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Margaret Weis: El templo de Istar

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Margaret Weis El templo de Istar

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—¡Gracias, Paladine! —invocó—, acepto el desafío. ¡No te fallaré, no tendrás queja de mí!

Continente de Ansalon
Mapa de Tass

LIBRO I

1

De nuevo en «El Último Hogar»

Oía tras ella ruidos de pies ganchudos, que arañaban las hojas del bosque y las hacían crujir. Tika se puso en tensión, pero trató de actuar como si no se hubiera percatado de nada y siguió adelante a fin de atraer a la criatura. Aferraba con la mano la empuñadura de su espada y el corazón comenzó a latirle a un ritmo vertiginoso a medida que se acercaban las pisadas, hasta que la envolvió un hálito maloliente y sintió en su hombro el contacto de una garra. Dando media vuelta, la muchacha blandió la espada y arrojó al suelo, con gran estrépito… ¡Una bandeja repleta de jarras de cerveza!

Dezra emitió un alarido y retrocedió asustada, a la vez que los parroquianos de la taberna estallaban en sonoras carcajadas. Tika sabía que sus pómulos habían enrojecido tanto como su melena, y no acertaba a reprimir el temblor de sus manos ni su acelerado pulso.

—Desde luego, Dezra —dijo con frialdad—, posees la gracia y la inteligencia de una enana gully. Quizá podríais intercambiar con Raf vuestros respectivos quehaceres; tú te ocuparías de retirar los desperdicios y él serviría las mesas.

La increpada levantó la vista desde donde, de rodillas, recogía los fragmentos de cerámica esparcidos en un lago de líquido dorado.

—Quizá tengas razón y es lo que debería hacer —replicó enfurecida, y lanzó de nuevo los añicos al suelo—. Sirve las mesas tú misma, ¿o acaso el hacerlo está por debajo de tu rango, Tika Majere, heroína de la Lanza?

Tras traspasar a la muchacha con una mirada preñada de reproche Dezra se levantó, propinó desordenados puntapiés a los restos de las jarras para apartarlos de su camino y salió de la posada como una exhalación.

La puerta principal, al abrirse, se meció con violencia sobre sus goznes y provocó una curiosa mueca en el rostro de Tika, que había atisbado en la hoja de pesada madera unas resquebrajaduras poco halagüeñas. Afloraron a sus labios frases desabridas mas se mordió la lengua a sabiendas de que, si las pronunciaba, después lo lamentaría.

Como nadie acudiera a cerrar el maltratado batiente, la luz de la tarde se filtró en el local. El fulgor cobrizo del sol poniente se reflejó en la lustrosa superficie de la barra y reverberó contra las copas, danzando incluso en el charco de cerveza. Acarició asimismo los rojizos tirabuzones de Tika en un juego de fuerzas, ahogando al instante las risas burlonas de los parroquianos los cuales, sin darse apenas cuenta, posaron en la mujer miradas anhelantes.

Ella ni siquiera lo advirtió, estaba demasiado avergonzada de su acceso de ira para pensar en tales nimiedades. Se asomó a la ventana y vio que Dezra se enjugaba los ojos con el delantal, en el mismo momento en que un nuevo cliente entraba en la posada y, al ajustar la puerta, obstaculizaba el paso de la luz crepuscular. De todos modos, la fresca penumbra prestaba al establecimiento un clima más acogedor.

Tika se pasó también la mano por los ojos. «¿En qué clase de monstruo me estoy convirtiendo? —se preguntó azuzada por el remordimiento—. No ha sido culpa de Dezra, sino de esa terrible sensación que me corroe el alma. ¡Ojalá merodearan por aquí draconianos a los que enfrentarse! Cuando luchaba a brazo partido al menos conocía la causa de mis temores, podía entrar en acción y vencerlos. ¿Qué puedo hacer ahora, si ni siquiera soy capaz de identificar al objeto de mi inquietud?».

Unos gritos interrumpieron sus cavilaciones, voces que reclamaban cerveza y comida. Las risas inundaron el ambiente, desintegrándose en un sinfín de ecos entre los muros de «El Último Hogar».

