse a la inquebrantable espada de su fe? ¿Qué malevolencia era capaz de traspasar su refulgente armadura?

Como un caballero que se dirigiera a una justa coronado con la guirnalda de su amor, sabedor de que no podía perder con tales prebendas ondeando al viento, Crysania mantuvo su mirada fija en la puerta y aguardó los clarines que anunciaban el torneo. Cuando se abrió la pesada hoja apretó aún más sus manos, que mantenía enlazadas y en reposo, animada por una gran excitación.

Entró Bertrem y sus ojos se clavaron en Astinus, que se encontraba inmóvil como una columna de piedra en una rígida butaca junto al fuego.

—El mago Raistlin Majere —declaró, más su voz se quebró en la última sílaba. Quizás evocaba la última vez que había introducido a este visitante, el día en que Raistlin apareció en la escalinata de la Gran Biblioteca moribundo y vomitando sangre. El cronista frunció el ceño frente a la falta de control del Esteta, quien se escabulló hacia el pasillo con toda la rapidez que le permitieron los volátiles pliegues de su túnica.

En un gesto involuntario, Crysania contuvo el aliento. Al principio no vio sino una sombra de negrura en el umbral, como si la misma noche hubiera tomado forma en la entrada. El impreciso contorno hizo una pausa.

—Adelante, viejo amigo —lo invitó Astinus con aquella voz desnuda de emociones.

Una tibia aureola rodeaba a la sombra, las llamas del hogar reverberaban en el negro terciopelo de su túnica. El fulgor se esparció en diminutas chispas, provocadas por el reflejo de la luz sobre las hebras de plata con que estaban bordadas las runas de la capucha, hasta que el sombrío ente fue tomando el aspecto de una figura envuelta en oscuros ropajes. Durante unos breves instantes el único indicio de que semejante criatura poseyera atributos humanos lo constituyó una mano esquelética apoyada en un bastón de madera. Coronaba la vara una bola de cristal, sostenida por la garra tallada de un Dragón Dorado.

Cuando la figura se introdujo en la estancia, la sacerdotisa sintió el aguijón del desencanto. ¡Había rogado a Paladine que le impusiera una tarea difícil! ¿A qué mal recalcitrante había de enfrentarse en aquella criatura? Ahora que podía verla con total claridad no distinguió sino un hombre enjuto, frágil, con los hombros ladeados, que parecía necesitar de su bastón para caminar a causa de una debilidad invencible. Conocía su edad, no sobrepasaba los veintinueve años, y, sin embargo, se movía como un humano de noventa que tuviera que andar despacio a fin de sostenerse sobre sus piernas.

«¿Qué prueba de mi fe entraña el hecho de vencer a este desecho? —recriminó la muchacha a Paladine—. No tengo que actuar para derrotarlo, el mal que anida en sus entrañas lo devora sin mi participación».

Situándose frente a Astinus, de espaldas a Crysania, Raistlin descubrió su cabeza al desprenderse de la capucha.

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