Margaret Weis - El templo de Istar
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El hombretón vaciló pese a la suculencia del plato, pues su estómago no se hallaba en condiciones de trabajar, pero un gruñido bastó para recordar a su maltrecho órgano quién mandaba. Tenía un apetito feroz, ignoraba cuántas horas habían transcurrido desde que ingirió el último bocado. Tika, furibunda, se instaló en una silla cercana y posó en él sus lacerantes ojos verdes. Hasta las pecas parecían adquirir relieve sobre su tez, señal inconfundible de su talante.
—De acuerdo, dilo ya. ¿Qué he hecho ahora? —rezongó Caramon, preparado para la embestida. Comía a dos carrillos.
—No lo recuerdas. —Era una aseveración, no una pregunta.
Se zambulló el guerrero en las nebulosas regiones de su mente y, en efecto, algo se agitaba entre sus brumas. La noche anterior tendría que haber estado en un lugar concreto mas, después de quedarse en casa todo el día tal como había prometido a su mujer, a última hora le asaltó la sed. Se habían agotado sus últimas existencias, así que fue a «El Abrevadero» a fin de remojar el gaznate y luego se dirigió donde…
—Surgió un imprevisto que requería mi atención —mintió, evitando la mirada de Tika.
—Sí, nos dimos cuenta —lo espetó ella con amargura—. Todos imaginamos qué «imprevisto» te hizo caer inconsciente a los pies de Tanis.
—¡Tanis! —Caramon soltó el tenedor—. Tanis aquí, anoche… —Tras emitir un sonido quejumbroso, desgarrador, el guerrero hundió la cabeza entre las manos.
—Nos obsequiaste con un bonito espectáculo —continuó la muchacha, ahogada su voz—. Se hallaba presente la ciudad en pleno, además de un nutrido grupo de los elfos más distinguidos de Krynn. Y no hablemos de nuestros viejos y entrañables amigos. —Al mencionarlos, también ella prorrumpió en sollozos.
—¿Por qué? ¿Por qué Tanis? —exclamó Caramon sumido en la desesperación—. De todos, el semielfo era el que… —Interrumpieron sus recriminaciones unos sonoros golpes en la puerta.
—¿Quién vendrá a molestarnos? —refunfuñó Tika, secándose las lágrimas con la manga de su blusa antes de acudir a abrir—. Quizá se trata de Tanis, que ha decidido volver atrás. —Su apesumbrado esposo alzó la cabeza al oír aquel nombre—. Si es él —le ordenó— intenta comportarte como el hombre que un día fuiste.
Se detuvo frente a la hoja de gruesa madera, descorrió el pestillo e hizo girar la llave.
—¡Otik! —se sorprendió—. ¿Qué haces aquí? ¿Qué comida es ésta?
El anciano posadero se erguía en el umbral con una bandeja humeante en la mano. Al abrir la joven, estiró la cabeza para asomarse al interior.
—¿No se encuentra en la casa? —inquirió desconcertado.
—¿A quién te refieres? No hay nadie salvo nosotros —le explicó ella sin saber a qué atenerse.
—¡Oh, no! —vociferó Otik en tono solemne a la vez que, distraído, comenzaba a ingerir algunos alimentos de la fuente—. ¿Debo entonces deducir que el mozo de la cuadra estaba en lo cierto, que ella se ha ido? ¡Pensar que he madrugado como nunca para prepararle este suculento desayuno!
—¿Quién se ha ido? —A Tika le exasperaban los enigmas de esta índole, incluso se preguntó si no era Dezra quien los había abandonado.
—La sacerdotisa Crysania. No está en su habitación, ni tampoco sus pertenencias. Por otra parte, el caballerizo me ha asegurado que esta misma mañana le encargó ensillar su caballo y se alejó al galope.
—¡Crysania! —repitió ella ondenado sus abundantes rizos—. Ha resuelto seguir en solitario. Claro, no estaba dispuesta a…
—¿A qué? —preguntó el anciano con la boca llena.
—A nada, Otik, olvídalo —lo atajó, blanca como la cera—. Será mejor que regreses a la taberna, hoy llegaré un poco tarde y hay que atender a la clientela.
