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Margaret Weis: El templo de Istar

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Margaret Weis El templo de Istar

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El cronista centró su atención en la mujer, de quien mucho había oído hablar pese a no conocerla en persona. Tenía el cabello oscuro, de un negro azulado similar al del mar cuando se remansa por la noche. Lo llevaba peinado hacia atrás a partir del centro de la cabeza, sujeto mediante una horquilla de madera desprovista de adornos. Este severo estilo no favorecía sus facciones delicadas ya que destacaba su palidez, su rostro vacío del color de la vida. Sus ojos grises parecían demasiado grandes, y la sangre no bañaba sus labios.

En su adolescencia, sus sirvientes trenzaban y ondulaban aquella melena negra de acuerdo con la moda del momento, insertando agujas de plata u oro y adornándola con engarces de ricas joyas. Teñían sus pómulos con zumo de bayas, y la ataviaban con lujosos vestidos rosa pálido o azul indefinido. Sus pretendientes esperaban turno para agasajarla.

Los ropajes que ahora vestía eran blancos, como correspondía a una sacerdotisa de Paladine, y lisos, aunque confeccionados con fina tela. No exhibía más adorno que un cinturón de oro que ceñía su delgado talle, además del Medallón del Dragón de Platino propio de los seguidores del dios del Bien. Rodeaba su cabeza una holgada capucha alba que realzaba la marmórea frialdad de su tez.

El adjetivo «marmórea» se le antojó a Astinus muy adecuado, con una salvedad: el mármol podía calentarse bajo el influjo del sol.

—Yo te saludo, Hija Venerable de Paladine —dijo el cronista, dando un paso al frente y cerrando la puerta a su espalda.

—Saludos, Astinus —respondió Crysania de Tarinius a la vez que se levantaba.

Mientras avanzaba en su dirección el historiador se sorprendió ante la rapidez y longitud, casi masculinas, de sus zancadas, discordes a su entender con su delicado porte. También su apretón de manos fue firme y enérgico, algo poco usual en las mujeres de Palanthas, que no solían estrechar las palmas de sus congéneres y se limitaban a ofrecer las yemas de los dedos.

—Quiero agradecer tu gesto al perder unos minutos de tu valioso tiempo para actuar como parte neutral en este encuentro. Sé que te disgusta interrumpir tus estudios —declaró Crysania con voz gélida.

—Mientras no sea inútil el sacrificio no me importa en absoluto —respondió el cronista, reteniendo su mano y traspasándola con los ojos—. Debo admitir, no obstante, que lamento esta situación.

—¿Por qué? —La sacerdotisa examinó su rostro atemporal en actitud perpleja. De pronto, comprendió y esbozó una sonrisa, que no animó sus facciones más de lo que la luna pudiera avivar una helada capa de nieve invernal—. No crees que venga, ¿verdad?

Astinus dio un respingo, soltando la palma de la mujer como si se hubiera desvanecido su interés por su mera existencia. Alejóse de ella, avanzó hacia la ventana y se asomó a la ciudad de Palanthas, cuyos blancos edificios resplandecían bajo la caricia de los últimos rayos del sol con una fascinadora belleza. Sólo había una excepción, sólo una mole permanecía intocada por el astro rey incluso en los momentos más luminosos del día.

Fue en esta edificación donde se posaron los ojos del cronista. Erguida en el centro de la hermosa ciudad, sus torres de piedra negra se retorcían en pos del cielo a la vez que sus minaretes, recientemente reconstruidos por el poder de la magia, lanzaban rojizos destellos en el crepúsculo y, al hacerlo, asumían la apariencia de unos dedos espectrales que trataran de izarse sobre un cementerio profanado.

