Margaret Weis - El templo de Istar

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—No puedes librar la batalla de otro —le advirtió Riverwind con firmeza—, y menos aún cuando es el alma lo que está en juego. Te aconsejo que no interfieras.

Era ya pasada la medianoche cuando la triste comitiva traspasó el umbral de la casa de Caramon y éste fue arrojado, sin miramientos, sobre el lecho. Tanis no se había sentido nunca tan abrumado por el cansancio, le dolía el espinazo tras someterlo al peso muerto del gigantesco guerrero. Al malestar físico, por otra parte, se unía una losa interior, la de aquellos recuerdos del pasado que en su día se le antojaron entrañables y ahora se asemejaban a heridas sangrantes. Y, por si fuera poco, debía cabalgar sin tregua hasta el amanecer.

—Me gustaría permanecer a vuestro lado —repitió a Tika, ya en la puerta. Los tres amigos contemplaban la ciudad de Solace, envuelta en pacíficos sueños—. De alguna manera, soy responsable…

—En absoluto —lo atajó la muchacha—. Riverwind está en lo cierto al recomendarte que no te interpongas en las luchas ajenas. Has de vivir tu propia vida y, aunque intentaras ayudar a Caramon, no conseguirías sino empeorar la situación.

—Quizás —admitió el semielfo—. De cualquier modo, regresaré dentro de una semana para hablar con él largo y tendido.

—Será estupendo —respondió Tika con un suspiro y, tras hacer una pausa, cambió de tema—. Por cierto, ¿a quién se refería Crysania al mencionar a un kender que ha de pasar por aquí? ¿No será Tasslehoff?

—Sí, él en persona —aclaró Tanis rascándose la barba—. Se trata de algo relacionado con Raistlin, algo que no he podido averiguar. Nos tropezamos con él en Palanthas y comenzó a contarnos una de sus imaginativas fábulas. Avisé a Crysania de que sólo la mitad de sus historias se acercaban a la verdad, y aún así era mejor no fiarse de tales aproximaciones, pero por lo visto Tas la convenció de que debía enviarle en busca de una misteriosa criatura susceptible de ayudarla a recuperar a Raistlin para la buena causa.

—No pongo en duda que esa mujer se halle entre los clérigos sagrados de Paladine —intervino Riverwind—, y ruego a los dioses que me perdonen por criticar a una de sus elegidas, pero creo que se ha vuelto loca.

Una vez hubo pronunciado tan severa afirmación se colgó el arco del hombro y se dispuso a partir, al igual que Tanis, quien besó cariñosamente a Tika y le susurró:

—Temo que estoy de acuerdo con Riverwind. Vigila a Crysania mientras se aloje en la posada. Una vez en Palanthas yo mismo hablaré con Elistan, pues deseo saber hasta qué punto conoce el plan demencial que se ha trazado. Y si Tasslehoff aparece, no le pierdas de vista. ¡No deseo por nada del mundo que se presente en Qualinost! Te aseguro que ya tengo bastantes problemas con Porthios y los elfos.

—No te preocupes, cumpliré tu encargo —lo tranquilizó la muchacha. Durante unos segundos permaneció acurrucada bajo el brazo con que él la rodeaba, dejando que la acunaran su fuerza y la compasión que dimanaba tanto de su contacto como de su voz.

Tanis vaciló y la apretó incluso más, reticente a la idea de soltarla. Desvió los ojos hacia el interior de la casa al oír los gritos inconexos de Caramon.

—Tika… —empezó a decir.

—Vete ya, Tanis —lo interrumpió ella apartándolo con firmeza—. Te aguarda una larga cabalgada.

—Me gustaría… —No concluyó, ambos sabían que cualquier comentario sería superfluo.

Despacio, el semielfo dio media vuelta y se reunió con Riverwind. Tika los seguía con la mirada, esbozando en sus labios una tenue sonrisa.

—Eres muy inteligente Tanis, y posees una gran intuición. Esta vez, sin embargo, te equivocas —susurró para sí misma en la soledad del porche—. Crysania no ha perdido el juicio. Lo que ocurre, y tú no lo has adivinado, es que está enamorada.

4

Una nueva misión

Un ejército de enanos marchaba a paso marcial por el aposento, provocando una gran algarabía con los férreos armazones de sus botas. Cada uno de ellos portaba un martillo en la mano y, al pasar junto al lecho, descargaba su peso en la testa de Caramon. El guerrero no podía sino gimotear y agitar los brazos en desorden.