—De acuerdo, no te preocupes —repuso él en amable actitud, pues había visto a Caramon desmoronado sobre la mesa—. Baja cuando puedas.
Y se fue, sin cesar de masticar el apetitoso desayuno mientras caminaba. Tika cerró la puerta y regresó a la sala de estar.
—Me duele todo el cuerpo —se protegió el guerrero al ver que se aproximaba, convencido de que le esperaba un sermón. Se levantó con torpeza y, arrastrando los pies, se dirigió al dormitorio y se arrojó sobre el lecho entre irrefrenables sollozos.
Tika, en lugar de hostigarlo como cabía suponer, se sentó en una silla de la sala y se zambulló en el mundo de los pensamientos. Era evidente que la Hija Venerable de Paladine había partido sin escolta hacia el Bosque de Wayreth. Estaba resuelta a internarse en su espesura aunque no había de resultarle fácil pues, según la leyenda, nadie había conseguido encontrarlo. ¡Era él quien daba con quienes se aventuraban en su búsqueda! Tika se estremeció al evocar los relatos de Caramon. El temible recinto aparecía en los mapas, si bien cuando uno cotejaba dos o más no coincidía su localización. Además, los cartógrafos siempre dibujaban una señal de peligro a su lado y en su corazón mismo esbozaban la Torre de la Alta Hechicería, donde se hallaba ahora concentrado todo el poder de los magos de Ansalon. O, mejor dicho, casi todo.
De pronto, Tika despertó de su ensoñación, se incorporó e irrumpió en la alcoba. Caramon permanecía tendido en la cama sin poder reprimir el llanto, pero ella endureció sus sentimientos frente a tan lastimera escena y avanzó con paso firme hasta el baúl de la ropa. Después de abrir la tapa y rebuscar en su interior, lanzando una lluvia de prendas por la estancia, descubrió la redoma. Su maltrecho marido quedó atenazado por el pánico, mas la muchacha se limitó a arrojar el recipiente y su contenido a un rincón y continuó hurgando. Al fin, en el fondo, halló lo que buscaba.
Era la cota de malla de Caramon, la que utilizara en sus aventuras de antaño y le diera opción al título de guerrero que aún hoy ostentaba.
Sujetando uno de los quijotes por sus correas de cuero Tika se levantó para, tras dar media vuelta, lanzar la pieza hacia Caramon.
Lo golpeó en el hombro y rebotó, de tal manera que se estrelló contra el suelo.
—¡Ay! —se quejó el corpulento individuo, sentándose—. ¡En nombre de los Abismos, Tika, déjame tranquilo!
—Vas a emprender una nueva misión —declaró ella sin inmutarse—: irás al encuentro de la sacerdotisa, aunque tenga que catapultarte al espacio en un tonel. —Y terminó de extraer la oxidada cota de malla.
—Disculpa —solicitó un kender a un individuo que holgazaneaba al borde del camino, en los aledaños de Solace. En una reacción instintiva, el hombre cerró la mano en torno a su bolsa—. Busco el hogar de un amigo —prosiguió impasible el viajero, acostumbrado a tales muestras de desconfianza—. Bien, en realidad se trata de dos personas. Una es una bella mujer pelirroja llamada Tika Waylan.
—Es aquella casa que se alza a lo lejos —le señaló el lugareño sin perderlo de vista.
Tas miró en la dirección que le indicaban y sufrió una honda impresión.
—¿La magnífica residencia construida en el seno del vallenwood? —se aseguró, a la vez que extendía su dedo hacia el edificio.
—¿Cómo lo has definido? —preguntó el humano sin poder refrenar una carcajada—. ¿Cómo una «magnífica residencia»? Un comentario genial. —Se alejó con un chasquido burlón, contando mientras caminaba las monedas que guardaba en su bolsa.
«¡Qué tosco y antipático!», pensó Tasslehoff y deslizó, en un gesto de pasmosa naturalidad la navaja del desconocido en uno de sus saquillos. Pronto olvidó el incidente, y echó de nuevo a andar hacia la casa de Tika. Su mirada estudió complacida cada detalle de aquella morada que se mecía segura en las ramas del creciente árbol, fiel a las tradiciones del pasado.
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