«Esto era lo que quería recuperar, por eso volví. —Tika contuvo el llanto y se sonó con el paño de la barra—. Me encuentro de nuevo en casa, rodeada de personas tan acogedoras y cálidas como la puesta de sol. No oigo sino las más diversas manifestaciones de amor que cabe imaginar: risas, palmadas de camaradería, un perro que lame… ¿Un perro que lame?». Tika gruñó y abandonó el mostrador.

—¡Raf! —amonestó al enano gully, aunque en el fondo se sabía impotente para corregirlo.

—La cerveza se derrama, yo secar —explicó él, mirando a la posadera y sorbiendo las gotas que refulgían en sus comisuras.

Algunos de los parroquianos de antaño sonrieron pero unos pocos, nuevos en el local, contemplaron al enano con repugnancia.

—Haz el favor de utilizar un paño para limpiar ese desastre —le siseó Tika sin alzar la voz, mientras dedicaba una mueca de disculpa a los descontentos. Le alargó la bayeta de la barra y el gully se apresuró a recogerla, si bien la sostuvo inmóvil en su mano con una expresión alelada en los ojos.

—¿Qué quieres que yo hacer?

—Fregar la mancha que ha dejado el líquido vertido —le urgió la muchacha a la vez que trataba, sin éxito, de ocultarle de ciertas miradas tras su holgada y vaporosa falda.

—Yo no necesitar esto —repuso Raf solemne—. No voy a ensuciar tan bonito paño. —Devolvió la bayeta a Tika y, poniéndose de nuevo a cuatro patas, comenzó a lamer la cerveza, mezclada ahora con el barro de quienes entraban y salían.

A la joven le ardían las mejillas cuando se inclinó hacia adelante y levantó a Raf por el cuello de la camisa, sin cesar de zarandearlo.

—¡Usa el paño! —le susurró furiosa—. Los clientes están perdiendo el apetito. Y en cuanto termines despeja esa mesa enorme que hay junto a la chimenea. Espero a unos amigos, y…

Se interrumpió al ver que Raf la contemplaba con los ojos desorbitados, en un vano intento de asimilar tan complicadas instrucciones. Era una criatura excepcional, si se tienen presentes las aptitudes de los enanos gully, pues llevaba tan sólo unas semanas en la posada y Tika ya le había enseñado a contar hasta tres —pocos miembros de su raza sobrepasaban el dos—, además de ayudarle a eliminar su hedor. Esta inesperada proeza intelectual, combinada con la pulcritud, le habrían erigido en rey de su pueblo de haber alimentado el hombrecillo tales ambiciones. Sin embargo, era consciente de que ningún monarca en el mundo vivía como él, ninguno tenía ocasión de «secar» la cerveza que caía de las mesas ni de transportar los desechos. A su manera poseía un atisbo de inteligencia, si bien ésta tenía sus limitaciones y la joven humana había topado con ellas.

—Espero a unos amigos, y… —repitió, mas decidió abandonar sin concluir su frase—. No importa, basta con que limpies el suelo… valiéndote del paño. Luego búscame y te indicaré la próxima tarea —añadió en actitud severa.

—¿Yo no beber? —inquirió Raf suplicante, pero la mirada de Tika no admitía réplicas y él así lo captó—. De acuerdo, cumpliré tus órdenes.

Sin poder reprimir un suspiro de desencanto, el enano recuperó la bayeta que la muchacha le ofrecía y la extendió sobre el charco mientras farfullaba algo acerca de «echar a perder un brebaje delicioso». Reunió acto seguido las piezas de las jarras y, tras someterlas a un breve examen en su palma, esbozó una sonrisa y las embutió en desorden dentro de los bolsillos de su jubón.

Tika se preguntó qué pretendía hacer con aquellos fragmentos inservibles, pero sabía que era mejor no indagar y se abstuvo de hacerlo. Regresó en silencio al mostrador, bajó otros recipientes del estante y los llenó hasta el borde de espuma sin que le pasara desapercibido, aunque optó por disimular, que Raf se había cortado con un canto especialmente afilado y ahora estaba acuclillado, estudiando con gran interés el gotear de la sangre entre sus dedos.

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