—¡Salid de aquí! —suplicaba—. ¡Alejaos!

Pero los enanos respondían levantando la cama sobre sus fuertes hombros y haciéndola girar a un ritmo vertiginoso, mientras mantenían la apretada formación y estampaban, al unísono, su estruendoso calzado contra el suelo.

Una náusea aprisionó el vientre de Caramon quien, tras varios intentos infructuosos, consiguió saltar de aquel mueble giratorio y hacer una torpe carrera hasta el bacín depositado en un rincón. Después de vomitar comenzó a sentirse mejor, e incluso se despejó su mente. Desaparecieron los enanos, aunque el hombretón sospechaba que se habían ocultado debajo de la cama, al acecho de una nueva oportunidad para mortificarlo.

Deseoso de burlar a sus adversarios, optó por no acostarse de nuevo. Abrió, sosteniéndose a duras penas, un cajón de la mesilla de noche y estiró la mano en busca del aguardiente que allí guardaba. ¡No estaba! Caramon se enfureció y acusó en voz alta a Tika de jugar sucio con él. Sin embargo, pronto una pícara sonrisa sustituyó a sus imprecaciones al mismo tiempo que se encaminaba hacia el enorme baúl que, adosado al muro contrario, contenía toda su ropa. Más que llegar tropezó contra su trabajada superficie y, al instante, se puso a revolver túnicas, calzones y camisas que ya no cabían en su obeso y deformado cuerpo. Y al fin encontró su tesoro, embutido en una vieja bota.

Retiró la redoma con gesto amoroso, dio un trago del ardiente licor y, tras eructar, exhaló un prolongado suspiro. Ahora sí, ahora cesaron los repiqueteos de los martillos en su cabeza. Examinó la estancia en busca de los enanos mas, al no distinguirlos, se dijo que podían permanecer bajo la cama toda su vida. A él no le importaba.

De pronto oyó un estrépito de cacerolas en la cocina. ¡Tika! Engulló precipitadamente unos sorbos más del brebaje y volvió a camuflar la redoma en su seguro escondrijo. Tras cerrar la tapa del baúl con mucho sigilo se incorporó, se pasó la mano por el enmarañado cabello y cruzó el dormitorio en dirección a la puerta. No obstante, antes de salir se vio reflejado en el espejo.

—Debo cambiarme —farfulló con la boca pastosa.

Tiró, empujó, sacudió y, al rato, logró desprenderse de la sucia prenda y arrojarla al suelo. Se le ocurrió la idea de lavarse un poco, pero no tardó en desecharla. ¿Acaso era un ridículo petimetre? Tal como estaba dimanaba efluvios, aromas masculinos que solían gustar a las mujeres… ¡Algunas le encontraban atractivo! En cualquier caso, no se quejaban ni le reprendían. Tika, en cambio, era incapaz de aceptarlo con sus propias peculiaridades. Mientras se debatía para colocarse una camisa limpia, quizás en exceso ajustada, que descubrió al pie del lecho, se compadecía de sí mismo repitiendo las mismas frases de siempre: que si era un incomprendido, que si la vida no le había tratado bien, que si atravesaba una mala racha pero pronto los hados le sonreirían y entonces sonaría la hora del triunfo y, en definitiva, todo cuanto suele decirse en esos casos.

Tras asomarse cauteloso por la puerta entreabierta y adoptar una actitud casual y despreocupada, se internó en la pulcra sala de estar y se derrumbó en una silla frente a la mesa. La vetusta madera crujió bajo su peso descomunal y Tika, al oírle, volvió la cabeza desde el fregadero.

Al toparse con sus ojos el guerrero advirtió que, de nuevo, su esposa rebosaba ira. Intentó dedicarle un gesto amable, solicitar una tregua, pero no atinó sino a retorcer el labio en una mueca enfermiza que tuvo la virtud de sacar de quicio a la joven. Tan enfurecida estaba, que agitó en el aire sus bucles pelirrojos y desapareció en un rincón de la cocina para no cometer una barbaridad. Caramon se encogió al vibrar en sus tímpanos un nuevo y aún más estruendoso ruido de ollas, cuyos tintineos metálicos le recordaron a los enanos y sus mortíferas herramientas. Pasados unos minutos, Tika traspasó el umbral de la sala cargada con una enorme fuente repleta de tiras de tocino chisporroteantes, pastelillos de maíz y huevos fritos, y la dejó caer delante de él, tan violentamente que las tortitas de cereal salieron despedidas por los aires.

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