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Margaret Weis: El templo de Istar

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Margaret Weis El templo de Istar

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—Saludos, ser inmortal —dijo a Astinus con voz queda.

—Saludos, Raistlin Majere —respondió el cronista sin levantarse. Ribeteaba su voz una nota sarcástica, como si compartiera con el mago una broma secreta—. Permite que te presente a Crysania, de la casa de Tarinius.

Raistlin se volvió y ahora sí, ahora Crysania dio un respingo a la vez que un terrible dolor en el pecho le impedía articular las palabras e, incluso, respirar. Unas agujas invisibles pero punzantes traspasaban las yemas de sus dedos, un frío inexplicable convulsionó su cuerpo. Se arrebujó en su asiento sin poder evitarlo, con las manos agarrotadas y las uñas hundidas en la mortecina carne.

No veía ante ella más que un par de ojos dorados que brillaban desde las profundidades del abismo. Sus órbitas se asemejaban a un vacuo espejo que nada había de revelar del alma que cobijaban. Y las pupilas… la sacerdotisa las contempló en un rapto de terror. En medio de los áureos resplandores se dibujaban ¡sendos relojes de arena! En cuanto al rostro, no resultaba más halagüeño. Desfigurada por el sufrimiento, marcada por la torturada existencia que aquel ser había llevado durante siete años, desde que las duras pruebas en la Torre de la Alta Hechicería despojaran a su cuerpo del hálito de la vida y revistieran su piel de unos tintes metálicos, la faz del hechicero era una máscara impenetrable, tan insensible como la garra que adornaba el bastón.

—Hija Venerable de Paladine —susurró el humano con respeto y quizás un atisbo de reverencia.

Crysania se sobresaltó. Estaba perpleja, no era esto lo que esperaba.

Por alguna razón, la mujer no pudo moverse. La mirada del mago la tenía atenazada, y se preguntó con desasosiego si no la habría sumido en un hechizo. Como si hubiera adivinado su zozobra, él recorrió la alcoba y se detuvo frente a su silla en una actitud tranquilizadora de tal manera que, al alzar la vista, sus dorados ojos se le antojaron más cordiales pese al reflejo oscilante de las llamas.

—Hija Venerable de Paladine —repitió Raistlin, envolviéndola su voz en una suavidad comparable tan sólo a la aterciopelada negrura de su túnica—. Espero que te encuentres bien —añadió, pero ahora la sacerdotisa percibió un timbre de cínico sarcasmo. No le importó, sin embargo, pues para un desafío sí estaba preparada. Su tono respetuoso la había sorprendido, admitió enojada consigo misma, pero ahora, por fin, se había sobrepuesto a su momentánea flaqueza. Tras ponerse en pie, a su mismo nivel, aferró sin proponérselo el Medallón de Paladine y el contacto del frío metal le infundió valor.

—Creo que es superfluo este intercambio absurdo de formulismos sociales —lo espetó Crysania, recobrada la cordura—. Hemos apartado a Astinus de sus estudios, y sé que agradecerá que discutamos nuestro asunto con la mayor celeridad posible.

—No podría estar más de acuerdo —accedió el mago de la Túnica Negra con una ligera mueca del labio superior que cabía interpretar como una sonrisa—. He venido en respuesta a tu llamada. ¿Qué quieres de mí?

Crysania intuyó que su oponente se burlaba de ella y, acostumbrada a ser tratada con veneración en su círculo religioso, su ira fue en aumento. Lo estudió unos momentos con una nueva frialdad en sus ojos, y declaró:

—Estoy aquí para advertirte, Raistlin Majere, de que Paladine conoce tus diabólicos designios. Actúa con prudencia o te destruirá.

—¿Cómo? —preguntó tajante el hechicero, y sus ojos brillaron con una luz extraña, intensa—. ¿Cómo va a destruirme? —insistió—. ¿Se valdrá acaso de relámpagos de fuego? ¿De inundaciones mágicas? ¿O quizá derrumbará otra montaña ígnea?

Dio otro paso hacia la muchacha, quien se apartó sin perder la calma para situarse junto a la misma butaca que antes ocupara. Agarrando firmemente el alto respaldo, la rodeó y se encaró una vez más con el mago.

—Es de tu perdición de lo que te estás mofando —le respondió con voz pausada.