—Hace dos años entró en la Torre de la Alta Hechicería —recordó Astinus, con voz desapasionada, al comprobar que Crysania se unía a él en la ventana—. Franqueó sus puertas en medio de la noche, la única luna que surcaba el firmamento era aquella que ninguna luz proyecta. Atravesó el Robledal de Shoikan, un bosque de árboles malditos que ningún mortal, ni siquiera los kenders, osan jalonar. Se abrió camino hasta la cancela donde aún yacía suspendido el cuerpo del mago perverso que, al exhalar su último suspiro, envolvió la Torre en una maldición y se arrojó desde sus almenas, ensartándose en la verja como un temible centinela. Pero cuando él arribó, el guardián se inclinó ante su figura, las puertas se abrieron sin oponer la menor resistencia y Raistlin se recluyó entre tan misteriosos muros. En todo este tiempo nadie ha observado ningún movimiento ni indicio de vida. Él no ha salido y, si ha admitido a alguien, su acceso pasó desapercibido a los palanthianos. ¿Y tú esperas que aparezca aquí?

—Es el Amo del Pasado y del Presente —afirmó Crysania encogiéndose de hombros—. Al venir no hizo sino cumplir los augurios.

Astinus la contempló asombrado.

—¿Conoces su historia?

—Por supuesto —contestó tranquila la sacerdotisa, clavando en el cronista una fugaz mirada y desviando de nuevo los ojos hacia la Torre, que comenzaba a fundirse con las sombras nocturnas—. Un buen general siempre estudia al enemigo antes de entablar la lucha. Ningún detalle relativo a Raistlin Majere puede escapárseme, y sé que esta noche se presentará.

Crysania siguió atisbando la enigmática Torre con el mentón alzado, sus labios exangües cerrados en una línea recta y las manos enlazadas en la espalda.

El rostro del historiador asumió una súbita gravedad y, tras unos instantes de meditación en los que sus ojos parecieron entelarse, dijo con la voz carente de emociones que le caracterizaba:

—Estás muy segura de ti misma, Hija Venerable de Paladine. ¿Por qué?

—Mi dios me ha hablado —fue la concluyente respuesta de Crysania, que no apartaba la vista de la oscura mole—. En un sueño se dibujó en mi mente el Dragón de Platino y me reveló que el Mal, después de ser desterrado del mundo, había regresado encarnado en Raistlin Majere, el mago de Túnica Negra. Nos enfrentamos a un terrible peligro, y me ha sido concedido el honor de combatirlo. —A medida que hablaba su semblante marmóreo se fue animando, y un fulgor de claridad envolvió sus ojos grises—. ¡Será la prueba de mi fe a la que he suplicado someterme! Ya en mi niñez presentí que estaba destinada a realizar una gran hazaña, un servicio importante al mundo y sus pobladores. Ahora tengo mi oportunidad.

La severidad se iba adueñando del rostro de Astinus, hasta que al fin inquirió de forma abrupta:

—¿Paladine se dirigió a ti en estos términos?

Crysania, percibiendo la desconfianza de aquel hombre, selló sus labios. El fino surco que se esbozó en su frente fue la muestra visible de su ira, además de una calma, aún más estudiada, con que pronunció sus próximas palabras.

—Lamento haber mencionado esta revelación, Astinus, discúlpame. Se trata de un diálogo entre mi dios y yo, algo sagrado que nunca debe discutirse. Sólo lo he sacado a relucir para demostrarte que el maligno hechicero no dejará de venir. No puede evitarlo, es Paladine quien se lo ordena.

Tanto se enarcaron las cejas del historiador que casi desaparecieron en su cano cabello.

—Ese «maligno hechicero», tal como tú le llamas, sirve a una divinidad tan poderosa como Paladine: Takhisis, la Reina de la Oscuridad. O quizá no debería emplear el verbo «servir» refiriéndome a él —apostilló con una sonrisa irónica.

La frente de la sacerdotisa se relajó, y ésta recuperó la serenidad al responder:

—El Mal se vuelve contra sí mismo y el Bien vencerá de nuevo, del mismo modo que se impuso en la Guerra de la Lanza. Derrotasteis entonces a Takhisis y a sus dragones y, con la ayuda de Paladine, yo triunfaré contra la perversidad al igual que Tanis, el Semielfo, el héroe que expulsó de Krynn a la Reina Oscura.

—Si Tanis, el Semielfo, obtuvo aquella victoria fue gracias al concurso de Raistlin Majere —replicó Astinus imperturbable—. ¿O acaso es ésa una parte de la leyenda que prefieres ignorar?

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