Raistlin torció más aún la boca, pero siguió hablando como si no hubiera oído sus palabras.

—¿Elistan? —pronunció en un siseo—. ¿Enviará a Elistan para aniquilarme? —Se encogió de hombros—. No, por supuesto que no. Se murmura que el sagrado clérigo de Paladine se siente cansado, débil, moribundo…

—¡No! —lo interrumpió Crysania y al instante se mordió el labio, disgustada por haberse dejado embaucar y exteriorizar sus emociones. Dio un prolongado suspiro, que le devolvió la compostura—. Los caminos de Paladine no pueden cuestionarse ni desdeñarse como tú pretendes hacer —dijo en gélida actitud, pero no pudo evitar que su voz flaqueara de manera casi imperceptible al añadir—: La salud de Elistan, por otra parte, no es asunto de tu incumbencia.

—Me interesa más su estado de lo que tú supones —repuso el mago con lo que a Crysania se le antojó una sonrisa despreciativa.

La sacerdotisa sentía palpitar el corazón en sus sienes. Concluida su frase, Raistlin salvó la silla que les separaba a fin de aproximarse a la joven, tanto que ésta no pudo sustraerse al calor sobrenatural que irradiaba su cuerpo a través de las lóbregas vestiduras. Olió el aroma empalagoso, pero no obstante agradable, que envolvía al mago como una aureola, un olor especiado… «¡Los componentes de sus hechizos!», comprendió de pronto. La idea le causaba náuseas así que, acariciando el Medallón de Paladine hasta sentir en su carne los cincelados cantos, interpuso de nuevo cierta distancia.

—Paladine se me apareció en un sueño —anunció altiva.

Raistlin prorrumpió en carcajadas. Pocos eran los que le habían oído reír, y esos pocos recordarían siempre los siniestros ecos en sus peores pesadillas. Aguda, afilada como una daga, aquella manifestación negaba la bondad, neutralizaba todo cuanto de honesto y auténtico tiene el mundo.

—He hecho lo que he podido para desviarte de la senda que intentas seguir —concluyó Crysania, escudriñándolo con un desdén que endureció sus ojos grises hasta teñirlos de un azul acerado—. Te he advertido porque era mi deber. Tu destrucción queda ahora en manos de los dioses.

De forma súbita, quizá consciente del arrojo inamovible con que la mujer le hacía frente, Raistlin dejó de reír. La observó atentamente, y sus ojos se encogieron en dos rendijas de luz dorada antes de ensancharse su rostro en una expresión de goce tan extraña, tan secreta, que Astinus se levantó de su asiento al presenciar aquel intercambio de fuerzas. El cuerpo del cronista bloqueó el resplandor de las llamas, y su sombra se proyectó sobre ambos. Raistlin dio un salto repentino, brusco, al mismo tiempo que se volvía hacia el insondable personaje a fin de clavarle una mirada furibunda.

—Cuidado, viejo amigo. ¿Pretendes interferirte en el curso de la Historia? —inquirió amenazador.

—Nunca haría tal cosa, como bien sabes —fue la respuesta—. Yo me limito a ver y registrar, soy neutral en todo acontecimiento. Conozco tus maquinaciones, tus planes, al igual que los de cuantas criaturas viven en el mundo. Por eso te ruego que me escuches, Raistlin, y que atiendas a mi aviso. Esta mujer es una elegida de los dioses, su título bien lo indica.

—¿Elegida de los dioses? Las divinidades nos aman a todos ¿no es cierto, Hija Venerable? —preguntó el hechicero dirigiéndose a Crysania. El timbre de su voz era ahora tan aterciopelado como la textura de su túnica—. ¿No está escrito en los Discos de Mishakal? ¿No son ésas las enseñanzas de Elistan?

—Sí —contestó la muchacha recelosa, segura de que se avecinaba una nueva burla por parte de aquel enemigo de los dioses del Bien. Pero el rostro metálico de Raistlin permaneció serio, asumiendo, de pronto, la apariencia de un erudito inteligente, sabio y ponderado—. Sí, está escrito. Me alegra descubrir que has leído el mensaje de los Discos, aunque resulta evidente que nada has aprendido de ellos. ¿Has olvidado lo que se dice en…?

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